sábado, 30 de abril de 2016

Camarones a la San Pedro, México en Los Ángeles


Después de Ciudad de México, la ciudad donde viven más mexicanos es... Los Ángeles. No sé si el dato es del todo cierto, pero mucha gente me lo ha repetido aquí, y existe en la afirmación un cierto orgullo de reconquista. También es muy repetida y clarificadora la frase: Nosotros no cruzamos la frontera, a nosotros la frontera nos cruzó. Cierto es que Estados Unidos se quedó con casi la mitad del territorio mexicano después de la guerra de 1848, y entre los mexicanos que quedaron a este lado de la frontera y los que han venido cruzando en este siglo y medio, algunas partes de California, Arizona, Nuevo México o Texas parecen tan mexicanas, o más, de lo que alguna vez fueron.

Long Beach es un enorme puerto comercial al sur de la ciudad de Los Ángeles. El puerto está protegido por una península montañosa, Palos Verdes, y al otro lado de las lomas está Torrance, Redondo Beach, el aeropuerto y la línea de playas que llega hasta Santa Mónica. Frente al puerto, en la zona llana de la penínula, está San Pedro. A lo largo de la línea del agua hay varios museos, un acuario, el mercado de pescado. El mercado es un conjunto de tiendas y restaurantes de madera, de un piso, con vistas a la bahía, a la isla donde se amontonan los contenedores que cargan y descargan de los buques.

Los carteles están en los dos idiomas, pero predomina el español, con muchas faltas de ortografía por todos lados. Empresas de ferris y barquitos anuncian ofertas para cortos cruceros por la bahía y el puerto. Hay una gran plataforma de maderas sobre el agua, con muchas mesas, y casi todas están llenas. Sólo se escucha español, casi todo el mundo parece mexicano. Un grupo de mariachis, con trajes oscuros de charros y sombreros vaqueros, dan la serenata de mesa en mesa. Las familias pasean por el muelle, se hacen fotos, disfrutan del agradable sol de abril. De vez en cuando cruza por delante un buque cargado de contenedores, y se pierde entre los canales del puerto.

Dentro de los restaurantes hay también pescaderías. Huele a pescado fresco y a fritura. Frente al mar, frente al puerto, nos comemos unas gambas al estilo San Pedro. Camarones, que es como llaman aquí a las gambas, tengan el tamaño que tengan. Gambas a la parrilla aderezadas con un ajillo de tomates, pimientos, cebolla, patata roja y mantequilla. El primer trago de cerveza conforta tanto como el sol templado y la brisa del mar, que juntos ponen en el rostro un principio de atontamiento feliz. Sube un olor suculento de la bandeja de comida. Es mejor no pensar en lo que uno se está metiendo en el cuerpo, si se quiere disfrutar del manjar. Mojamos el pan en la salsa de mantequilla, mientras los mariachis se arrancan con Si nos dejan, y los barcos siguen entrando y saliendo del puerto. En estas situaciones, como una chispa que encendiera el entendimiento de las cosas realmente importantes de la vida, me suele venir a la mente el comienzo del poema de Góngora:

Traten otros del gobierno
del mundo y sus monarquías,
mientras gobiernan mis días
mantequillas y pan tierno...

Qué rico está México, a este y al otro lado de la frontera.

jueves, 28 de abril de 2016

De béisbol y películas americanas

Como ciudadanos periféricos del imperio, nunca podremos entender del todo cómo piensan los que nacieron y se criaron dentro de las fronteras imperiales. Podemos convivir con ellos, hablar y discutir en su idioma y en el nuestro, compartir espacios, trabajo, viajes, colchón, pero siempre seguiremos viéndolos como cosa rara, siempre cuestionando sus costumbres, sus absurdos comportamientos, su nulo sentido de las cosas verdaderamente importantes de la vida. De la misma forma en que ellos, a pesar de todo, siempre nos mirarán como a esas pobres criaturas desposeídas de la gracia de ser el centro del mundo, de pertenecer a la comunidad más próspera del planeta, de todas las épocas. Pensarán siempre en nosotros, que somos el resto del mundo, como esos seres que nacieron lejos y vivirán siempre envidiosos de los privilegios del imperio. Un macedonio puede llegar a Roma y creerse ciudadano romano, puede emular las costumbres romanas, puede imitar un acento latino culto, respetar las liturgias romanas. Pero íntimamente sabrá siempre que no es romano, que pertenece, lo quiera o no, a una cultura más refinada, a unos valores que trascienden la mediocridad romana, y que no hay explicación al hecho de que los romanos están locos.

Pero algo tienen las capitales del imperio que nos atraen y nos fascinan, a aquellos que nos atrevimos a cruzar las fronteras y a aquellos que observan las novedades del imperio retransmitidas en pantallas de diversos tamaños. Como ya me estoy yendo, siento por momentos las mismas sensaciones de cuando estaba recién llegado. La más persistente de esas sensaciones, y la más común a todos los que andan y han andado por los Estados Unidos, es la de estar presenciando una película todo el rato. Una mala película, para ser más concreto, una película inocente y banal, de esas que siguen transmitiendo las televisiones privadas en España en las sobremesas de los sábados y los domingos. Esas películas que casi nadie recordará haber visto jamás enteras, ni haber entendido por qué de una simpleza tal se ha podido mover a un equipo, escribir un guión, contratar actores y cámaras, y finalmente distribuirla por el mundo con el objetivo de mostrar las costumbres más zafias o anodinas de la vida americana. La película en la que el padre divorciado recoge al hijo y se lo lleva al béisbol o al fútbol americano, le pone la gorra del revés y lo trata como a un hermano pequeño, y en las gradas pone cara triste y conoce a otra madre separada que va con su crío con la misma gorra al revés, y lo invita a un helado o unas palomitas, y beben algún líquido insano en vaso grande.

Otras veces uno tiene la sensación no ya de estar presenciando una de esas películas, sino de estar viviendo dentro de la película. Ir conduciendo por una calle muy ancha, aceras de bloques de pavimento, con rectángulos de césped, con palmeras, con patios delanteros con columpios, y llegar a un semáforo y tener delante una camioneta muy alta, con pegatinas patrióticas o religiosas. Pasear un domingo junto a un parque y ver grupos de gente saliendo de las iglesias, que apenas se diferencian del resto de las casas, tomando tés y dulces en unas mesas sobre la hierba. Ver una fila de coches, con familias enteras dentro, en el autoservicio de un Starbucks o de una pizzería, o sacando dinero o echando una carta desde la ventanilla. Pasar de noche al interior muy iluminado de un restaurante de comida rápida, y ver a las familias tiradas en los sillones de escay, padre e hijo sin quitarse la gorra, engullendo golosamente. Asomarse a un bar de un pueblo perdido y ver con naturalidad la escena de la camarera rubia y con arrugas fregando los vasos, varios hombres con sombrero vaquero jugando al billar, banderas de Estados Unidos colgando del techo, alguien que se levanta a poner unos billetes en la jukebox.

Las señales con alerta de tsunami, los enormes tubos horizontales de los semáforos suspendidos sobre los coches, las bocas de riego amarillas o rojas sobre las aceras, las panorámicas de carreteras de ocho o diez carriles por las que circulan camiones con morro largo, las casas bajas de madera, con escaleras en la entrada y flores en el patio, los grupos de buzones sostenidos por postes junto a una carretera secundaria, la bandera de barras y estrellas ondeando en una casa sí y otra no, los autobuses escolares amarillos con letras negras. Hay tantos detalles que saltan a la vista y que uno reconoce de inmediato, aunque sólo los haya visto en la pantalla. Pero con el paso de los meses empiezan a formar parte de la cotidianidad, uno los va absorbiendo hasta tomarlos por algo natural, por una parte del paisaje. Hasta que uno se ve rodeado a la vez por tantas escenas de película americana de sobremesa, que vuelve a ser consciente de que no es de aquí, y llega de nuevo a sospechar que las cámaras están escondidas por algún lado.

El domingo pasado estuvimos en un partido de béisbol. El estadio de los San Diego Padres está en pleno Downtown, integrado en los edificios del centro de la ciudad, viejas cervecerías o restaurantes de ladrillo rojo que son la continuación de los graderíos, y un fondo de torres altas de oficinas. En un lado hay un parque con césped, donde las familias están echadas viendo el partido en una pantalla gigante, comiendo perritos calientes o hamburguesas y muchas patatas fritas en cajitas de cartón. Entramos por una puerta lateral y subiendo la primera escalera nos llega la nube de humo grasoso de las barbacoas. Hay gente asomada al pequeño rectángulo donde calientan los lanzadores. La vestimenta de los jugadores de béisbol ya es en sí muy de película mediocre: algunos con pantalones blancos muy anchos, otros con medias hasta las rodillas, la gorra que les da un aire infantil, el guante como una mano de extraterrestre.

El espectáculo en un campo de béisbol está sobre todo fuera del terreno de juego. Un campo de béisbol es un gran centro comercial con pasillos llenos de restaurantes de todas las categorías. Cualquier bazofia con salsa y queso fundido que uno haya visto en las películas está en todos los puestos. Alitas de pollo frito, salchichas, hamburguesas, burritos. Grandes vasos de bebidas carbonatadas de todos los colores, cervezas de todas las marcas, sucedáneos de café. En medio de los pasillos hay enormes surtidores de salsas, grifos de mostaza, kétchup, barbacoa y otras salsas inclasificables. Hay pantallas de televisión por todos lados, en los restaurantes, en todos los rincones. Mucha gente va al estadio para ver el partido desde la pantalla de un restaurante, y uno puede pasear por todos los pisos y pasillos sin perderse ninguna jugada. Algunos pasan a los restaurantes cerrados, y ven el partido desde sus balcones privados.

Entre la gente que pasea, con o sin uniforme de los Padres, están los personajes secundarios de las películas, con los que uno se cruza como si los conociera de toda la vida: el redneck de pelo blanco y perilla entrecana, con el vaso gigante de cerveza en la mano, la barriga redonda y firme, pantalones cortos, los calcetines blancos bien subidos; el padre mexicano con refrescos, moreno y gordo, que le habla en inglés a su hijo, también con piernas y cara gordezuelas, como de polinesio feliz; los repartidores de bolsas de palomitas caramelizadas y churros, uniformados como conserjes. En las gradas tenemos al lado al niño negro con gorra y un guante más grande que su cabeza. También el grupo de jóvenes asiáticos, americanos de tercera o cuarta generación, que siguen hablando bajito mientras miran atentos el juego. Detrás está la abuela blanca, que nos mira con gesto intrigado y sin disimulo, extrañada de nuestras voces españolas, como si no se correspondieran con nuestro aspecto. Hay mujeres rubias llevando las estadísticas del partido en una libreta, calculando sus apuestas, bebiendo latas de cerveza Budweiser de medio litro. Y unos niños gorditos suben las escaleras cargados con helados verticales que les chorrean por los lados.



Como en todo acontecimiento deportivo, al comienzo tocaron el himno de los Estados Unidos. Y en el séptimo juego la gente se levanta para escuchar con reverencia a una mujer vestida de marine cantar God Bless America. Es domingo de homenaje a los militares, y un grupo de soldados en manga corta ocupa una de las gradas superiores. Visten de marrón claro y desde lejos parecen berberechos colocados en una lata. De pronto empiezan a moverse, en un orden calculado, y salen por una de las puertas. Al rato vuelven a entrar y ordenadamente ocupan los asientos con una disposición distinta. Y así una vez y otra, todo el rato, como si no les estuviera permitido dejar de desfilar ni siquiera durante el partido.

En una de las pausas salta al campo la mascota del equipo, que no es otra cosa que un hombre disfrazado de sacerdote español: un muñeco gordinflón, con sotana y tonsura y boca muy abierta. Después salen las cheerleaders, que lanzan regalos a las gradas más próximas. Como el estadio está en medio del Downtown de San Diego, también vemos los coches que cruzan las calles, y hasta los vagones rojos del trolley que viene y va desde el centro a la bahía. De vez en cuando pasa por encima un avión, entre las gaviotas y palomas, y se escapa entre los edificios altos, camino del aeropuerto, que está también dentro de la ciudad, entre el Downtown y la bahía.
Y entre la algarabía de sonidos, músicas de tres segundos, aplausos, la retransmisión en directo que resuena en los altavoces que hay por todo el estadio, la pantalla gigante aprovecha las pausas para transmitir imágenes aleatorias de la gente que ocupa las gradas: igual que en las películas, llega el momento de enfocar a los novios que se besan, a los niños que alzan la mano saludando, a los que van disfrazados de algo, a los que se quitan la camiseta, a los que se parecen a algún famoso. También está la escena de la pelota que llega a las gradas, y empieza a caer de una a otra, hasta que alguien la coge y se la apropia y la alza como un trofeo. A todo esto, los Padres cometen demasiados fallos y los Sant Louis Cardinals ganan el partido por 5-8 y se llevan la serie. El béisbol es un juego que requiere mucha técnica, que tiene mucho de cálculo y, pese a las continuas pausas, puede resultar emocionante. Pero eso no sale en las películas: como mucho sale el golpe del bateador mulato, de nombre ruso y apellido español, probablemente cubano, que batea fuerte y consigue un home round, y se da el paseo por las bases tranquilo, entre aplausos del público dominguero.

El partido se acaba, pero la película sigue. En el fondo, los americanos deben pensar que su cine es demasiado realista, demasiado costumbrista. La extrañeza que nosotros experimentamos viendo estas cosas, con esa mezcla de compasión y vergüenza ajena que sentimos por ellos, debe de ser para ellos una prueba más de nuestra envidia de sus vidas, de su sociedad perfecta y medida. Pero algo tendrá el agua cuando la bendicen. Aquí hay un modelo económico insostenible, una sociedad contradictoria y a veces violenta, un modo de vida que prima la competitividad y el culto al éxito: pero desde los confines del imperio seguimos lo que hacen y dicen, nos embelesamos con sus historias, adoptamos sin sonrojo sus dietas saturadas de azúcares y grasas, sus espectáculos coloridos, sus ruidos de fondo. Nunca los entenderemos, incluso nos reiremos de ellos, pero hay algo que nos hace que estemos pendientes de sus vidas.

domingo, 24 de abril de 2016

Salvation Mountain y las excentricidades del desierto

Aparte de las maravillas naturales, parques nacionales con los árboles más voluminosos del planeta, desiertos inabarcables, el punto más alto y el más bajo de la parte continental de los Estados Unidos, la frontera más transitada del mundo, playas de ensueño y buen tiempo todo el año, el Sur de California contiene sorpresas y curiosidades que no tienen fin.

En esta costa Oeste surgieron desde los 60 movimientos contraculturales que se expandieron por el mundo. La psicodelia, el clima benigno, la composición multirracial de la población, la distancia geográfica, la magnitud inabordable de la naturaleza, hicieron de este lugar un enclave especial, un lugar con magnetismo, con una potencia que irradia al resto del planeta.

Después de haber paseado entre secuoyas gigantes, de haber atravesado las sequedades criminales del Valle de la Muerte, los acantilados vertiginosos de Big Sur, las paredes infinitas de Yosemite, después de deambular por las cuestas de San Francisco, por las calles enloquecidas de la megalópolis de Los Ángeles, uno piensa que pocas cosas de California ya pueden sorprenderlo. Y basta una simple excursión de sábado para que uno recuerde que en California está contenido el mundo, la naturaleza más salvaje, las obras más excelsas y las excentricidades más fantásticas.

Desde San Diego hacia el este, hacia el interior del continente, hay una carretera que discurre casi paralela a la frontera trazada a escuadra con México. En poco más de una hora se puede pasar de la primavera amable de la costa a las cumbres nevadas, a la aridez de los desiertos de Sonora y Mojave, a las reservas indias, a la atemporalidad de los pueblos del salvaje Oeste. Siguiendo esa carretera sinuosa, entre montañas sobre las que parecen haber llovido piedras grises y redondas, salimos del condado de San Diego y llegamos al condado de Imperial.

El Centro es efectivamente un lugar en el centro del valle agrícola de Imperial, un fértil oasis artificial regado con las aguas robadas al delta del río Colorado. Unas millas más arriba atravesamos Calipatria y algunos otros pueblos de apariencia triste, de calles rectas y muy anchas, polvorientos y sin gente y como olvidados del mundo. Es una llanura inmensa y fértil, con montañas suaves al fondo, no muy distinta de La Mancha o de otras regiones castellanas, con sus grandes extensiones de cereal que ya amarillea, alfalfa recién cortada, plantas altas de patata aún sin flor, altos montones de pacas de heno.

A un lado de Niland, que es un pueblo aún más triste, más polvoriento y más deshabitado, sale una carreterita de asfalto desigual, que lleva al desierto. Hay casas con jardín como las de cualquier suburbio de ciudad americana, algunas de ellas también son iglesias de confesiones cristianas.  De pronto aparece un patio que es una chatarrería, y como tal se anuncia: Yard Sale. Poco a poco van desapareciendo hasta que ya todo es tierra parda y seca, piedras, desierto.

Entre las piedras y los matojos amarillos empiezan a verse autocaravanas, algunas abandonadas y descompuestas, algunas sueltas, como animales solitarios, otras en pequeños grupos. Y de repente una explosión de color en medio del desierto. Un pequeño cerro artificial de colores muy vivos, por el que se pasean turistas con cámaras. Salvation Mountain es una atracción turística. Es la obra paciente y visionaria de Leonard Knight, un vecino de por aquí que dedicó treinta años de su vida a montar este artwork. Es un cerro levantado con tierra, adobe, pacas de paja, y coloreado con miles de litros de pintura de colores. De las laderas del cerro caen dibujos de ríos, casas, bosques, un enorme corazón y el mensaje omnipresente de God is Love, referencias a Jesús y a la Biblia, al pecado y a la fe. En lo alto del cerro hay una cruz blanca, cuya base da una sombra reparadora.

Hace un calor de infierno, y detrás de la cruz sólo hay desierto, secas extensiones planas, y más caravanas sueltas. A un lado del cerro hay una galería con techumbre de ramas y troncos amontonados, junto a puertas de automóviles y objetos improbables, todo coloreado con gracia entre infantil y jipi. Hay pequeños altarcitos en los que se ha acumulado el polvo, y donde la gente ha ido dejando estampas, donaciones, fotos, juguetes. A Salvation Mountain han venido varios grupos musicales a rodar videoclips, entre ellos Coldplay. Sean Penn grabó escenas de una película que él escribió y dirigió. Se han hecho documentales sobre el lugar y sobre el proceso de creación, hasta que el artista murió en 2014. Frente a la montaña hay varios coches y camionetas, y también una barca, igualmente coloreados, polvorientos, repletos de mensajes que incluyen las palabras Jesus o Bible o Love. Han colocado una placa de alguna asociación cultural esta misma mañana. Hay también un tenderete azul bajo el que descansa una mujer gorda y de agradable conversación, que regala agua helada a los visitantes. Nos da las gracias por venir a ver la gran obra de aquel visionario, y nos anima a que visitemos el pueblo que está una milla más adelante, donde en verano se celebra un festival de música.

De camino al coche vemos aparecer por la carretera un autobús jipi. Un auténtico autobús jipi con jipis de verdad. Lleva las puertas abiertas, el conductor parece Bob Marley, junto a la palanca de cambios crece una tomatera, y varias macetas llegan hasta la escalera de salida. Por la otra puerta, cuando bajan dos jipis descalzos y con perro por los hombros, se ven unas cabinas de servicios, una cocina con cestos con naranjas, y más macetas que llegan hasta el cristal trasero. Una chica joven con la piel muy blanca, muy delgada, descalza y con poca ropa, se baja del autobús para ayudar al conductor a dar la vuelta, saluda cariñosamente a todos los espectadores que miramos, y se vuelven por donde han venido, con el bamboleo del jardín itinerante por la carretera.

Lógicamente, los seguimos. Hay señales pintadas a mano que dan la bienvenida a Slab City, y un árbol seco con cientos de pares de zapatillas colgando de las ramas. Slab City no es una ciudad, sino un verdadero poblado jipi. Ahora entendemos que las caravanas que veíamos dispersas por el desierto pertenecen a una población más o menos estable. Más señales pintadas a mano indican el camino hacia la biblioteca o el museo. Las caravanas están en medio del desierto, bajo un calor sofocante, y conforme nos acercamos al museo empiezan a amontonarse chatarras de toda procedencia y condición. Las calles son de tierra, y están delimitadas por botellas de vino o de cerveza clavadas en el suelo.

El museo es una exposición de chatarras recicladas, al aire libre, que haría las delicias del más excéntrico de los surrealistas. Está a medio camino entre un vertedero y una muestra artística con fondo político. El grado de elaboración es tan sofisticado como el desorden natural de ideas y cacharros. Restos de neumáticos forman un elefante. Decenas de televisores se amontonan en una gran pantalla con mensajes que desenmascaran la manipulación de los medios. Cristales clavados en el suelo forman espirales fantásticas. Un coche está tachonado hasta la última pulgada de chapas y adornos, y del techo sobresalen piernas cortadas de maniquíes. Varias veletas de chapas de cualquier origen giran con rabia y ponen banda sonora a la exposición. Hay una casita de madera con jardín medio enterrada de lado, como sobreviviente de una inundación. Objetos sueltos están dispersos entre las muestras, con una lógica secreta o absurda: máquinas de escribir, latas de aceite, llantas, zapatos altos de tacón, microondas, y todo cuanto uno pueda encontrarse en una planta de reciclaje.

En Niland hay un solo lugar donde comer una hamburguesa o un burrito. Familias de turistas o grupos de neojipis llenan el pequeño restaurante. De vuelta rodeamos la esquina sur de Salton Sea, que es un antiguo mar desecado durante milenios, una gran depresión por debajo del nivel del mar, que en 1905 se llenó de agua por una inundación accidental de aguas del río Colorado. Hoy es un centro de atracciones turísticas acuáticas y también una parte de la rica comarca agrícola que se beneficia de las aguas del gran río. Atravesamos más pueblos tristes de la llanura, la llanura verde de remolachas, patatas, cebollas, alfalfa y cereal, surcada de acequias por las que corre rápida el agua. Varios labradores con mono azul o gris caminan por las lindes con un azadón al hombro. Cientos de garzas cuelgan de las ramas de los árboles de una hacienda. Avionetas sobrevuelan campos de girasoles, que dan la espalda a la luz del sol poniente.

Hemos pasado de la playa al desierto y de la psicodelia a los pueblos medio abandonados del Oeste y de ahí al olor primitivo del campo labrado y rebosante de agua. Ya de vuelta en el condado de San Diego, de noche y con luna llena, nos inspecciona una patrulla fronteriza, que hace controles aleatorios cerca de la valla, en alguno de los puntos entre la montaña y el desierto por donde debe de andar cruzando gente a cualquier hora. Un guardia nos ciega con su linterna, el otro es cordial y nos deja pasar, dice, porque la semana pasada estuvo en Málaga y le gustó mucho la Costa del Sol. El Oeste nunca se acaba: California es infinita.