Después de un desayuno consistente y muy mexicano en una
cafetería belga ponemos de nuevo rumbo al sur por Insurgentes. Más allá de
Coyoacán está la CU, la ciudad universitaria, la sede de la UNAM (Universidad
Nacional Autónoma de México), que es la universidad más grande de toda América
Latina. La UNAM abarca 7 km², casi mil edificios, más de cien bibliotecas, un
museo de arte contemporáneo, jardines y bosques, esculturas gigantes al aire
libre, una sala de conciertos, teatros, un estadio olímpico. Hay dos paradas de metrobús
en el eje de la avenida Insurgentes que atraviesa el campus de norte a sur, y
multitud de líneas de autobuses internos que recorren las carreteras entre
bosques y facultades. En 2007 el campus central fue declarado Patrimonio de la
Humanidad por la UNESCO. Y en 2011 la UNAM recibió el premio Príncipe de
Asturias de Comunicación y Humanidades.
En cierto modo
se parece a algunas universidades estadounidenses, en sus dimensiones y grandeza. Pero
mientras en aquellas casi todo es sofisticación, exhibición arquitectónica,
precisión en las formas, profusión de flores y plantas, aquí todo parece tener
un aire envejecido. Los prados arbolados, donde dormitan decenas de
estudiantes, tienen una hierba amarilla y polvorienta. Los pinos son de un
verde apagado, el concreto de los edificios está deslucido. La diáfana libertad
de los campus norteamericanos se enfrenta aquí a otra realidad: las facultades
están rodeadas, además de por carriles separados para bicicletas y peatones,
por vallas metálicas coronadas por anchos alambres de concertina.
Hay mercaditos
entre las facultades, anuncios de paquetes turísticos a todas las regiones de
México, carteles con denuncias sindicales, librerías improvisadas en el suelo. En una biblioteca hay una pequeña exposición y carteles en los que se explica que durante estos días la ASALE (Asociación de Academias de la Lengua Española) está celebrando en este campus su XV Congreso, y que un poco más al sur, a estas horas, están presentando en el Colegio de México una edición conmemorativa de Don Quijote de la Mancha. Caminamos hacia el campus central bebiendo un jugo de maracuyá con naranja,
entre los ríos de estudiantes que van y vienen, y después un autobús interno
nos deja entre la biblioteca y el estadio, en el corazón del campus. La Biblioteca Central es una gran caja rectangular cuyos cuatro muros son murales coloridos que representan la cultura mexicana:
mosaicos en piedra y vidrio del dios Tláloc y Huitzilopochtli, pero también del
tiempo de la colonia y alegorías del progreso del pueblo mexicano.
Al otro lado
de la carretera está el Estadio Olímpico Universitario, una magna obra de los
años 50 donde, entre otras cosas, se celebraron los Juegos Olímpicos de 1968, o
algunos partidos del Mundial de Fútbol de 1986. En la puerta principal hay un
altorrelieve en piedra de Diego Rivera: un águila sobre un nopal, un cóndor, la
serpiente emplumada de Quetzalcóatl. En este estadio, en octubre de 1968, los
atletas estadounidenses Tommie Smith y John Carlos hicieron el saludo del Black
Power al recibir sus medallas de oro y bronce por la carrera de los 200 metros
lisos. Cuando sonó el himno de su país agacharon la cabeza y alzaron los puños
envueltos en guantes negros. Tanto ellos dos como el australiano Peter Norman fueron castigados por su gesto, vilipendiados y ninguneados durante décadas, pero su imagen de resistencia y orgullo hoy
sigue viva, está en la historia del deporte y de la reivindicación de los
derechos civiles.
Desde la
puerta del estadio salen camioncitos que llevan al centro de Coyoacán. La plaza
parece otra de día, sin lluvia: una iglesia de pueblo, que por dentro es más
grande de lo que aparenta, con una torre blanca, un bonito claustro con
palmeras y naranjos y rosas y macetas con geranios adornando los arcos. Turistas
y niños y perros paseando por las piedras de la plaza, viejitos y lectores en
los bancos, un racimo de mendigos arrastrados entre las escaleras de la
iglesia. En la plaza de los coyotes, que está enfrente y tiene una hermosa
arboleda y muchos bares y restaurantes, comemos unos tacos de marlín, guacamole
y una cerveza negra. En medio está la fuente de los coyotes, que son los que le
dan nombre al pueblo. El sol se va de pronto y empieza a chispear otra vez.
Caminamos por
la calle Francisco Sosa, en el barrio de Santa Catarina, frente a fachadas
rojas y azules, entre árboles altos que llegan a juntar sus copas formando un
largo arco verde. Las raíces levantan las piedras de las aceras, por las que en
algunos tramos hay que avanzar a saltos. Hay portones antiguos con arcos y
dinteles de piedra, con escudos de la colonia. De algunos cuelgan coloridas
piñatas, y también el adorno típico de papel picado de una fachada a otra. Hay
caserones color crema, ocre, beige. Llegamos a una plazoleta arbolada y
coqueta, con una pequeña iglesia amarilla.
Paralela a la
calle Francisco Sosa hay una callecita trasera, el callejón del Aguacate,
fuente de historias fantásticas y de crímenes legendarios. Más adelante, en una
esquina roja frente a un parque, está la casona donde vivió Octavio Paz. Es un
edificio con amplios patios coloniales, amarillos y rojos, donde hoy está
instalada la Fonoteca Nacional. Frente al edificio, bajo unas frondosas
enredaderas, cuatro policías están comiéndose unos tacos, de pie, con las
gorras puestas.
Callejeamos
entre casas anaranjadas y violetas, coronadas de hiedras y buganvillas y cables
desordenados. Salimos de Coyoacán por el Vivero, que es un parque agradable y
limpio por donde corren deportistas y pasean familias, y efectivamente un
vivero de 39 hectáreas, por donde fluye un río sucio, en el que crecen
numerosas especies de árboles que después sirven para reforestar la enorme urbe
de Ciudad de México.
Al atardecer
el metro va atestado de gente, que entra y no para de entrar y apretujarse. Los
vagones son viejos, hace calor, y el tren se detiene durante un tiempo
interminable, con las puertas abiertas, para que suba más gente, más sudor y
más respiración. Cuando salimos del infierno subterráneo se empieza a
materializar el mismo ambiente en los autobuses. Avanzamos varias paradas y
escapamos a tiempo, para ver desde las aceras, ya de noche, a los viajeros
chocando sus caras y sus manos contra los cristales, en los largos autobuses
rojos que suben y bajan por la inagotable avenida Insurgentes.
Aquí te dejo la historia de Peter Norman, una experiencia personal que quedó eclipsada por el símbolo del "Black Power" en México 68: http://deportes.elpais.com/deportes/2012/08/22/actualidad/1345629251_301448.html
ResponderEliminarAhí lo he mencionado. Tres valientes en tiempos muy revueltos. ¡Gracias!
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