El cine y las series de televisión norteamericanas han extendido, sin posibilidad de retorno, una de las tradiciones más típicas de los Estados Unidos, que hoy ya se celebra por medio mundo. Como es sabido, la fiesta de Halloween vino antes desde Europa, del corazón celta del continente, la isla de Irlanda. Es una más de las celebraciones del final del verano en el hemisferio norte, donde además la decadencia otoñal de la naturaleza servía para recordar la inevitabilidad de la muerte, para recordar a los que ya no estaban.
La leyenda irlandesa cuenta de un granjero usurero, que engañó y atrapó al diablo cuando éste vino a buscar su alma, y a cambio de liberarlo consiguió que le prometiera que no lo volvería a buscar. Cuando el granjero murió, no lo dejaron entrar en el cielo, pero tampoco en el infierno, por lo que se vio obligado a vagar por la oscuridad del purgatorio. El diablo entonces le entregó una brasa para iluminarse en su deambular, y el granjero hizo un hueco en uno de los nabos que llevaba en el bolso para meter la brasa. Cambiando el nabo por una calabaza, ahí está el que hoy es el símbolo de la noche de difuntos en todos los continentes.
El granjero se llama, según la leyenda irlandesa, Jack-O'-Lantern, Jack el del Farol. Y la tradición irlandesa de colocar en las casas calabazas y otras hortalizas para ahuyentarlo en la noche de difuntos vino, como tantas cosas buenas y malas del Viejo Continente, a las costas atlánticas de América. All Hallow Eve, Halloween, se convirtió con el tiempo en lo que hoy nos vende el cine y lo que vemos por las calles de cualquier ciudad norteamericana durante estos días: una fiesta infantil con dulces, una fiesta adulta de disfraces.
Entre
los muchos disfraces que la gente lleva en este carnaval de la noche de
Halloween, hay uno cuya popularidad crece año tras año: la imagen de la
calavera Catrina. Los trajes de calavera, pero especialmente la cara pintada al
modo de la calavera mexicana, se están extendiendo muy rápidamente por toda
Latinoamérica, incluida España, pero también en los Estados Unidos, y no sólo
en las ciudades hispanas cercanas a la frontera.
La
noche del sábado, la del 31 al 1, los niños se acercaban a las puertas de las
casas, disfrazados de superhéroes o de princesas, preguntando trick or treat. En algunos barrios de
San Diego se veían calabazas sonrientes junto a la puerta. Hubo desfiles
infantiles de disfraces, fiestas nocturnas que cortaron el centro de la ciudad,
fiestas más tranquilas en patios hasta donde llegaba una brisa marina que
todavía no es fría. Por la tarde, de camino a la playa, me encontré una larga
concentración de disfraces callejeros en la isla de Coronado. Entre Spidermans
y Minions, policías y monjas, enfermeros y animales de todo tipo, adolescentes
con muy poca ropa, como en un carnaval caribeño, había varios individuos
disfrazados de Donald Trump, con su estúpida sonrisa y su pelo de zanahoria.
Pero El Día de
los Muertos, propiamente, es para los mexicanos el 1 de noviembre, aunque se
prolonga hasta el 2. Old Town, que es una gran plaza rectangular donde se
inició la ciudad de San Diego no hace ni dos siglos, era una fiesta folclórica
mexicana. Bajo los grandes árboles que rodean el lugar donde si izó la primera
bandera californiana en la ciudad, paseaban cientos de personas, muchas con
trajes típicos, muchas con las caras pintadas. En algunos rincones habían
colocado altares, en los que se acumulaban fotos de difuntos recientes, velas,
claveles anaranjados, platos de la comida que les gustaba a los homenajeados,
botellas de ron o tequila. Altares llenos de color, de flores, de recuerdos
vivos. Guirnaldas y jarrones, faroles, calaveritas y la Virgen de Guadalupe.
Una orquesta
cantaba boleros o mariachis, saludaba al público en español y en inglés,
amenizaba las largas colas de gente que esperaba para comer, para tomar un helado
o un dulce, para ser maquillada con la imagen de la Catrina en alguno de los
muchos puestos que había repartidos. Imágenes de calaveras sonrientes, con trajes
de época, con guitarras o abanicos. Algunas parejas mayores, disfrazadas de
calaveras elegantes, se paseaban entre las palmeras y los turistas para dejarse
fotografiar. En el viejo camposanto había más flores adornando las piedras de
los enterrados hace un siglo, había más calaveras risueñas, había dos hombres
con larga melena blanca haciendo música. En el calor veraniego del primer día
de noviembre, en las risas de los vivos y las calaveras pintadas, en la música festiva,
en el hermoso desenfado de las mujeres con flores en el pelo, cuesta un poco
comprender, desde nuestra sobriedad europea, que esta celebración homenajea a
los difuntos.
Después de la
alegría colorida y floral de la fiesta mexicana y americana, en un restaurante
cerca de la frontera seguíamos disfrutando de lo mejor de México: cochinita
pibil, arrachera, chilaquiles con mole, la sonoridad plena del idioma español.
Entre nuestros acentos españoles de tantos lugares, castellano de tantas
patrias, había estado cantando de fondo Rosario Flores, y en las pantallas compartían
espacio el béisbol y el fútbol. Ya en la calle, en el suave frescor marino de
verano tardío, Niña Pastori hacía una versión flamenca del Mediterráneo de Serrat.
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