Cuando se pasan muchos meses fuera de Europa, fuera de
España, en aquellas lejanías del Oeste americano, suelen echarse de menos cosas
que uno no pensaba que estuvieran tan cerca. La familia y las voces del idioma
propio están hoy muy cerca, en cualquier momento, en cualquier lugar. Pero hay
espacios que uno siente muy lejos, espacios de nuestra cultura con los que se
ha desarrollado una familiaridad tan intensa que uno siente que al menos les
debe una visita de cortesía.
Uno de los
primeros lugares que visito en mis vacaciones españolas, después de una vuelta
por los más cercanos y reconocibles, es el Museo del Prado. Cuántas de las
cosas que uno añora, que uno cree saber, que uno se atreve a pensar, están
contenidas en esas paredes.
Yo conocí muy
tarde la ciudad de Madrid, pero extrañamente es un sitio en el que cada vez me
reconozco más. Un paseo ligero por Lavapiés me devuelve la conciencia de lo que
ahora es mi país: carnicerías árabes, tiendas orientales, grupos de africanos
vestidos con telas anchas riendo en sus lenguas lejanas. Movimiento, coches,
motos, todavía carteles electorales, pintadas con protestas, ruido tranquilo
entre la mole del Museo Reina Sofía y la estación de Atocha.
En el Prado
hay una exposición temporal con obras del pintor flamenco Rogier van der
Weyden. Casi todas pertenecen al museo. El
descendimiento es un cuadro grande, pleno de emoción religiosa y también
humana. De cerca, entre colores tan vivos, el rostro lívido de la Virgen o las
lágrimas de las otras mujeres parecen tan reales que sobrecogen.
Hay también
una muestra breve de cuadros de Picasso del Kunstmuseum de Basilea; otra de
Pérez Villaamil, un paisajista romántico; y, en un rincón modesto, el San Juanito, la única escultura de
Miguel Ángel en España, que fue destrozada en la guerra civil, y ha sido
minuciosamente restaurada en Florencia, y pasa por el Prado antes de volver a
Úbeda.
Hay después un
paseo despacioso por los personajes de Velázquez, Ribera, Murillo, Goya, El
Bosco. Rostros, gestos, historias tantas veces leídas y contadas. Hay pintores
repartidos por las salas, muchos turistas extranjeros, guías que explican en
muchos idiomas, normalidad cívica. Nada reconforta más que pasear el ánimo en
un día tranquilo por un museo europeo.
Necesito otra
larga caminata para reconocer lugares que no se han movido en un año: Alcalá,
Gran Vía, Fuencarral, Chueca. Acabo la tarde con una sorpresa en la Biblioteca
Nacional: una pequeña muestra de la correspondencia privada de Miguel de
Unamuno. Teatro, poesía, conflictos religiosos, disputas políticas. Leyendo al
vuelo reflexiones de Unamuno, uno se reafirma en que este país tan valioso es
sin embargo fuente de problemas que nunca se solucionan, y que siempre son los
mismos. Con su caligrafía esmerada, dice Unamuno en una carta a Azorín que lo
acusan de ser un personaje contradictorio, y concluye: “El que no se contradice
nada dice”.
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