miércoles, 17 de abril de 2019

Camino Lebaniego. Etapa 4: Cicera-Potes-Santo Toribio de Liébana

Al salir de Cicera comienza una larga y hermosa ascensión por los entresijos de un bosque de robles y tejos. Adelanto en las primeras cuestas a los primeros peregrinos madrugadores. Entre las vueltas y revueltas del terreno, brincando entre rocas redondas cubiertas de musgo y raíces retorcidas, me sorprende un movimiento múltiple por donde no lo esperaba: un grupo de cabras silvestres vienen trepando por la ladera y se cruzan conmigo sin hacerme mucho caso a la altura del estrecho camino. Continúo ascendiendo entre la niebla de las nubes bajas, que acorta el paisaje y le da una apariencia fantasmagórica, con las formas atormentadas de las ramas desnudas de los robles centenarios. Al cabo de dos horas empiezo a bajar hacia el otro lado de la montaña, por debajo de la línea de nubes, donde el sol se abre paso contra las paredes de las pedrizas. 

Abajo está Lebeña. Un pequeño pueblo de casas de piedra con tejados ocres. Un muchacho joven está cortando hierba junto a un muro de piedra con una de esas máquinas de ruido ensordecedor. Lleva una máscara, con una mano maneja la máquina y en la otra sostiene un cigarro encendido. Le pido consejo sobre la ruta a seguir, pues a partir de este punto hay dos variantes: una aparentemente peligrosa por la montaña, otra que da un rodeo bastante largo, saltando el río y subiendo hasta Allende y Cabañes. Bajo a ver la ermita de Santa María de Lebeña, un coqueto edificio de arcos mozárabes con torre exenta, más hermoso aún contra el fondo de vegetación, pedrizas y el cielo de un azul intenso surcado por nubes gordas. Como casi siempre, hay una vía intermedia: la carretera discurre varios kilómetros sobre el río Deva, pero es muy estrecha, pues aprovecha el trazado sinuoso del desfiladero de La Hermida. Con precaución, echo a andar por el desfiladero y de paso le gano varios kilómetros a la etapa. 

Al salir del desfiladero, una agradable senda en cuesta lleva a Castro Cillorigo. A la entrada de la aldea hay una fuente y un antiguo lavadero. Dejo la mochila contra el muro y de repente siento otra presencia múltiple que me sobresalta: a pocos metros, las primeras vacas de un amplio rebaño que baja del pueblo se han parado a mirarme y hacen amago de querer acercarse. Detrás aparece una perra que las reconduce y una pastora adolescente que responde al saludo sin volver la cabeza. Me enjuago y bebo en la fuente y cuando me pongo en marcha la muchacha y la perra vienen de vuelta: ya las vacas conocen el camino. Siguiendo el trazado del río Deva, paso por delante de una ermita, por amplios prados donde pacen vacas y caballos, y voy dejando atrás las altas peñas y pedrizas. Por delante, un fondo de cumbres blancas enmarcado por lomas verdes, y una senda agradable y soleada a la vera del río hasta llegar a Potes. 

En la oficina de turismo de Potes, que es una antigua iglesia, me dan las llaves del albergue, cuyas habitaciones están por debajo del nivel de uno de los puentes, justo en pleno centro del pueblo. Desde la cama puedo ver el ojo del puente, la gente que pasea, el agua rápida del río y la torre el Infantado. Me da tiempo a subir al mirador de la torre y disfrutar de las vistas espléndidas: montes verdes rodeando el pueblo, la iglesia, las casas ordenadas del centro, las terrazas de los bares que empiezan a llenarse de gente, el curso del río. En los seis pisos de la torre hay una magnífica exposición sobre el Beato de Liébana, sobre los códices ilustrados que forjaron esta tradición de comentarios al Apocalipsis de San Juan. Uno de los primeros propietarios de esta torre fue Íñigo López de Mendoza, el Marqués de Santillana, que por estos lares situó esos encuentros eróticos con pastoras y labradoras en sus serranillas. 

Enfrente de la torre me doy un homenaje de cachopo y vino tinto local y después subo, ya sin mochila, los tres kilómetros que separan el pueblo del monasterio de Santo Toribio de Liébana. Éste es el final de la peregrinación y, al igual que en Santiago de Compostela, venden una certificación, la Lebaniega. El monasterio está remodelado y ocupado por monjes franciscanos. El templo es modesto, no demasiado grande. En las paredes del claustro unos paneles informan sobre la vida de Santo Toribio, un obispo de Astorga que en el siglo V viajó a Jerusalén y se hizo cargo algunos años de la iglesia del Santo Sepulcro. De allí se trajo el lignum crucis, el que pasa por ser el trozo más grande del madero en el que fue crucificado Cristo. Otro Toribio, de Palencia, fundó el monasterio, y Beato de Liébana vivió aquí y aquí compuso su obra hoy perdida, y aquí se supone que un Jueves Santo de finales del siglo IX esperó junto a algunos fieles el fin del mundo. 




Recojo mi Lebaniega en la oficina donde venden recuerdos. Un monje vestido con su hábito me pregunta por mi viaje. Tiene un acento vasco tan exagerado que parece que buscara un efecto cómico. Caigo en la cuenta, al leer un cartel, de que precisamente hoy, 16 de abril, es el día de Santo Toribio. Desciendo los tres kilómetros de cuesta y aún me resta tiempo para visitar la iglesia y una exposición sobre menhires en tierras de Cantabria. En el albergue encuentro a algunos de los peregrinos con los que coincidí anoche: los mexicanos y el costarricense cogieron un taxi en Lebeña para poder llegar a la misa de las doce en Santo Toribio, en la que exponen el lignum crucis. Ellos y los demás terminan aquí su peregrinación, y partirán mañana. Yo también partiré, pero para continuar la peregrinación en sentido inverso, hacia el sur, por la Ruta Vadiniense, si puedo hasta llegar a León.

martes, 16 de abril de 2019

Camino Lebaniego 3: Serdio-Cicera (37km)


Amanece en Serdio. Una de las peores cosas que puede pasar en un albergue es que haya varios individuos que ronquen. Y que esos individuos estén cerca de la cama de uno. He pasado la noche en blanco, como casi todos los peregrinos de la sala. Unos se desesperaban más, otros menos, otros caían vencidos de agotamiento, otros escuchábamos la radio. Poco después de las siete de la mañana, todos los peregrinos se dispersan.


Está amaneciendo por detrás de las cercas de piedra seca. En el primer cruce de caminos aparece la bifurcación: Camino a Santiago hacia el oeste, Camino a Liébana hacia el bosque interior. Por fin camino, por fin piso la tierra, después de dos días de asfalto. Bajo una cuesta larga entre bosques hasta dar en Muñorrodero. Casas de piedra terrosa con porches abiertos. En la carretera, junto a una cafetería cerrada, un pequeño autobús recoge a unos adolescentes. El autobús se detiene, retrocede, el autobusero se baja y me advierte de que no debo esperar, que esta cafetería la suelen abrir muy tarde. En la marquesina de la parada hay fijado un cartel con mapas que explican en varios idiomas las distintas variantes del asturiano, y acaba resumiendo: "Cántabru: Una lingua d'iyer, de hui, de mañá y del juturu".


Junto a un puente de madera se inicia una hermosa senda fluvial, que recorre muchos kilómetros y curvas del río Nansa. En algunos tramos es necesario caminar por pasarelas de madera muy nuevas y cuidadas. El paseo es agradable, duro a ratos. En esta soledad, los sentidos se ajustan a los estímulos más potentes que pueden existir: el olor a humedad selvática, el rumor de las aguas ligeras. Hay un punto de ejercicio místico en esta tarea inútil de caminar por los montes y caminos. "Converso con el hombre que siempre va conmigo, / quien habla solo espera hablar a Dios un día". También de Antonio Machado, a través de Juan de Mairena, hemos aprendido que la educación física es precisamente esto: no la repetición de ejercicios mecánicos o competitivos, sino el gusto por salir al campo incluso una mañana de invierno, por el mero placer de caminar y ejercitarnos el cuerpo y el alma.

Estoy siguiendo las flechas rojas, pero no siempre está claro para dónde tirar. En un cruce confuso me desvío de la senda fluvial y empiezo a subir por caminos rurales. Tres perros vienen bajando cuesta hacia mí. Detrás de ellos viene un señor en tractor con una cuba de agua. Me da indicaciones y los perros lo siguen. Antes de llegar al cruce de la carretera, otros dos perros me salen al paso ladrando. Como me da tanto miedo, lo único que hago es escudarme en la mochila y seguir adelante sin hacerles caso. Llego al pueblecito de Camijanes, donde hay dos bares cerrados, una fuente de agua sin garantías sanitarias y un mirador hacia el valle y las montañas. Cuesta abajo, llego de nuevo al cauce del río y cruzo un puente a la altura de Cades.

Subo por una carretera apenas transitada. El paisaje es hermoso: prados llenos de flores amarillas, peñas muy altas y grises recortándose contra el fondo azul del cielo. Todavía sin beber agua, llego a una venta con varias casas de piedra, aperos de labranza al aire, vacas estabuladas, gatos que duermen sobre la carretera. Pregunto a un señor mayor que descansa apoyado en el pretil de la carretera. Le pregunto por una fuente. Sólo cuando me responde caigo en la cuenta de que es ciego: "¿Pa dónde vas?". Me dice que de camino a Sobrelapeña hay una fuente, pero jamás la encuentro. Sin previo aviso, enormes nubes se cuelan rápidas entre las peñas y empieza a chispear.

Cuando arrecia la lluvia estoy ya en el cruce a unos cientos de metros de Quintanilla, donde me refugio y repongo fuerzas con un caldero de garbanzos con chorizo y cabrito al horno. Deja de llover y atravieso Sobrelapeña, cuatro casas con establos y vacas y una iglesia en lo alto de un cerro. Sigo ascendiendo, llego a Lafuente. Un cartel junto a una iglesia románica promete que existe un albergue, pero ha empezado a llover y soy incapaz de verlo. Sigo ascendiendo, atravieso otra aldea de casas de piedra y vacas, Burió, y después una larguísima senda empinada junto a prados cercados con vacas y caballos.

Deja de llover, comienzo a bajar por caminos embarrados. Mirando hacia arriba, sobre el perfil de la montaña, justo debajo de las nubes, la sombra perfecta de un caballo. Al fin los tejados ocres de Cicera. Al entrar al pueblo me atacan tres perros, y no tengo otra forma de espantarlos que gritándoles. Un señor muy mayor y enjuto con una boina viene a llevárselos, y me lleva a mí al albergue. Queda una plaza libre. Un rato después se desata el diluvio.

Por la noche nos arracimamos junto a la chimenea en el único bar del pueblo, que está en la antigua escuela. El dueño ha caminado ocho veces a Santiago con su perra lanuda. Hay una pareja de mexicanos que viven en Los Ángeles vendiendo comida que elaboran ellos mismos. Tamales, chilaquiles, cochinita pibil, elote: de repente me vuelve todo un mundo tan propio y ya tan lejano. Hay también un muchacho costarricense que es algo así como un ordenado seglar, y que ha peregrinado a todos los lugares santos de la Cristiandad. También una maestra toledana que ha tomado la determinación de no volver a trabajar en septiembre e iniciar en algún lugar de Asia una vuelta al mundo. Su amiga tiene la historia más triste: hace tres años visitó con su marido Santo Toribio de Liébana y hasta tocaron el lignum crucis, se prometieron volver peregrinando el año siguiente, pero quince días después el marido murió de forma repentina, y sólo dos años más tarde ella ha podido reunir las fuerzas para cumplir la promesa de llegar caminando a Santo Toribio. La antigua escuela de Cicera es un lugar agradable, cálido, hogareño. Afuera en las calles no hay apenas luz, sólo ranas saltando y caracoles que crujen bajo nuestros pies. Estamos en mitad del monte, en mitad de la noche, en mitad del silencio. A veces uno no puede evitar sentirse en las fronteras de la irrealidad.

lunes, 15 de abril de 2019

Camino Lebaniego. Etapa 2: Santillana del Mar-Serdio (42 km)

Antes de que se haga de día, el albergue ha quedado vacío. Santillana es más hermoso sin gente, sin más luz que la de las farolas, sin más rumor que el del agua de las fuentes. Anoche, bebiendo una botella de sidra, un alemán de edad y rostro quijotescos me contó que lleva ocho años haciendo todos los caminos posibles: empezó por caminar desde su ciudad, en el centro de Alemania, hasta Santiago, y ya no ha podido parar. Me hablaba, en un español pedregoso, del Camino Primitivo, del Camino Olvidado: "Quiero hacerlos todos". Amanece detrás de mí mientras camino solo por carreteras sin apenas tráfico. En una aldea encuentro dos bares cerrados. En uno de ellos, un extraño letrero reza: "Todos los potajes se elaboran en olla ferroviaria". De vez en cuando, a mano derecha se ve el azul lejano del mar, más allá de los acantilados. A la izquierda, más allá de las vacas tranquilas, las montañas nevadas.


Llego a Cóbreces. Un tractor que tira de un remolque con balas de paja se incorpora a la carretera. Junto a la fachada con columnas de una casa abandonada, pastan varios carneros de lana lacia. Hay una iglesia roja de dos torres, de apariencia modernista, junto a un monasterio reformado. La única cafetería del pueblo es una tienda de abarrotes con una máquina que sirve cafés a un euro. Yo vengo en mangas de camisa, y lo mismo dos peregrinos franceses que conversan en la terraza, pero el tendero me dice que tiene que tanto frío que no se puede quitar la cazadora. En la puerta hay una pizarra con un letrero en letras rosas que suple todas las demás carencias: "Have a nice Sunday" ¡Feliz domingo! A menudo las grandes empresas nacen de oportunidades pequeñas (Demóstenes)".


Un kilómetro más abajo está la playa. Al final de la calle, entre bloques de acantilados, el mar Cantábrico entra tímido pero constante en una ancha playa de arena cobriza. A los lados, enormes piedras pulidas cubiertas de musgo. El agua está helada. Un señor mayor pasea sus dos perros por la anchura de la playa. Una pareja conversa en un punto muy alejado del agua. Hay un gran aparcamiento y dos bares cerrados, esperando mejor momento en otra estación. Una larga cuesta permite disfrutar de la ensenada entre la bruma. Sobre el acantilado, otra vez a un lado el agua y al otro los prados sobre los que tintinean los cencerros de vacas y caballos.


Al entrar en Comillas, el arco de piedra de una finca tiene sus puertas abiertas al mar. El Camino sigue hacia el interior del pueblo, la iglesia de fachada sucia, las plazas que empiezan a llenarse de turistas, El Capricho de Gaudí bajo un dosel de nubes bajas que hacen surcos, un largo paseo hasta la ría de La Rabia. Hasta San Vicente de la Barquera, un largo sube y baja por la carretera próxima a los acantilados: un campo de golf, un cámping junto a la playa lleno de domingueros, vacas y más vacas en las laderas, surferos dentro y fuera del agua, matrimonios maduros paseando por la arena. Cruzo el puente sobre la bahía y paso de largo por San Vicente.


Un agricultor me indica cómo llegar a un lugar donde comer antes de acabar la etapa. A partir de aquí no habrá ciudades, ni siquiera bares o cafeterías en las aldeas. Después de muchas vueltas y cuestas, llego a un cruce donde se adivinan las mágicas palabras: Restaurante El Parador. Llevo muchas horas sin comer ni beber, sólo caminando. Considero que si llevo doce euros en el bolsillo soy bastante rico, así que vengan el marmitako de atún, el rabo de toro, el tinto regulero que con gaseosa entra. La parroquia es local. Entran saludando, incluso al forastero: unos salieron ayer en bici por estos cerros, otros están limpiando el pajar y vienen a hacer un descanso, otros cuentan por turnos chistes de vascos. Imposible escuchar un "le" o un "la" que estén en su sitio.

En estado de euforia sigo caminando y llego a La Estrada y a Serdio. En las antiguas escuelas está el albergue. Un hermoso rostro femenino ocupa toda la pared visible. Hay muchos peregrinos extranjeros y descalzos que están preparando pasta. Me reciben con abrazos. Bajo con ellos y los acompaño mientras comen. Unos alemanes discuten con un italiano, y finalmente un canadiense muy mayor y muy simpático queda contando algo de cuando estuvo de soldado en Alemania y Checoslovaquia durante la guerra fría. El pueblo no tiene más que un bar, una iglesia cuya torre sirve de límite a la pista de baloncesto. La hospitalera me advierte de que lleve dinero en efectivo: "A partir de aquí, y hasta Potes, sólo pueblucos". En Serdio se separan el Camino que lleva a Santiago de Compostela y el Camino Lebaniego. Dejo el mar, avanzo hacia el interior.

domingo, 14 de abril de 2019

Camino Lebaniego. Etapa 1: Santander-Santillana del Mar (40 km)

Mi sombra es demasiado alargada aún a la salida de la ciudad. Una ancha avenida con gente madrugadora, un hospital, un polígono industrial y por fin el campo verde, casas junto a la carretera y una iglesia en lo alto de una peña en Peñacastillo, vueltas en torno a las vías del tren hasta dar con pedanías convertidas en urbanizaciones muy nuevas a un paso de la capital, siempre con el fondo de los picos aún nevados de la sierra.

Hay un extraño silencio en el ambiente. La gente no grita, por momentos sólo se escucha el cencerro lejano de las vacas, el paso lento de los coches. En una de las pedanías recién urbanizadas, Mompía, paro a tomar un café y un sobao. En la cafetería, bien de mañana, suena música caribeña muy bailonga. Leo un periódico cántabro bastante voluminoso y bastante conservador. Decenas de páginas centrales están dedicadas a fotografías de un evento social de Santander que no acabo de entender. Hay muchísimas esquelas. No puedo entender nada de lo que leo: demasiado local, demasiado vacío. Antes de irme me han taladrado el oído unos cuantos leísmos punzantes. "Quédatele". Qué lejos mi propio idioma. Es una distancia temporal, más que geogrageog: me parecería que estoy hablando con Lope de Vega, o peor aún, con Per Abbat, el escribidor del Cantar de mio Cid.

Pasado Boo de Piélagos hay un desvío largo y redondo por un paseo verde muy agradable siguiendo el curso de un río. Todo es verde y esplendoroso. Las vacas y los caballos pacen en pequeñas parcelas acotadas. Dos hombres discuten con maneras suaves con un joven que ha cortado el agua a las vacas antes de lo debido. Las indicaciones de Puente Viejo llevan a un puente medieval de piedra sobre el río Arce. Un paisano se ofrece a hacerme una foto y, tras varios intentos fallidos y dejar caer mi móvil al suelo, a unos centímetros del vacío, consigue retratarme. Faltan flechas e indicaciones, pero desde Oruña el Camino vuelve seguir el rumbo del oeste.

Después de atravesar prados y montes verdes, mundos solitarios de vacas tranquilas, y tras creerme perdido, llego a un pueblo de interior que se llama Mar. Es un bar de trato familiar, de clientela local y frecuente. Un matrimonio que no hace mucho fue joven bebe cervezas y mira  atentamente un programa de preguntas rápidas en la televisión. El volumen es demasiado alto y los comentarios demasiado chabacanos, pero los clientes que miran la televisión están entusiasmados, y hasta participan con más comentarios. Encuentro prensa nacional atrasada y me reencuentro con algunas firmas sabias. Leo un delicioso artículo de Vargas Llosa sobre la traducción de Fray Luis de León del Cantar de los Cantares. Un joven le pide el mando a la dueña del bar y pone reguetón a un volumen muy alto. Me encomiendo a Fray Luis y huyo hacia el silencio de los montes verdes.

Vacas, chalés cuidados, tractores que están cosechando alfalfa. Acercándome a Santillana del Mar, quemado por un sol que no esperaba, voy mirando las ondulaciones verdes de la izquierda y pienso que hace 50.000 años probablemente la orografía de estas montañas no sería muy distinta de la que ahora veo: en vez de vacas, correrían por aquí manadas de bisontes, y unas mentes inquietas de hombres y mujeres que en algún momento se escondían en cuevas para dibujar entre llamas el prodigio artístico de Altamira.


En Santillana del Mar, calles de piedra atestadas de turistas, un turismo familiar y tranquilo, casi silencioso. Edificios monumentales de piedra, visita a un museo sobre las mascaradas de los vijaneros de Silió. El Parador de Turismo lleva el nombre de Gil Blas, el personaje de una novela picaresca francesa del siglo XVIII. En el albergue hay pocos peregrinos, españoles y alemanes, que empiezan a acostarse antes de que la última luz se vaya.

sábado, 13 de abril de 2019

Camino Lebaniego. Etapa 0.

La primavera de Bruselas es cambiante y antojadiza. De un día para otro, volvemos de la manga corta al abrigo gordo, de las tardes de niños abarrotando los parques al viento frío fuera de estación. Por la mañana estoy comentando un texto en el que John Locke defiende como uno más de los derechos naturales del ser humano la propiedad privada, y un rato después estoy aterrizando en la bahía de Santander, bajo un sol amable y plácido, dueño de un país entero por recorrer. De repente el sol luce más y los precios han caído a la mitad. Hay una ciudad civilizada y silenciosa afuera, mucha gente que camina, un ambiente tranquilo y casi veraniego.


Paseando primero junto a la catedral y luego por la bahía hacia la Magdalena, puerto y playa y atardecer, me vienen a la cabeza los primeros versos del poema de José Hierro "Llegada al mar": "Cuando salí de ti, a mí mismo / me prometí que volvería. / Y he vuelto. Quiebro con mis piernas / tu serena cristalería". Sin darme cuenta, y sólo lo veré después, he pasado por delante del extraño monumento que la ciudad de Santander dedica al poeta: una serie de láminas paralelas de metal en cuyos huecos se dibuja, si se mira de frente, el rostro de José Hierro. Hay un aire lánguido en el ambiente: Santander se me figura una de esas vetustas y heroicas ciudades que suelen dormir la siesta.

Casi no puedo esperar a la mañana de mañana para salir de nuevo rumbo al oeste. Caminar es el ejercicio que nos coloca en la medida exacta del ser humano. Cada vez soporto menos los autobuses, me mareo en los asientos traseros de los coches, me agobia el servilismo de los aviones. Caminar nos da la medida exacta de nosotros mismos, de los tiempos y medidas que somos capaces de abarcar, en nuestra pequeñez. Inicio una semana de Pasión con la única pena de que no pueda alargarse más estaciones. Otra vez con la mochila al hombro, regresando al viejo vicio del caminar solitario.