Tiene una resonancia más aventurera, más intrépida, la
expresión en inglés, road trip, que
nuestro aparentemente tedioso viaje por
carretera. Aceptamos términos anglosajones que son traducciones de nuestras
rudas palabras castellanas como si en la traducción estuviera ya incluido el
componente de aventura, de episodio inolvidable, de descubrimiento.
Es cierto que
las dimensiones de la geografía norteamericana se prestan a esa nota
aventurera, y la literatura y el cine de este país han hecho mucho por
inocularnos ese deseo de conocer el ancho mundo y de conocernos a nosotros
mismos a través de un gran road trip.
Y sin embargo
el viaje comienza con los gestos más cotidianos: cerrar el maletero, ajustar el
GPS en el parabrisas, encajar el café en el posavasos, poner los discos y el
teléfono a mano, parar ante el semáforo, encarar la autopista 5. La autopista 5
recorre toda la costa norteamericana, desde San Diego hasta Canadá, y sigue en
gran parte el trazado primitivo de El Camino Real, que diseñaron los frailes
españoles. Uno podría estar semanas conduciendo sin parar, sin que se acabara
la misma carretera.
El primer día
de otoño hace en el sur de California un calor sofocante. Por carreteras de
cuatro, seis, ocho carriles por cada sentido, salgo de San Diego, y por el
clima, el paisaje y la nomenclatura es difícil creer que uno no se encuentra en
la meseta castellana o la costa mediterránea: La Jolla, Del Mar, Solana,
Encinitas, Las Pulgas, San Onofre, San Juan Capistrano, San Clemente, Santa
Ana. Todos son nombres que me devuelven a nuestra geografía, a episodios
improbables de marineros barbudos, curtidos en todos los mares, que fueron
poniendo nombre a las cosas como si el mundo se inaugurara con sus pisadas por
estos cerros.
El océano
Pacífico aparece y desaparece a mano izquierda. A la altura de San Onofre,
donde hay una central nuclear entre la carretera y el mar, encuentro de repente
un nombre que me trae una referencia más próxima: Basilone Road. Es la
carretera con la que se recuerda al marine John Basilone, héroe de la segunda
guerra mundial por sus acciones en la batalla de Guadalcanal, que renunció a su
fama y privilegios para volver a primera línea de combate, y fue muerto en la
batalla de Iwo Jima. La vida de este hijo de emigrantes napolitanos, que
recibió las más altas condecoraciones del ejército norteamericano, es una de
las historias que relata una de las mejores series que se han hecho jamás sobre
la segunda guerra mundial: The Pacific.
Es una pesadez
atravesar Los Ángeles, uno no sabe el tiempo que transcurre desde que las
autovías empiezan a entrecruzarse, barrios y barrios, infinitas señales
verticales de centros comerciales, coches y camiones que parecen estar huyendo
de una invasión o de un ataque alienígena, en estampida desordenada hacia todas
las direcciones, como hormigas sobre las que acaba de pasar un pie destructor.
Al otro lado
de Los Ángeles hay cerros secos, algún pantano muy vacío, cañones hondos sobre
los que cuelgan los puentes de la autopista, que ya se ha hecho de dos carriles.
Al torcer una curva, aparece de repente, vista desde arriba, la gran llanura
central, la rica zona agrícola que rodea Bakersfield. Viñedos recién
vendimiados, maizales y almendros colorean el paisaje entre rastrojos enormes.
Los almendros, los olivos, los nogales, son de dimensiones tan grandes que sus
copas llegan a juntarse y se cierran como en un bosque ordenado.
Hay carteles a todo lo largo de
la autovía que hacen visible el principal problema que sufre California estos
días: la sequía. Food grows where water
flows. Crece la comida donde corre el agua. No Water: No Jobs. Sin agua no hay trabajo. Aunque la forma de
obtener el agua para el riego sea distinta, las reivindicaciones de los agricultores
californianos son las mismas que las de España: un cartel que se repite cada
pocas millas pone sobre la imagen de un niño la pregunta: “¿es alimentarse
desperdiciar agua?”. Otros piden agua antes que trenes. Otro cartel, más
desesperado o más contundente, dice en grandes mayúsculas: Pray for rain, Reza por la lluvia.
Todo el valle de San Joaquín es
una zona llana, con grandes explotaciones agrícolas en las que reposan como en
una exposición grupos de tractores, algunos de ellos con seis ruedas. Atravieso
Visalia, Fresno y Madera, y me desvío antes de llegar a Merced. Cerca de Madera
grandes máquinas están cosechando el maíz, y los camiones y los agricultores
hacen cola junto a los almacenes, charlando, esperando que les toque antes de
que se ponga el sol.
Entro en el condado de Mariposa y
empiezan los secarrales, montes pelados, alguna cafetería destartalada en medio
de una carretera con muchas curvas, un pueblecito que pretende ser del viejo
Oeste, y finalmente los bosques de pinos y encinas que preludian el Parque
Nacional de Yosemite. Mariposa es un pueblo pequeño, coqueto, tranquilo, con
muchos turistas. Allí me esperan amigos, después de casi ocho horas en la
carretera, y tras una vuelta de reconocimiento pasamos a una cervecería,
Prospector, donde nos sirven la cerveza de la casa. Ellos, el reencuentro, la
cerveza oscura y la conversación al atardecer, son el premio al final de la
carretera. Una parada necesaria en el road
trip por el interior de California.
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