Probablemente el mundo se está volviendo un poco loco y
hemos de acostumbrarnos a más controles cuando viajemos. Hasta hace unas
semanas, para cruzar a pie de los Estados Unidos a México por la frontera de
Tijuana no había más que una puerta giratoria que uno cruzaba sin vigilancia, y
una pasarela pobre que era la bienvenida al otro país. Ahora todo cambia, hay
unas salas improvisadas con rótulos muy nuevos por las que se extienden las
filas de gente que quiere cruzar. Ahora hay controles de pasaportes, y tasas, y
tiempos de espera, y preguntas.
Vuelve a hacer
mucho calor en la frontera de las Californias a finales de noviembre. Cruzamos
el control terrestre y salimos a una calle polvorienta, a un cartel escrito
burdamente a mano: SALIDA / EXIT. De camino al aeropuerto el taxista, un hombre
tranquilo de bigote entrecano, nos cuenta que él pasó una vez por el DF, pero
enseguida se salió: “Demasiada gente con demasiada prisa”. Fue cuando muchos
años después volvió a visitar su tierra, Morelia, allá en el sur. Ahora le quedaba
el recuerdo de la familia diciéndole que se quedara, muchos mangos tirados por
el suelo, miles de pesos que tendría que volver a ahorrar para volver a verlos.
A lo largo de
la valla fronteriza, coronada de alambres retorcidos, hay cientos de cruces con
nombres de los que murieron intentando llegar al otro lado. “Y no están ni la
mitad, pues”, dice el taxista. Desde el aeropuerto de Tijuana están
construyendo un puente, una pasarela que cruza por arriba la frontera, y que
establecerá en pocos meses una conexión directa con la ciudad de San Diego.
El avión se
eleva sobre las barriadas pardas y desordenadas de Tijuana, sobre la
discontinua costa pacífica, sobre desiertos arrugados. Hacemos una escala muy
breve en Guadalajara, Jalisco. La ciudad está en un gran llano, rodeada de
montañas en cuyas laderas brillan pequeños lagos. Por si no es suficientemente
significativo el nombre, que me trae un recuerdo tan reciente de Castilla-La
Mancha, frente a la puerta por la que desembarcamos me encuentro con un pequeño
restaurante que se llama El Quijote. La parada no da para más que para comer
allí una torta ahogada y para ver la puesta de sol tras las montañas de
Jalisco.
Y al llegar a
Ciudad de México está la impresión de una ciudad inabarcable. Desde la
ventanilla del avión se ven interminables cuadrículas luminosas, y uno siente
vértigo al pensar en los millones de vidas que están latiendo ahí abajo,
respirando la misma prisa en todo lo ancho de lo que Carlos Fuentes llamó “la
región más transparente del aire”.
El taxista
hace unas maniobras temerarias e innecesarias, todo el mundo nos advierte de
guardarnos de la policía, la noche es fresca y muy agradable, como una noche
tranquila de verano. El cambio horario es de tan sólo dos horas, en comparación
con los viajes a Europa, esto es una pequeña excursión. Cenamos una rica
ensalada de pollo, nachos de queso y frijoles, en un restaurante con una decena
de televisiones que están retransmitiendo combates de boxeo desde Las Vegas,
Nevada. Algunos comentan la jugada, la mayoría de clientes miran con cara de
asombro y un punto de pasión desde sus mesas, en silencio. De repente el
boxeador mexicano, un peso superpluma que se llama ‘El Bandido’ Vargas, le
arrea dos zurdazos al japonés Miura y lo deja mareado. Después le da bien duro
hasta que lo tira al suelo. El japonés intenta rehacerse, avanza a gatas y se vuelve a caer
solo. Hay algunas palmas, algún grito ahogado cuando levantan el brazo del
vencedor, que tiene el pómulo levantado y una mirada poco recomendable. Y los
locutores empiezan a gritar porque está a punto de empezar el verdadero combate
del año, entre un puertorriqueño y otro mexicano. Hay en el ambiente una expectación que parece de otro tiempo.
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