domingo, 21 de junio de 2015

Volver al Prado

Cuando se pasan muchos meses fuera de Europa, fuera de España, en aquellas lejanías del Oeste americano, suelen echarse de menos cosas que uno no pensaba que estuvieran tan cerca. La familia y las voces del idioma propio están hoy muy cerca, en cualquier momento, en cualquier lugar. Pero hay espacios que uno siente muy lejos, espacios de nuestra cultura con los que se ha desarrollado una familiaridad tan intensa que uno siente que al menos les debe una visita de cortesía.


         Uno de los primeros lugares que visito en mis vacaciones españolas, después de una vuelta por los más cercanos y reconocibles, es el Museo del Prado. Cuántas de las cosas que uno añora, que uno cree saber, que uno se atreve a pensar, están contenidas en esas paredes.

         Yo conocí muy tarde la ciudad de Madrid, pero extrañamente es un sitio en el que cada vez me reconozco más. Un paseo ligero por Lavapiés me devuelve la conciencia de lo que ahora es mi país: carnicerías árabes, tiendas orientales, grupos de africanos vestidos con telas anchas riendo en sus lenguas lejanas. Movimiento, coches, motos, todavía carteles electorales, pintadas con protestas, ruido tranquilo entre la mole del Museo Reina Sofía y la estación de Atocha.

         En el Prado hay una exposición temporal con obras del pintor flamenco Rogier van der Weyden. Casi todas pertenecen al museo. El descendimiento es un cuadro grande, pleno de emoción religiosa y también humana. De cerca, entre colores tan vivos, el rostro lívido de la Virgen o las lágrimas de las otras mujeres parecen tan reales que sobrecogen.

         Hay también una muestra breve de cuadros de Picasso del Kunstmuseum de Basilea; otra de Pérez Villaamil, un paisajista romántico; y, en un rincón modesto, el San Juanito, la única escultura de Miguel Ángel en España, que fue destrozada en la guerra civil, y ha sido minuciosamente restaurada en Florencia, y pasa por el Prado antes de volver a Úbeda.

      Hay después un paseo despacioso por los personajes de Velázquez, Ribera, Murillo, Goya, El Bosco. Rostros, gestos, historias tantas veces leídas y contadas. Hay pintores repartidos por las salas, muchos turistas extranjeros, guías que explican en muchos idiomas, normalidad cívica. Nada reconforta más que pasear el ánimo en un día tranquilo por un museo europeo.


         Necesito otra larga caminata para reconocer lugares que no se han movido en un año: Alcalá, Gran Vía, Fuencarral, Chueca. Acabo la tarde con una sorpresa en la Biblioteca Nacional: una pequeña muestra de la correspondencia privada de Miguel de Unamuno. Teatro, poesía, conflictos religiosos, disputas políticas. Leyendo al vuelo reflexiones de Unamuno, uno se reafirma en que este país tan valioso es sin embargo fuente de problemas que nunca se solucionan, y que siempre son los mismos. Con su caligrafía esmerada, dice Unamuno en una carta a Azorín que lo acusan de ser un personaje contradictorio, y concluye: “El que no se contradice nada dice”.

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