En Monterey hay un ambiente de ciudad turística en temporada baja, de lugar tranquilo de vacaciones. Los turistas llenan de noche las calles de madera sobre el agua del Fisherman's Wharf, pero caminan despacio, con una placidez contagiada por la quietud de las aguas, entre los agentes de los restaurantes que ofrecen muestras de la crema de almejas que es la especialidad de la zona. Por la mañana hay un cielo gris mientras paseamos por Cannery Row, la calle de pescadores y puestos de pescado que John Steinbeck retrató en un libro de los años 40, y que hoy es una atracción turística más.
Cuando llegamos a Carmel-by-the-Sea, que está a apenas cuatro kilómetros, ha salido el sol. La ciudad de Clint Eastwood es un perfecto lugar residencial, calles rectas con mansiones de todo tipo, un bosque interior de pinos y secuoyas que puebla todas las aceras, anchas avenidas con tiendas y comercios, con restaurantes y cafés elegantes, una calma europea en los turistas que caminan frente a los escaparates llenos de objetos de precios exorbitantes. Las avenidas van cayendo en una lenta declinación hasta dar a unas dunas y finalmente al mar. La playa está repleta de gente que camina, niños que juegan, perros que corren por la orilla. Desde uno de los miradores contemplamos la trayectoria de los surfistas sobre las olas y, de repente, aparecen a su lado varios delfines, emulándolos, subiéndose a la ola, ofreciéndonos sus figuras gráciles y ligeras a sólo unos metros de la arena, entre las aguas cristalinas.
En Carmel visitamos brevemente la misión española de San Carlos Borromeo, que Junípero Serra fijó como su residencia, y en cuya iglesia está enterrado el ahora santo. Y ponemos rumbo hacia el sur por la carretera de la costa, de nuevo hacia el espectáculo natural de Big Sur.
Hay lugares de acampada justo a la entrada de Big Sur, entre los bosques de secuoyas, entre las primeras curvas de la carretera que bordea los acantilados. Pasamos el puente Brixby, una estructura metálica de los años 30 sobre un cañón que se abre al mar, y que es en sí mismo otra atracción turística, a juzgar por las decenas de coches parados en los extremos. Hay un peñón sobre el mar con un faro en lo alto, envuelto por una calima que con el sol declinante parece vapores de agua, y hay decenas de vacas pardas pastando en la lengua de tierra verde que lleva hasta el peñón.
Y después hay más rocas golpeadas por las olas, y cuevas por donde escapa la resaca, y bosques que dora el sol que se va, y caravanas que suben, y pelotones de motos gordas, y autostopistas. Nos detenemos en algunos de los muchos apartaderos sobre los acantilados, para hacer fotos o por el simple placer estético de sentirnos allá arriba, frente a esa costa abrupta, frente a la inmensidad azul y dorada del océano, dorados también nosotros, tocados por el aire mágico de un rincón del mundo con demasiada literatura, un lugar que guarda el equilibrio justo entre atracción y lejanía, entre belleza y peligro.
Al día siguiente, saliendo de Santa María, nos internamos por la carretera que lleva hasta Lompoc, que vuelve a ser una zona llana y agrícola. A pocos kilómetros de la ciudad de Lompoc está la misión española de La Purísima Concepción. Casi todas las misiones, puesto que dieron origen a ciudades, se encuentran hoy dentro de las ciudades. Ésta es la primera que encuentro separada, en medio del campo, casi oculta entre viñedos y campos de fresas. Y es también una de las más completas, de las más hermosas. Al no estar integrada entre los edificios de una ciudad, esta misión da una idea más exacta de cómo debieron ser las misiones franciscanas en el siglo XVIII: enclaves solitarios con su iglesia, sus habitaciones, sus patios, sus huertos y establos.
Pasamos a la alargada nave de la iglesia con sólo empujar la puerta, no hay nadie vigilando, no hay desperfectos, sólo un frío silencio de otro siglo. Los carteles señalan y explican por todos lados la utilidad de los espacios, de los trabajos que allí se hacían: hornos, curtiduría, carpintería, molino y prensa de aceite, cardadores, telares. Están también las habitaciones de los militares, tras una puerta donde se lee la palabra Cuartel. En medio del llano, frente al edificio, en lugar preeminente, se alza un alto mástil del que ondea una bandera de España.
Hay habitaciones civiles, escritorios, biblioteca, cocinas, alcobas. También reproducciones de las chozas de los indios, enormes construcciones abombadas, hechas con cañas entretejidas. Hay también huertos de verdad, y animales, toros, cerdos, caballos. A media mañana empiezan a llegar familias, y los niños corretean por los jardines o por las habitaciones abiertas, pero sigue habiendo un silencio casi reverencial que se sobrepone a todo lo demás.
Unos kilómetros hacia el sur nos encontramos por sorpresa con un pueblo danés. Molinos de viento, casas de techos afilados, con fachadas blancas cruzadas de tablas de madera, banderas de Dinamarca por todos sitios. Solvang es un pueblo agrícola, rodeado de viñedos, adonde vinieron a parar cientos de daneses a principios del siglo XX. Los restaurantes, los comercios, incluso los nombres de las calles son daneses. Hacemos una breve visita a otra pequeña misión española, Santa Inés, que está a la salida del pueblo. Paseamos por las aceras limpias, salpicadas de delicadas flores de colores, por el orden europeo de las calles pensadas para peatones. Tomamos una hamburguesa danesa con un rico chardonnay de la zona. Cada vez estoy más convencido de que no estamos tan lejos.
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