Viajar en tren por un país extranjero es siempre una pequeña aventura. Atravesar casi de punta a punta el estado de Texas, en el piso alto de un vagón de Amtrak, durante 13 horas, sin duda lo fue. Hay un hueco muy grande en el centro de Estados Unidos por donde no cruzan las vías del tren, anchas extensiones de desierto, pero desde el siglo XIX los rincones más lejanos del país están conectados por ferrocarril. Son los mismos legendarios trayectos en tren que siguen funcionando hoy en día. Yo me subí a un tramo del tren que atraviesa casi todo el sur desde Los Ángeles a Nueva Orleans.
La estación de El Paso es un edificio coqueto de ladrillo rojo, con una torre acabada en un pico negro, que parece más una iglesia de pueblo o un seminario. Está al lado de la autopista y el río que marcan la frontera con México. Desde la puerta de atrás se ve la valla y la actividad nerviosa de las calles de Ciudad Juárez. El tren es un bicho imponente, de dos pisos de altura, con vagones sin fin. Desde aquí sale un solo tren al día para el este, de modo que hay cientos de viajeros esperando en la nave fresca de la estación.
Entre los que esperamos a que abran la valla para saltar al andén hay algunas familias, pero sobre todo hay viajeros solitarios. Hay un sacerdote católico de traje negro bien cortado, pelo blanco, gafas redondas y un sombrero de teja. Me parece que va a subir al tren de otro siglo: lo miro con cierta ternura porque me recuerda al padre Brown de Chesterton. A su lado cruzan dos parejas de menonitas o amish: muy mayores, la piel muy blanca, muy pulcros en sus trajes del siglo XIX, los hombres con camisas verdes y chalecos negros, sombreros de paja, barbas grises muy largas; las mujeres con vestidos anchos azul oscuro y velos blancos que les cubren las cabezas. Los llevan hasta su puerta en un carrito eléctrico: hacen un conjunto de gente muy desvalida. Cuando cruzamos la valla una señora le pregunta a otra, en español, si su trayecto es muy largo, con la misma naturalidad que si hablaran de viajes en un tren de cercanías: "Yo me bajo en Houston". "Ah, yo voy un poquito más allá: me esperan en Chicago".
Saliendo de El Paso hay barrios pobres y después ranchos y algunos regadíos y muy poco después llanuras de desierto con matas de colores apagados por donde pastan los toros o los caballos, y de vez en cuando una veleta en medio de la nada. Las montañas del fondo van siguiendo de cerca el curso del Río Grande, la frontera. Unas horas después nos detenemos en Alpine, un pueblo pequeño y aislado: una voz con cierta gracia dice por los altavoces que tenemos quince minutos para fumar: Smoke Stop, y después no pararemos en muchas horas. Al pasar cerca de Marfa, la misma voz graciosa cuenta con interés que aquel pueblo es famoso por las películas que se rodaron en sus calles: Gigante, con James Dean, en los años 50, o No es país para viejos, con Javier Bardem, más recientemente.
Por los pasillos cruzan hombres con sombreros tejanos y bigotes poblados, algunos llevan unas cervezas a su asiento. Las puertas se abren con gran estrépito, y en el hueco entre los vagones la superficie tiembla, como en los trenes antiguos. Paseo por los dos pisos, por los vagones de tertulia con asientos enfrentados a los cristales grandes que multiplican la amplitud del paisaje, por los vagones de comedor. Los amish están cenando en silencio, con los sombreros y velos puestos, el sacerdote bebe vino y come postre con una pareja anciana.
El revisor, que es un hombre negro con rastas recogidas en un bulto grande, pasa comprobando que están pilladas sobre los asientos las etiquetas que nos dieron al subir, donde escribieron con letras grandes el destino de cada viajero: no piden el billete, sólo comprueban que está el papelito arriba. Los asientos son tan amplios, que aunque me tienda y estire los pies no alcanzo a dar al asiento de delante. Antes de que atardezca muchos viajeros se recuestan, se arropan, se duermen.
Se pone el sol mientras atravesamos horas y horas de desierto. Durante mucho tiempo se puede ver la cordillera que avanza con la frontera, en la claridad de la tormenta eléctrica. Nunca he visto relámpagos tan seguidos: cada dos o tres segundos el cielo se ilumina contra las montañas, y blanquea la llanura vacía. Aparece una carretera paralela a la vía del tren, una carretera recta por la que cruzan de vez en cuando esos camiones de morro grande que se ven en las películas. Se empiezan a oír ronquidos a lo largo del vagón.
Hacemos una segunda y última parada en Del Río, otra ciudad de frontera, pero ya nadie se baja del tren. Trece horas después de habernos subido en El Paso, el tren llega a San Antonio. Los revisores pasan diez minutos antes despertándonos. Aún no se ha hecho de día: en la estación esperamos las maletas mientras la televisión habla de un hombre que pasó disparando a gente al azar desde su coche, de Donald Trump haciendo el payaso, de la muerte repentina de una leyenda de la música tejana que se llama Emilio Navaira. El hombre del tiempo es un tipo gracioso y desenvuelto que aparece cada tres minutos, para decir siempre lo mismo.
El centro de San Antonio es pequeño, manejable. La ciudad está envuelta en una neblina densa que casi toca la superficie. Los edificios altos apenas se intuyen, las banderas de Texas tiemblan como dentro de una nube. Me encuentro en seguida el paseo del río, corredores tempraneros, desocupados junto a la estación de autobuses. Localizo enseguida un lugar mexicano, Blanco Café, donde las meseras sirven amablemente café de olla sin parar, donde todos los clientes conversan en español, donde acaba mi noche de tren con la contundencia de unos huevos rancheros, para salir a descubrir San Antonio.
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