Un día de turistas por León da para pasear con calma y estirar las piernas, para pensar, para tapear, para organizar los pasos que nos van descontando el viaje a Santiago. Como no podemos dejar de madrugar, paseamos solos en la mañana festiva y plomiza, de la catedral a la Casa Botines, que diseñó Gaudí, y de ahí a la iglesia de San Isidoro, que abre temprano y es un refugio silencioso y cálido. Por no pagar, aprovechamos la hora de la misa para entrar a la catedral: hay un olor denso y embriagante a incienso, varios sacerdotes cantan y leen pasajes del Apocalipsis, y me quedo tan embelesado recorriendo con la mirada los recovecos de la iglesia, la fuerza colorida de la luz que traspasa las vidrieras verticales, que cuando me doy cuenta el obispo nos ha dado una indulgencia plenaria y la misa ha terminado. El barrio Húmedo, un puñado de calles estrechas frente a la catedral, es un lugar agradable: porque el mundo es mucho más agradable en los lugares en que sirven pincho con la bebida. También en los lugares donde la policía no molesta a quien se bebe educadamente una lata de cerveza en la plaza. En algún momento, sin embargo, la policía molesta a nuestro amigo titiritero, que tiene que guardar la marioneta que cantaba y bailaba entre miradas atónitas de los niños y gritos de protesta de los abuelos. Hay noches de tertulia y vino templado en la penumbra parroquial: parece que ya no supiéramos vivir de otra manera.
Antes de salir de la ciudad buscamos la confitería Alonso, donde están los mejores dulces de León, para conocer a los padres de una amiga, que son afables y generosos con nosotros. Visitamos el parador de turismo, que está en la antigua cárcel de San Marcos, adonde Francisco de Quevedo pasó cuatro años de penurias y frío antes de irse a morir a La Mancha. Un puente cruza el río Bernesga y después hay una sucesión aburrida de barrios, pueblos aledaños, polígonos industriales. De La Virgen del Camino sale una ruta alternativa, que va por un campo pardo salpicado de robles. Oncina de la Valdoncina, y mucho más adelante Chozas de Abajo, pueblecitos con construcciones de piedra, sin un alma en las calles. En Villar de Mazarife hay algunos maizales, descampados donde descansan arados y tractores, y un albergue fabuloso con césped y piscina, con espacio para las risas y las guitarras tardías.
Desde allí hay diez kilómetros de huertas y regadíos hasta el siguiente pueblo, Villavante, que se hacen largos a la mañana siguiente. Cruzamos fugazmente por Hospital de Órbigo, un larguísimo puente de piedra y un pueblo coqueto, almorzamos junto a un remolque en medio de un hayedo, y cogemos un ritmo imparable en las cuestas que suben a los siguientes pueblos, Villares de Órbigo, Santibáñez de Valdeiglesias, y mucho más adelante San Justo de la Vega. En medio del campo, encontramos el refugio de un español que se retiró hace nueve años a vivir ahí y ofrece a los peregrinos frutas, zumos, bizcochos, a cambio de sus donativos. Una australiana que hacía el Camino el año pasado, se quedó a vivir con él, y otros muchos peregrinos hacen un alto para refrescarse, charlar, reflexionar. Bajamos corriendo la larga cuesta que lleva a Astorga, adonde entramos cantando, agotados y eufóricos. Con más peso sobre los hombros y con más fuerza en las piernas cada día, no parece verdad que el Camino se vaya a acabar.
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