Abrimos los ojos y frente a nosotros está Bell Rock. Está
amaneciendo y la mole de piedra anaranjada parece fosforescer con los primeros
rayos oblicuos. Estamos en Oak Creek, a las afueras de Sedona, llegando desde
el sur. Hace un frío helador pero ya hay algunos caminantes tempraneros por los
senderos que conducen a la roca. Bell Rock es una de las muchas formaciones de
arenisca que han resistido a la erosión de millones de años en los alrededores
de Sedona, como en casi todo el estado de Arizona, en la larga cuenca del río
Colorado. Es una bella mole roja con forma de campana, rodeada de pinos y
cactus y enebros que contrastan con la aridez rocosa de sus paredes, rodeada de
más cerros rojos, del valle verde del Bosque Nacional Coconino.
Pero la gente
no viene a Bell Rock o a Sedona sólo por la áspera belleza del paisaje. El área
de Sedona es conocida por sus campos electromagnéticos, y las visitas tienen
por lo general una finalidad eminentemente espiritual. Este territorio
recóndito estuvo habitado sucesivamente por tribus sinaguas, yavapais y apaches.
Los nativos lo consideraban un lugar sagrado, una puerta a otras dimensiones de
la realidad. Existen cuatro puntos principales de los que irradia la energía,
cuatro vórtices adonde sube desde la superficie de la tierra algo que no es
exactamente magnetismo, pero que es capaz de sentirse al contacto con la
energía propia de los seres vivos. Los enebros, que suelen tener sus troncos y
ramas retorcidas, presentan formas atormentadas de espiral cuanto más cerca se
encuentran de los vórtices de energía.
En los
alrededores de Sedona hay centros de meditación variados, clínicas
espirituales, pequeñas iglesias de todas las confesiones posibles. Muy cerca de
Bell Rock construyeron en los años 50 una capilla católica de crudo cemento
que está incrustada en medio de un cerro rojo y es sobre todo un monumento al
mal gusto. Por aquellos años llegó a Sedona el pintor surrealista alemán Max
Ernst. Había huido de Francia durante la Segunda Guerra Mundial, se había
casado en los Estados Unidos por tercera vez, había vuelto a Francia al acabar
la guerra, y en los 50 llegó nuevamente a los Estados Unidos con su cuarta
esposa, la pintora y escritora Dorothea Tanning. En un viaje en coche de Nueva
York a California, la pareja de artistas cruzó por Sedona, y Max Ernst
identificó en las formaciones de arenisca algunos de los paisajes que había
soñado e incluso pintado previamente, que le habían inspirado imágenes sobre la
destrucción de las ciudades europeas durante la guerra. Decidieron quedarse a vivir
en el mágico enclave de Sedona.
Después
llegaron decenas de artistas new age, escritores, pintores, visionarios,
músicos, sanadores, que se establecieron en el pueblo o pasaron largas
temporadas de crecimiento espiritual. También desde los años 50 Sedona se
convirtió en un lugar predilecto para las producciones cinematográficas. Se
rodaron en este entorno más de sesenta westerns, y durante dos décadas pasearon
por aquí todas las estrellas de Hollywood. Algunas de ellas tienen estatuas de
bronce en la avenida principal del pueblo, entre cafés elegantes con barras
largas de madera y sillas altas al estilo del viejo Oeste y casetas de agencias
que ofrecen desde excursiones en jeeps rosas hasta paseos en helicóptero.
Las coloridas
cafeterías ofrecen un caro pero necesario complemento al alimento espiritual
que uno ha recibido en Cathedral Rock o Bell Rock. El ambiente del pueblo es
muy tranquilo, y casi desde cualquier punto pueden observarse las caprichosas
formaciones rojizas. Otro de los cuatro vórtices de energía está en el
aeropuerto. El aeropuerto es una breve explanada en lo alto de un cerro con
unas vistas panorámicas espectaculares: contra un fondo monumental de piedras
rojas, el trazado de las calles de Sedona queda difuminado por la abundancia de
árboles entre las casas, como si no se hubiera apenas modificado la naturaleza
boscosa del valle. Le damos la vuelta completa al cerro en más de una hora,
quizá dos. En ciertos lugares hay gente haciendo yoga, estirando los brazos
contra la luz limpia del paisaje de película. Los que caminan por los senderos
rojos, entre enebros torcidos y cactus, son por lo general de una edad
avanzada, y cuando preguntamos por el final, algunos nos dicen que hacen el
recorrido casi cada día.
Yo no sé si la
energía de la tierra se siente como un calambre de electricidad o como un lento
flujo de frecuencias magnéticas. Ni siquiera sé si siento algo extraordinario
cuando miro el paisaje fascinante desde arriba del cerro, desde el centro del
vórtice que irradia energía, aquí del lado masculino, allí del femenino, allá
del equilibrio. Algo tendrá el agua cuando la bendicen, pienso por un momento,
mientras veo que empiezo a almacenar piedras rojas en el coche para repartir
poco a poco las buenas vibraciones a aquel lado del mundo y a éste. Total, no
cuesta nada, como no le cuesta nada al creyente creer en dimensiones ajenas, en
mundos paralelos o en vidas anteriores.
Hacia el norte
de Sedona el bosque Coconino se convierte en un denso pinar con carreteras en
cuesta y con muchas curvas, caminos paralelos a un río de aguas abundantes,
hotelitos y lugares de acampada familiar, lagos de montaña y, por primera vez
en mucho tiempo, evidencias de nieve en los recodos umbríos. Al pasar Flagstaff
los bosques de pinos tienen ya un manto blanco que hace más profundo el
silencio del campo. En la radio del coche sólo se sintonizan emisoras con
música country. En una hora habremos llegado al vértigo prodigioso del Gran
Cañón del Colorado.
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