Como ciudadanos periféricos del imperio, nunca podremos entender del todo cómo piensan los que nacieron y se criaron dentro de las fronteras imperiales. Podemos convivir con ellos, hablar y discutir en su idioma y en el nuestro, compartir espacios, trabajo, viajes, colchón, pero siempre seguiremos viéndolos como cosa rara, siempre cuestionando sus costumbres, sus absurdos comportamientos, su nulo sentido de las cosas verdaderamente importantes de la vida. De la misma forma en que ellos, a pesar de todo, siempre nos mirarán como a esas pobres criaturas desposeídas de la gracia de ser el centro del mundo, de pertenecer a la comunidad más próspera del planeta, de todas las épocas. Pensarán siempre en nosotros, que somos el resto del mundo, como esos seres que nacieron lejos y vivirán siempre envidiosos de los privilegios del imperio. Un macedonio puede llegar a Roma y creerse ciudadano romano, puede emular las costumbres romanas, puede imitar un acento latino culto, respetar las liturgias romanas. Pero íntimamente sabrá siempre que no es romano, que pertenece, lo quiera o no, a una cultura más refinada, a unos valores que trascienden la mediocridad romana, y que no hay explicación al hecho de que los romanos están locos.
Pero algo tienen las capitales del imperio que nos atraen y nos fascinan, a aquellos que nos atrevimos a cruzar las fronteras y a aquellos que observan las novedades del imperio retransmitidas en pantallas de diversos tamaños. Como ya me estoy yendo, siento por momentos las mismas sensaciones de cuando estaba recién llegado. La más persistente de esas sensaciones, y la más común a todos los que andan y han andado por los Estados Unidos, es la de estar presenciando una película todo el rato. Una mala película, para ser más concreto, una película inocente y banal, de esas que siguen transmitiendo las televisiones privadas en España en las sobremesas de los sábados y los domingos. Esas películas que casi nadie recordará haber visto jamás enteras, ni haber entendido por qué de una simpleza tal se ha podido mover a un equipo, escribir un guión, contratar actores y cámaras, y finalmente distribuirla por el mundo con el objetivo de mostrar las costumbres más zafias o anodinas de la vida americana. La película en la que el padre divorciado recoge al hijo y se lo lleva al béisbol o al fútbol americano, le pone la gorra del revés y lo trata como a un hermano pequeño, y en las gradas pone cara triste y conoce a otra madre separada que va con su crío con la misma gorra al revés, y lo invita a un helado o unas palomitas, y beben algún líquido insano en vaso grande.
Otras veces uno tiene la sensación no ya de estar presenciando una de esas películas, sino de estar viviendo dentro de la película. Ir conduciendo por una calle muy ancha, aceras de bloques de pavimento, con rectángulos de césped, con palmeras, con patios delanteros con columpios, y llegar a un semáforo y tener delante una camioneta muy alta, con pegatinas patrióticas o religiosas. Pasear un domingo junto a un parque y ver grupos de gente saliendo de las iglesias, que apenas se diferencian del resto de las casas, tomando tés y dulces en unas mesas sobre la hierba. Ver una fila de coches, con familias enteras dentro, en el autoservicio de un Starbucks o de una pizzería, o sacando dinero o echando una carta desde la ventanilla. Pasar de noche al interior muy iluminado de un restaurante de comida rápida, y ver a las familias tiradas en los sillones de escay, padre e hijo sin quitarse la gorra, engullendo golosamente. Asomarse a un bar de un pueblo perdido y ver con naturalidad la escena de la camarera rubia y con arrugas fregando los vasos, varios hombres con sombrero vaquero jugando al billar, banderas de Estados Unidos colgando del techo, alguien que se levanta a poner unos billetes en la jukebox.
Las señales con alerta de tsunami, los enormes tubos horizontales de los semáforos suspendidos sobre los coches, las bocas de riego amarillas o rojas sobre las aceras, las panorámicas de carreteras de ocho o diez carriles por las que circulan camiones con morro largo, las casas bajas de madera, con escaleras en la entrada y flores en el patio, los grupos de buzones sostenidos por postes junto a una carretera secundaria, la bandera de barras y estrellas ondeando en una casa sí y otra no, los autobuses escolares amarillos con letras negras. Hay tantos detalles que saltan a la vista y que uno reconoce de inmediato, aunque sólo los haya visto en la pantalla. Pero con el paso de los meses empiezan a formar parte de la cotidianidad, uno los va absorbiendo hasta tomarlos por algo natural, por una parte del paisaje. Hasta que uno se ve rodeado a la vez por tantas escenas de película americana de sobremesa, que vuelve a ser consciente de que no es de aquí, y llega de nuevo a sospechar que las cámaras están escondidas por algún lado.
El domingo pasado estuvimos en un partido de béisbol. El estadio de los San Diego Padres está en pleno Downtown, integrado en los edificios del centro de la ciudad, viejas cervecerías o restaurantes de ladrillo rojo que son la continuación de los graderíos, y un fondo de torres altas de oficinas. En un lado hay un parque con césped, donde las familias están echadas viendo el partido en una pantalla gigante, comiendo perritos calientes o hamburguesas y muchas patatas fritas en cajitas de cartón. Entramos por una puerta lateral y subiendo la primera escalera nos llega la nube de humo grasoso de las barbacoas. Hay gente asomada al pequeño rectángulo donde calientan los lanzadores. La vestimenta de los jugadores de béisbol ya es en sí muy de película mediocre: algunos con pantalones blancos muy anchos, otros con medias hasta las rodillas, la gorra que les da un aire infantil, el guante como una mano de extraterrestre.
El espectáculo en un campo de béisbol está sobre todo fuera del terreno de juego. Un campo de béisbol es un gran centro comercial con pasillos llenos de restaurantes de todas las categorías. Cualquier bazofia con salsa y queso fundido que uno haya visto en las películas está en todos los puestos. Alitas de pollo frito, salchichas, hamburguesas, burritos. Grandes vasos de bebidas carbonatadas de todos los colores, cervezas de todas las marcas, sucedáneos de café. En medio de los pasillos hay enormes surtidores de salsas, grifos de mostaza, kétchup, barbacoa y otras salsas inclasificables. Hay pantallas de televisión por todos lados, en los restaurantes, en todos los rincones. Mucha gente va al estadio para ver el partido desde la pantalla de un restaurante, y uno puede pasear por todos los pisos y pasillos sin perderse ninguna jugada. Algunos pasan a los restaurantes cerrados, y ven el partido desde sus balcones privados.
Entre la gente que pasea, con o sin uniforme de los Padres, están los personajes secundarios de las películas, con los que uno se cruza como si los conociera de toda la vida: el redneck de pelo blanco y perilla entrecana, con el vaso gigante de cerveza en la mano, la barriga redonda y firme, pantalones cortos, los calcetines blancos bien subidos; el padre mexicano con refrescos, moreno y gordo, que le habla en inglés a su hijo, también con piernas y cara gordezuelas, como de polinesio feliz; los repartidores de bolsas de palomitas caramelizadas y churros, uniformados como conserjes. En las gradas tenemos al lado al niño negro con gorra y un guante más grande que su cabeza. También el grupo de jóvenes asiáticos, americanos de tercera o cuarta generación, que siguen hablando bajito mientras miran atentos el juego. Detrás está la abuela blanca, que nos mira con gesto intrigado y sin disimulo, extrañada de nuestras voces españolas, como si no se correspondieran con nuestro aspecto. Hay mujeres rubias llevando las estadísticas del partido en una libreta, calculando sus apuestas, bebiendo latas de cerveza Budweiser de medio litro. Y unos niños gorditos suben las escaleras cargados con helados verticales que les chorrean por los lados.
Como en todo acontecimiento deportivo, al comienzo tocaron el himno de los Estados Unidos. Y en el séptimo juego la gente se levanta para escuchar con reverencia a una mujer vestida de marine cantar God Bless America. Es domingo de homenaje a los militares, y un grupo de soldados en manga corta ocupa una de las gradas superiores. Visten de marrón claro y desde lejos parecen berberechos colocados en una lata. De pronto empiezan a moverse, en un orden calculado, y salen por una de las puertas. Al rato vuelven a entrar y ordenadamente ocupan los asientos con una disposición distinta. Y así una vez y otra, todo el rato, como si no les estuviera permitido dejar de desfilar ni siquiera durante el partido.
En una de las pausas salta al campo la mascota del equipo, que no es otra cosa que un hombre disfrazado de sacerdote español: un muñeco gordinflón, con sotana y tonsura y boca muy abierta. Después salen las cheerleaders, que lanzan regalos a las gradas más próximas. Como el estadio está en medio del Downtown de San Diego, también vemos los coches que cruzan las calles, y hasta los vagones rojos del trolley que viene y va desde el centro a la bahía. De vez en cuando pasa por encima un avión, entre las gaviotas y palomas, y se escapa entre los edificios altos, camino del aeropuerto, que está también dentro de la ciudad, entre el Downtown y la bahía.
Y entre la algarabía de sonidos, músicas de tres segundos, aplausos, la retransmisión en directo que resuena en los altavoces que hay por todo el estadio, la pantalla gigante aprovecha las pausas para transmitir imágenes aleatorias de la gente que ocupa las gradas: igual que en las películas, llega el momento de enfocar a los novios que se besan, a los niños que alzan la mano saludando, a los que van disfrazados de algo, a los que se quitan la camiseta, a los que se parecen a algún famoso. También está la escena de la pelota que llega a las gradas, y empieza a caer de una a otra, hasta que alguien la coge y se la apropia y la alza como un trofeo. A todo esto, los Padres cometen demasiados fallos y los Sant Louis Cardinals ganan el partido por 5-8 y se llevan la serie. El béisbol es un juego que requiere mucha técnica, que tiene mucho de cálculo y, pese a las continuas pausas, puede resultar emocionante. Pero eso no sale en las películas: como mucho sale el golpe del bateador mulato, de nombre ruso y apellido español, probablemente cubano, que batea fuerte y consigue un home round, y se da el paseo por las bases tranquilo, entre aplausos del público dominguero.
El partido se acaba, pero la película sigue. En el fondo, los americanos deben pensar que su cine es demasiado realista, demasiado costumbrista. La extrañeza que nosotros experimentamos viendo estas cosas, con esa mezcla de compasión y vergüenza ajena que sentimos por ellos, debe de ser para ellos una prueba más de nuestra envidia de sus vidas, de su sociedad perfecta y medida. Pero algo tendrá el agua cuando la bendicen. Aquí hay un modelo económico insostenible, una sociedad contradictoria y a veces violenta, un modo de vida que prima la competitividad y el culto al éxito: pero desde los confines del imperio seguimos lo que hacen y dicen, nos embelesamos con sus historias, adoptamos sin sonrojo sus dietas saturadas de azúcares y grasas, sus espectáculos coloridos, sus ruidos de fondo. Nunca los entenderemos, incluso nos reiremos de ellos, pero hay algo que nos hace que estemos pendientes de sus vidas.