Una de las cosas que más se echan de menos en el Lejano Oeste es la gran variedad de museos, la infinita oferta artística de Europa o la costa Este. Aun así, algunas cosas llegan, y no sólo a los grandes museos de San Francisco o Los Ángeles. La oferta de la ciudad de San Diego es muy modesta, pero suficiente para atemperar las ansias diletantes en tiempos de necesidad. Casi todos los museos se concentran en Balboa Park, un enorme rectángulo verde junto al centro de la ciudad, donde además de museos, teatros y bosques hay hasta un zoológico. Los museos son de temáticas muy variadas, desde ciencias naturales o antropología a fotografía o el ferrocarril, y adaptados a públicos de todas las edades. Sólo hay dos pinacotecas, y aunque no son muy grandes, tratan de ofrecer una visión consistente de la historia de la pintura.
En las cuatro salas del Museo Timken hay pinturas religiosas rusas, paisajistas norteamericanos, pintura ilustrada francesa y una breve colección de retratos, con alguno de Rembrandt. Hay un Cristo de Murillo, y desde hace unos meses exponen con orgullo una adquisición nueva: un San Francisco en meditación de Francisco de Zurbarán, en el que el santo aparece en hábito y enchapuchado, extasiado en su concentración mística sosteniendo una calavera entre las manos.
Pero la joya entre los museos de San Diego está justo al lado del Timken, en la misma plaza en que se enseñorea una estatua ecuestre del Cid Campeador: el Museo de Arte de San Diego. Sobre la puerta de entrada, en una fachada que imita lejanamente la de la Universidad de Salamanca, hay tres hornacinas con tres santos con paleta y pincel: Velázquez, Murillo, Zurbarán. Dentro hay una espléndida colección de arte asiático, de todas las épocas y desde Irán a Corea y China, desde figurillas de terracota y manuscritos del Corán a altares de Buda.
Tienen exposiciones temporales pequeñas, que apenas ocupan una sala: una selección de pinturas y acuarelas chinas, otra de esculturas de animales en bronce del artista norteamericano Arthur Putnam, otra de acuarelas de paisajes americanos de Harry Sternberg, otra de expresionistas alemanes y austriacos, con un par de dibujos de Gustav Klimt y cuadros de Otto Dix, otra de fotografías de Sebastião Salgado.
Aunque lo que realmente merece la pena de este museo es la colección propia, que reúne sobre todo óleos españoles e italianos del siglo XVII. Un San Pedro penitente de El Greco, una Magdalena de Murillo y otro San Francisco y un Agnus Dei de Zurbarán, alguna obra menor de Fra Angelico, Ribera o Juan de Pareja, la geometría austera de las hortalizas en un bodegón de Juan Sánchez Cotán. También hay una colección de retratos con muestras de Sofonisba Anguissola, Tintoretto, Antón Mengs e incluso Francisco de Goya.
En estos meses hay además una muestra temporal que han titulado De Brueghel a Canaletto. Piezas maestras europeas de la Colección Grasset. La componen cuarenta cuadros que ha cedido una colección particular, la que el ingeniero español Juan Manuel Grasset tiene en su residencia de Madrid. Aparte de una de las famosas representaciones de los canales de Venecia de Canaletto, la colección está compuesta sobre todo por bodegones florales holandeses y flamencos de los siglos XVII y XVIII. Elegantes composiciones de la burguesía holandesa patinando sobre lagos helados o recorriendo alborotados mercados de pescado, bodegones donde se mezclan las uvas carnosas con tulipanes, peonías, vasos de vino, quesos sabrosos, exóticas frutas americanas y porcelana china, de un momento en que el comercio internacional de los Países Bajos había permitido el auge de una burguesía opulenta, confiada y capaz, que encargaba cuadros a los principales pintores de la época como muestra de su poder.
Después de un paseo por estas salas, después de recorrer las pinceladas de historia de la Europa que se abría al mundo por todos los mares posibles, vuelvo a pensar que no estamos tan lejos, y que tiene todo el sentido reencontrarse con el arte europeo en esta última parada del Lejano Oeste.
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