En nuestro mundo estacional, septiembre es
siempre el comienzo, el reencuentro con la normalidad, la vuelta a los horarios
establecidos, a los quehaceres obligatorios, a la programación habitual en la
tele o en la radio. Septiembre era la vendimia, los ruidos contundentes de las
bodegas en las noches por fin frescas, el olor dulce del mosto encajado en las
calles del pueblo durante semanas. Septiembre eran las tardes tranquilas, la
recuperación de la normalidad forzada, la sensación de poder disfrutar de las tardes cálidas que, como horas contadas, le robamos todavía al verano.
Ahora
septiembre es un punto más en el calendario. La vendimia californiana y los
olores del vino nuevo quedan muy al norte de San Diego. El agosto laboral pasó,
y con él el reajuste al modo de trabajo americano. En medio de la
desacostumbrada intensidad de agosto tuve huéspedes queridos: durante un mes mi
hermano y un amigo con el que casi he recorrido el mundo estuvieron de visita.
Una corta experiencia mexicana, intensas jornadas vespertinas o de fin de
semana por recorridos urbanos y por el rico entorno de playas y acantilados, de
bosques y sierras del condado de San Diego, han añadido experiencias
gratificantes a la vorágine laboral. Para ellos todo el resto del tiempo ha
sido el movimiento continuo, el descubrimiento sin respiro de ciudades al norte
y de los grandes parques nacionales de California y Arizona. Sentí no estar con
ellos en el amanecer que coloreaba los recovecos del Gran Cañón del Colorado,
pero igual disfruté del relato cuando volvieron a mi campamento base.
También
han restado horas de sueño, que el café insípido americano, aguado y constante,
ha tratado de suplir. Y la misma mañana que cumple un año mi experiencia
americana me despido de ambos y en el último abrazo se va la promesa de nuevas
visitas, que más temprano que tarde espero recibir. Uno ha aprendido que las
despedidas deben ser rápidas, y gracias a la tecnología uno ya no se despide
del todo, sino que emplaza a quienes quiere a la próxima conversación, que quizá
se dilate en esas brumas de cotidianidad que llegan con el mes de septiembre.
Se
quedó a medias la botella de chardonnay de Kenwood, condado de Sonoma, de la
última cena, y brindaré mañana contra sus copas vacías para apurarla. De modo
que septiembre también traerá algo de normalidad: los muebles volvieron a su
sitio, los horarios se irán ajustando. Al salir de clase me paso por la
biblioteca y hago acopio de películas y libros. Empiezo con avidez la brevísima
Introducción a la literatura
norteamericana que Jorge Luis Borges preparó junto a Esther Zemborain.
Sumergido en el ambiente puritano de los orígenes, las múltiples facetas de
Franklin, la frontera de Fenimore Cooper, los viajes de Washington Irving, la
culpa de Hawthorne y la melancolía de Poe, me sorprendo tomando notas: ahora sí
siento que ha llegado la normalidad.
Casi
por casualidad, acabo la noche en un lugar con nombre simbólico, pues en el
barrio de Bonita, la combinación con la palabra que los americanos utilizan
para designar a los centros comerciales resulta hermosa y hasta respeta la
concordancia: Plaza Bonita. El restaurante tiene nombre ligeramente italiano, y
dentro hay una sala con banderas de España y de México, jamones y botas de vino
colgando sobre la barra, y las paredes repletas de carteles taurinos.
El albariño endulza
la familiaridad de la conversación a varias voces, voces de acá y de allá que
hablan sobre todo de lo que nos une. Hay varios quesos de cabra deliciosos, hay
uvas recién vendimiadas, pero es el primer bocado de jamón serrano el que
despierta un repentino e inesperado sentimiento de nostalgia. Aquí también las
noches son ya frescas, la luna empezó a menguar ayer, y hoy empieza la vuelta a
la normalidad que solía traer septiembre.
¡Qué recuerdos!, tanto de allí como de aquí. Sin duda septiembre, el otoño y las reuniones de amigos con una copa de vino, hacen que la vida merezca la pena. Jejeje.
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