La primavera de Bruselas es cambiante y antojadiza. De un día para otro, volvemos de la manga corta al abrigo gordo, de las tardes de niños abarrotando los parques al viento frío fuera de estación. Por la mañana estoy comentando un texto en el que John Locke defiende como uno más de los derechos naturales del ser humano la propiedad privada, y un rato después estoy aterrizando en la bahía de Santander, bajo un sol amable y plácido, dueño de un país entero por recorrer. De repente el sol luce más y los precios han caído a la mitad. Hay una ciudad civilizada y silenciosa afuera, mucha gente que camina, un ambiente tranquilo y casi veraniego.
Paseando primero junto a la catedral y luego por la bahía hacia la Magdalena, puerto y playa y atardecer, me vienen a la cabeza los primeros versos del poema de José Hierro "Llegada al mar": "Cuando salí de ti, a mí mismo / me prometí que volvería. / Y he vuelto. Quiebro con mis piernas / tu serena cristalería". Sin darme cuenta, y sólo lo veré después, he pasado por delante del extraño monumento que la ciudad de Santander dedica al poeta: una serie de láminas paralelas de metal en cuyos huecos se dibuja, si se mira de frente, el rostro de José Hierro. Hay un aire lánguido en el ambiente: Santander se me figura una de esas vetustas y heroicas ciudades que suelen dormir la siesta.
Casi no puedo esperar a la mañana de mañana para salir de nuevo rumbo al oeste. Caminar es el ejercicio que nos coloca en la medida exacta del ser humano. Cada vez soporto menos los autobuses, me mareo en los asientos traseros de los coches, me agobia el servilismo de los aviones. Caminar nos da la medida exacta de nosotros mismos, de los tiempos y medidas que somos capaces de abarcar, en nuestra pequeñez. Inicio una semana de Pasión con la única pena de que no pueda alargarse más estaciones. Otra vez con la mochila al hombro, regresando al viejo vicio del caminar solitario.
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