La serie norteamericana Falcon Crest
se emitió durante nueve temporadas, a lo largo de toda la década de los 80. En España todo el mundo la siguió, todo el mundo recuerda a sus personajes, sus tramas, sus lujos, sus mansiones. Más
de doscientos episodios en los que no sólo se dieron a conocer al mundo las
intrigas de la familia Gioberti, los tejemanejes de la malvada Angela Channing
para controlar las propiedades familiares, sino también los viñedos
californianos.
Existen viñas
en California desde que los frailes españoles empezaron a plantarlas en cada
misión, con el fin de tener vino para sacramentar. Y ya a mediados del siglo
XIX empezó a producirse vino de forma comercial, aunque en los años 20 la
mayoría de las bodegas y viñedos fueron abandonados por culpa de la Ley Seca.
A finales de
los 70 los vinos californianos, especialmente los de la Costa Norte, empezaron
a ser reconocidos en el mercado internacional, y no en vano el ficticio Valle de
Tuscany de Falcon Crest es en
realidad un trasunto del Valle de Napa, a una hora al norte de la ciudad de San
Francisco, donde efectivamente se rodó la serie. Aunque también se produce vino
en la Costa Central, en el Valle Central, y algo en la Costa Sur, las
bodegas del norte de California son las que hoy gozan de fama mundial.
Un día de
finales de septiembre salimos de San Francisco rumbo al norte, cruzamos por uno
de los puentes al otro lado de la Bahía, y nos adentramos en el Valle de Napa.
Entre dos cordilleras suaves, el valle se extiende desde la ciudad de Napa
otros casi cincuenta kilómetros hacia el norte. Como todo está muy bien
dispuesto para el turismo desde hace décadas, se puede hacer un recorrido de
ida por la Route 29 y el de vuelta por el Silverado Trail, o viceversa, las dos
carreteras que recorren el valle al pie de cada cordillera. El Valle de Napa
recibe cada año cinco millones de visitantes, por lo que tanto las grandes bodegas,
como Robert Mondavi, Berdinger o Charles Krug, como las más pequeñas, disponen
de instalaciones y recursos para ofrecer al visitante lo que el visitante viene
buscando.
A pesar de
estar más al norte de San Francisco, en este valle, como en el valle de Sonoma que
se extiende al oeste, paralelo al de Napa, la temperatura es más cálida, por
estar protegidos de las corrientes oceánicas por las montañas. Atravesamos
Napa, Oakville, Rutherford, las grandes bodegas y los carteles de Wine tasting en cientos de establecimientos
a lo largo de la ruta. Hace mucho calor cuando nos bajamos en St. Helena. Hay
dos muchachas en bikini junto a la carretera que atraviesa el pueblo, como
reclamo de una empresa lavacoches. En una explanada hay aparcadas decenas de
motos Harley-Davidson, y sobre un escenario algunos moteros están tocando rock
en directo. St. Helena es un pueblo elegante y limpio a lo largo de la
carretera, con restaurantes y galerías de arte y tiendas de vinos muy
exquisitas. En una encontramos un grupo de botellas que se venden a 1700
dólares la unidad.
Hay una
pequeña librería con buenos libros de segunda mano. En la biblioteca de mi
amigo encontré estos días un libro muy raro, y póstumo, de John Steinbeck, que
casi nadie conoce, Los hechos del rey
Arturo y sus nobles caballeros, que es el primero que leí de él. Como John
Steinbeck nació aquí al lado, me había echado al coche un par de libros suyos
más conocidos, y como me parecen demasiadas casualidades, no puedo dejar de
comprar otra rareza que se me pone por delante: Travels with Charley: in Search of America, una crónica del viaje
alrededor de los Estados Unidos que el premio Nobel hizo en coche junto a su
perro.
Buscamos
bodegas pequeñas, modestas, y paramos en Envy
Wines, ya muy cerca de Calistoga, al final del valle. Al final de cada liño
de parras hay rosales con rosas florecidas. El sauvignon blanc es afrutado y
muy fresco, y es de lo poco que la bodega produce con sus propias uvas. En
cambio los rosados son mediocres, y entre los tintos hay un cabernet sauvignon
aceptable.
Muy cerca está
Tamber Bey Wineries, que además de
una bodega es una hacienda con caballos cuyas cercas rodean el edificio
principal. Nos sirve los vinos el propietario, un chardonnay, un cabernet
sauvignon, y una mezcla de tintos que el consejo regulador le ha permitido
llamar Rabicano, que en realidad es
un tipo de caballo. Es un hombre grande, vestido con tejanos y chaleco, y sobre
el rostro ancho y rubicundo lleva un gran sombrero blanco de vaquero, sudado
alrededor de la frente. Nos cuenta que la hacienda era de su familia, pero que
él de joven se dedicó a la banca, a hacer dinero y a hacer cosas que no le
gustaban, y que ahora, en su finca todo el día con los caballos y el vino, hace
por fin lo que le gusta. Cuando sabe que somos profesores, no permite que
paguemos la degustación.
De vuelta por
el Silverado Trail el sol empieza a caer. La carretera está algo elevada, a
mano derecha se extienden las hileras de viñedos de hojas aún verdes, doradas
de sol, entre encinas y olivos y con el fondo azulado de las montañas. Llegamos
a tiempo a la hacienda Mumm Napa, un complejo de jardines, terrazas abiertas y
salones acristalados con vistas a sus propios viñedos y al oeste. Hacen vinos
espumosos, servidos en copas altas con las que brindamos para acabar la tarde,
contemplando las viñas y las montañas por las que se esconde el sol.
Medimos la
hora y al subir por las colinas de Berkeley, más arriba de la universidad,
llegamos a tiempo para ver la luna roja. Hay un eclipse lunar y un raro fenómeno
por el que la luna se verá muy grande y roja. Aquí no es grande, pero sí es
roja, completamente roja, y avanza muy rápido entre los huecos que dejan las
ramas de los pinos. Hay coches parados a un lado de la carretera que atraviesa
el bosque, entre los grupos de gente hay algunos con mantas, otros con un
picnic, muchos con cámaras fotográficas. La luz de los coches que bajan por las
curvas de la carretera rompe de vez en cuando la oscuridad casi absoluta desde
la que contemplamos la luna roja. El color no es un rojo intenso, pero es un
rojo vivo, como si la hubieran bañado de vino tinto.
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