El Zócalo era para mí una foto antigua de enciclopedia, con
la catedral de fondo, de un color muy pardo, y algunos coches circulando junto
a los edificios. Era también otra foto antigua de una muchedumbre ocupando el
ancho espacio, empequeñecida bajo una poderosa bandera tricolor ondulante.
Tomarme una malteada de chocolate en la terraza abierta del cuarto piso de un bar,
y mirar hacia abajo y contemplar la catedral y la anchura de la plaza, mientras
la luz del cielo se difumina y se encienden las bombillas, me parece un poco
mentira. Cómo hemos llegado hasta aquí, por cuántos otros lugares, inaccesibles
y casi fantásticos desde la adolescencia, hemos pasado para llegar hasta aquí.
Esta plaza en
la que se asentó el Templo Mayor de la ciudad mexica de Tenochtitlán se llama
realmente Plaza de la Constitución, en honor de la de Cádiz de 1812. Y el
templo católico más grande del país tiene un nombre de sonido burocrático:
Catedral Metropolitana de la Ciudad de México. Al salir de la boca de metro lo
sorprenden a uno las dimensiones del espacio vacío, la larga fachada señorial
del Palacio de Gobierno, la profusión de banderas nacionales. Hay una neblina
persistente flotando en el aire, que no es otra cosa que contaminación. Hay
decenas de puestos de comidas y libros y recuerdos, muchas voces y ruido de
vehículos que pasan sin cesar frente a la catedral.
A los pies de
la catedral se pueden ver restos de las construcciones aztecas. Un hombre con
uniforme aparentemente oficial toca incansable un organillo. No faltan los
tullidos, las predicadoras insoportables con micrófono, policías de tránsito, e
incluso varios soldados con ametralladoras en la misma puerta de la catedral.
Adentro hay silencio, un remanso de calma contra el caos de afuera. Nada más
entrar uno ve un Cristo negro crucificado, lo cual no deja de ser curioso. Hay
muchas capillas, y retablos, y un órgano gigante, pero la principal atracción
para los turistas parece ser un péndulo que cae sobre el pasillo central y que
no se sabe exactamente qué marca.
Cuando estamos
afuera empiezan a sonar unas bocinas y una voz repita: Alerta sísmica, alerta
sísmica. Como no entendemos bien qué pasa, les preguntamos a dos mujeres que
cruzan por la calle: “Oh, nomás que hubo un sismo, pero ya pasó”, sonríen y siguen
su camino. Frente a la catedral hay una casa de empeños que parece un edificio
de oficinas en hora punta. Cuando subimos al piso de arriba unos minutos
después, notamos que el suelo tiembla suavemente. El terremoto fue de 5,6 grados,
con epicentro en Guerrero, pero parece que la gente de aquí está bastante
acostumbrada a los temblores.
Recorremos las
calles del centro, llenas de pequeños negocios de comida o ropa, con iglesias y
antiguos palacios que ahora son museos o edificios públicos, y uno tiene tantas
veces la impresión de estar caminando por cualquier barrio céntrico de Madrid. Con una diferencia: muchos edificios están torcidos, se están hundiendo de forma demasiado evidente. Cuando salimos del caos de tiendecitas horribles de objetos de fabricación
china en la calle Colombia, nos topamos con las excavaciones de la antigua
ciudad mexica. En muchas esquinas hay pequeñas placas con citas de obras de
escritores mexicanos sobre la ciudad. Ahí mismo encuentro un nombre familiar,
en una cita de 1604: “Oh ciudad rica, pueblo sin segundo / más lleno de tesoros
y bellezas / que de peces y arena el mar profundo”. Los versos pertenecen a la
obra Grandeza mexicana, del religioso
Bernardo de Balbuena, autor mexicano pero también español, puesto que nació en
Valdepeñas, un lugar de La Mancha del que todavía me acuerdo.
Después de anochecer
paseamos por la avenida Francisco Madero hasta el Palacio de Bellas Artes:
tiendas de ropa, restaurantes, iglesias, magos y mimos, gentes paseando hacia
todos lados, como en cualquier capital española o italiana. En un restaurante
veo escrita en grande una frase simple pero con apariencia de verdad: “Dios
perdona los pecados, pero no las pendejadas”.
Caminamos por
la Alameda, por la calle Reforma, que ya es tan familiar como una avenida
española. En un restaurante muy mexicano, con calaveritas y música mexicana,
que se llama efectivamente El Mexicano, nos damos una buena ración de
guacamole, de sopecitos de cochinita pibil, de queso con chistorra. Está
acabando noviembre y en la calle no hace frío. Por todo lo demás, ya empieza a
ser hasta cargante la sensación de andar dando vueltas por Madrid.
No hay comentarios:
Publicar un comentario