lunes, 23 de mayo de 2016

Hacia el mundo maya: Ruinas de Copán

Me habían dicho: "Nunca subas al transporte público en San Pedro Sula". Pero de alguna forma había que salir de la ciudad. Los colectivos son iguales que en África: pequeños autobuses para quince o veinte personas, con un muchacho agarrado al pescante, dando golpes en el techo, haciendo bromas incomprensibles, contando billetes sin valor, y repitiendo sin parar: "Subí, subí". El muchacho me da el cambio justo, la mujer de atrás me da conversación, mientras sus dos niños alborotan y ríen, y en poco rato llegamos a la terminal de autobuses, sin incidencias.

La terminal es como un centro comercial pequeño, lleno de puestos de comida, con sectores con aire acondicionado. Está rodeada por policía militar por todos lados. Cuando ya he facturado mi mochila, salgo a la calle para grabar con la GoPro. Un par de militares viene hacia mí, con gesto tímido, y me preguntan hacia dónde voy. Temo que sea ilegal tomar imágenes de la estación, o de ellos mismos, pero a lo que vienen es a otra cosa: quieren saber qué es este aparato, dónde se puede comprar, cuánto cuesta. "Está macanudito", me dice el militar más joven, con el rifle en el suelo.

Me alegro de dejar atrás San Pedro Sula, pero no me conforta lo que veo al salir de la ciudad. Empiezan los cerros, y junto a la carretera proliferan las construcciones de lata, casas de adobe, porquería arrojada al suelo en todos lados. Hay pequeñas granjas de vacas, de vez en cuando terrazas con plantaciones de maíz o de palma africana. También campos quemados, y barrancas de miedo con ríos caudalosos en el fondo. Y el infinito lío de cables negros que va paralelo a la carretera. Y algunos pueblecitos llenos de cuestas y colores y mercados, por los que circulan los tuk-tuks a toda velocidad. En un río marrón hay unos niños tirando sus redes de pesca, y un caballo atado a un poste. Entre los árboles, junto a una choza de tejas arrasadas y una mísera iglesia, un cartel: "No codiciarás a la mujer de tu prójimo".

El autobús es cómodo y no muy caliente. Antes de salir, el conductor se presenta a los pasajeros, describe el viaje, y acaba con un frase memorable: "Ya sólo nos queda encomendarnos a nuestro señor celestial, para que nos conceda un buen viaje". Todos los visillos van echados, e incluso el conductor va dentro de una cabina cerrada, y aunque al principio pienso que es para evitar el calor, conforme avanzamos me doy cuenta de la verdadera razón: la carretera es muy estrecha, hay una sola curva de la que nunca se sale, y es preferible que los viajeros no vean mucho de lo que hay fuera. Cuando nos cruzamos con un camión, el autobús debe parar y echarse a un lado. Junto a mí viaja una muchacha de veintiún años, que ha venido de Guatemala para conocer a la familia de su novio, y echará unas doce horas en el regreso.

En Copán parece que llegamos a otro país. Es un lugar tranquilo, un pueblecito con calles empedradas, palmeras, casas de alegres colores. Hay puestos de collares, de todo tipo de objetos con inscripciones mayas, de tacos y pupusas. Hay por todos lados barberías y pulperías. Llego al hotel al mismo tiempo que un director de documentales chino que ha recorrido el mundo entero, y dos americanas que hacen viaje de fin de semana: una de ellas es profesora en una escuela cerca de Tegucigalpa. Caminamos veinte minutos hasta llegar a la entrada del Parque Arqueológico Ruinas de Copán, una ciudad maya de hace 1300 años que se redescubrió hace apenas un siglo, y es Patrimonio de la Humanidad de la Unesco.



Hay una carreterita agradable a la salida del pueblo, en medio de un bosque y algunas siembras de maíz. Las motos y los tuk-tuks van y vienen, hay caballos sueltos pastando junto a la carretera, y algunos hombres traen montones de leña sobre los hombros. A la entrada del parque hay parejas de militares con sus rifles, también con sus teléfonos móviles bien visibles colgando del cinturón. Sobre el conjunto principal de templos y estelas sobrevuela una colonia de guacamayos, de hermosos plumajes rojos, amarillos y azules, que no dejan de alborotar. En la acrópolis hay varias estelas, piedras verticales esculpidas, que representan a gobernantes llenos de adornos. Las estelas están protegidas por precarios chozos de teja vieja.

Hay dos plazas, pequeñas pirámides, un juego de pelota, una larga escalinata de 62 escalones con jeroglíficos. Desde lo alto de una de las pirámides se puede ver el conjunto entero, con los bosques y las altas montañas de fondo. Una parte de las ruinas fueron destruidas por el río Copán antes de que se desviara su caudal en los años 30. A un kilómetro hay otro conjunto de ruinas, con zonas residenciales y sepulturas, donde todavía están en marcha las excavaciones. Entre un conjunto y otro empiezan los campos de maíz, junto al río, por donde se mueven campesinos menudos con sombrero panamá.

Anochece cuando llegamos al pueblo. Un hombre se está bañando en el río. En una calle en cuesta unos mariachis dan una serenata a una pareja adolescente. En un restaurante modesto, con los niños de la casa jugando alrededor, nos sirven lo que llaman una cena típica: huevos revueltos, masa de frijoles, tajadas de plátano y aguacate, con una salsa dulce. En un bar que es una terraza abierta, los hombres gritan con un gol de la liga mexicana. Compramos unas cervezas en una pulpería y le preguntamos a la dueña si se puede beber en la calle: "Sólo hay ley seca los domingos desde las 5". Las tomamos en la plaza central, que está casi a oscuras, y por donde pasan sin decirnos nada los policías y los militares. Hay muchos niños jugando en la plaza, entre los puestos de artesanías que aún no han cerrado. La noche es templada, el ambiente es feliz y tranquilo. Qué bien se podría vivir en estos lugares, si no fuera por lo que es.

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