martes, 29 de diciembre de 2015

Big Sur 2: Monterey, Carmel, La Purísima y ¡Dinamarca!


En Monterey hay un ambiente de ciudad turística en temporada baja, de lugar tranquilo de vacaciones. Los turistas llenan de noche las calles de madera sobre el agua del Fisherman's Wharf, pero caminan despacio, con una placidez contagiada por la quietud de las aguas, entre los agentes de los restaurantes que ofrecen muestras de la crema de almejas que es la especialidad de la zona. Por la mañana hay un cielo gris mientras paseamos por Cannery Row, la calle de pescadores y puestos de pescado que John Steinbeck retrató en un libro de los años 40, y que hoy es una atracción turística más.

       Cuando llegamos a Carmel-by-the-Sea, que está a apenas cuatro kilómetros, ha salido el sol. La ciudad de Clint Eastwood es un perfecto lugar residencial, calles rectas con mansiones de todo tipo, un bosque interior de pinos y secuoyas que puebla todas las aceras, anchas avenidas con tiendas y comercios, con restaurantes y cafés elegantes, una calma europea en los turistas que caminan frente a los escaparates llenos de objetos de precios exorbitantes. Las avenidas van cayendo en una lenta declinación hasta dar a unas dunas y finalmente al mar. La playa está repleta de gente que camina, niños que juegan, perros que corren por la orilla. Desde uno de los miradores contemplamos la trayectoria de los surfistas sobre las olas y, de repente, aparecen a su lado varios delfines, emulándolos, subiéndose a la ola, ofreciéndonos sus figuras gráciles y ligeras a sólo unos metros de la arena, entre las aguas cristalinas.

     En Carmel visitamos brevemente la misión española de San Carlos Borromeo, que Junípero Serra fijó como su residencia, y en cuya iglesia está enterrado el ahora santo. Y ponemos rumbo hacia el sur por la carretera de la costa, de nuevo hacia el espectáculo natural de Big Sur.

         Hay lugares de acampada justo a la entrada de Big Sur, entre los bosques de secuoyas, entre las primeras curvas de la carretera que bordea los acantilados. Pasamos el puente Brixby, una estructura metálica de los años 30 sobre un cañón que se abre al mar, y que es en sí mismo otra atracción turística, a juzgar por las decenas de coches parados en los extremos. Hay un peñón sobre el mar con un faro en lo alto, envuelto por una calima que con el sol declinante parece vapores de agua, y hay decenas de vacas pardas pastando en la lengua de tierra verde que lleva hasta el peñón.

         Y después hay más rocas golpeadas por las olas, y cuevas por donde escapa la resaca, y bosques que dora el sol que se va, y caravanas que suben, y pelotones de motos gordas, y autostopistas. Nos detenemos en algunos de los muchos apartaderos sobre los acantilados, para hacer fotos o por el simple placer estético de sentirnos allá arriba, frente a esa costa abrupta, frente a la inmensidad azul y dorada del océano, dorados también nosotros, tocados por el aire mágico de un rincón del mundo con demasiada literatura, un lugar que guarda el equilibrio justo entre atracción y lejanía, entre belleza y peligro.



        
         Al día siguiente, saliendo de Santa María, nos internamos por la carretera que lleva hasta Lompoc, que vuelve a ser una zona llana y agrícola. A pocos kilómetros de la ciudad de Lompoc está la misión española de La Purísima Concepción. Casi todas las misiones, puesto que dieron origen a ciudades, se encuentran hoy dentro de las ciudades. Ésta es la primera que encuentro separada, en medio del campo, casi oculta entre viñedos y campos de fresas. Y es también una de las más completas, de las más hermosas. Al no estar integrada entre los edificios de una ciudad, esta misión da una idea más exacta de cómo debieron ser las misiones franciscanas en el siglo XVIII: enclaves solitarios con su iglesia, sus habitaciones, sus patios, sus huertos y establos.

         Pasamos a la alargada nave de la iglesia con sólo empujar la puerta, no hay nadie vigilando, no hay desperfectos, sólo un frío silencio de otro siglo. Los carteles señalan y explican por todos lados la utilidad de los espacios, de los trabajos que allí se hacían: hornos, curtiduría, carpintería, molino y prensa de aceite, cardadores, telares. Están también las habitaciones de los militares, tras una puerta donde se lee la palabra Cuartel. En medio del llano, frente al edificio, en lugar preeminente, se alza un alto mástil del que ondea una bandera de España.

        Hay habitaciones civiles, escritorios, biblioteca, cocinas, alcobas. También reproducciones de las chozas de los indios, enormes construcciones abombadas, hechas con cañas entretejidas. Hay también huertos de verdad, y animales, toros, cerdos, caballos. A media mañana empiezan a llegar familias, y los niños corretean por los jardines o por las habitaciones abiertas, pero sigue habiendo un silencio casi reverencial que se sobrepone a todo lo demás.

Unos kilómetros hacia el sur nos encontramos por sorpresa con un pueblo danés. Molinos de viento, casas de techos afilados, con fachadas blancas cruzadas de tablas de madera, banderas de Dinamarca por todos sitios. Solvang es un pueblo agrícola, rodeado de viñedos, adonde vinieron a parar cientos de daneses a principios del siglo XX. Los restaurantes, los comercios, incluso los nombres de las calles son daneses. Hacemos una breve visita a otra pequeña misión española, Santa Inés, que está a la salida del pueblo. Paseamos por las aceras limpias, salpicadas de delicadas flores de colores, por el orden europeo de las calles pensadas para peatones. Tomamos una hamburguesa danesa con un rico chardonnay de la zona. Cada vez estoy más convencido de que no estamos tan lejos.

domingo, 27 de diciembre de 2015

En ruta hacia el vértigo de Big Sur

Antes de acabar el año, volvemos hacia el norte, hacia Big Sur. Hasta hace no demasiado, Big Sur era un espacio salvaje en pantalla grande, en documentales de sobremesa de La 2, cóndores sobrevolando acantilados altísimos, bosques impenetrables donde los animales viven aislados, ballenas rodeando islotes y echando al aire limpio del atardecer el torrente de su resoplido vertical. Ahora, siendo todo eso, es también un territorio casi familiar, un espacio acumulado en la geografía personal, una dulce sucesión de spots entre los caprichos de la memoria.


         De San Diego a Carlsbad y de allí hacia Los Ángeles por la Interestatal 5, que está inusualmente despejada al atravesar la macrociudad. Paramos en Malibú, una tranquila línea de playas semiescondidas por lujosas residencias de verano, en las faldas de una cadena de suaves montañas, justo al norte de Santa Mónica. En una laguna rodeada de playas anchas y palmeras, un águila de cabeza blanca posa para los fotógrafos sobre la rama de un árbol caído. El mar está muy calmado, y parece que se pudiera llegar caminando a las islas del Canal.

         Siguiendo la carretera de la costa, Oxnard, Ventura, grandes ciudades agrícolas, exposiciones de potentes tractores, inmensas extensiones de campos de fresas, y de repente una larga humareda detrás de las montañas. Un incendio está calcinando el bosque bajo que llega hasta el océano, y nos desvían por una intrincada red de carreteras de monte que rodean el lago Casitas. Apenas hay agua en el fondo del lago, de donde se abastecen las avionetas que nos sobrevuelan. Camino de nuevo al mar, cambiamos el bosque de encinas por el verde más vivo de los árboles de aguacate y los naranjos, y llegamos sin contratiempo a Santa Bárbara.

         Dentro de la rica variedad de tacos, de carne y pescado, que ofrece la cocina del sur de California, creía haberlo probado todo, yendo del campo al mar, pero en un mexicano de Santa Bárbara vuelvo por un rato más lejos, a mi tierra, saboreando unos tacos de migas con chorizo. Santa Bárbara es una ciudad limpia y hermosa, encajada entre las montañas y el mar. Desde lo alto de la torre de la Courthouse, que es un conjunto de edificios de fachadas blancas y construcción pretendidamente colonial, se puede divisar una panorámica completa de la ciudad: la sierra pelada al fondo, las montañas de laderas suaves y casas suntuosas con vistas al océano, la misión española con su iglesia de paredes color crema, la alta vegetación poblando la ciudad entre las manchas blancas de las casas, los tejados de teja naranja, calles rectas y cuadriculadas, yates ordenados en el puerto, la línea de playa con sus palmeras de postal, el resplandor inmenso del océano Pacífico.

La Courthouse son realmente unos juzgados en uso, con anchos pasillos de baldosa antigua, techos de artesonado y amplias pinturas en tela decorando las paredes blancas, con verdadero aire de monasterio castellano. Hay una sala de juicios de techos muy altos, como los de un palacio, con travesaños labrados y largas lámparas colgantes, donde las paredes son murales alegóricos de la historia de la ciudad. Alrededor de los bancos y del tribunal, con su bandera norteamericana, se ven imágenes de indios, de descubridores en barco, a caballo y con armaduras, de sacerdotes, y banderas españolas y mexicanas y escudos de Castilla y León. En un rincón, bajo una bandera española y un toldo sobre el que crece una parra de uvas tintas, una mujer con mantilla abraza a un muchacho, y un pergamino desarrolla dos lemas muy nuestros: Salud y pesetas. Gracias a Dios.

         Por la mañana hace frío de invierno, pero hay surfistas aprovechando las escasas olas de la ancha playa de Pismo. En San Luis Obispo, cuyo centro es también una cuadrícula de calles ordenadas y limpias, de tiendas al estilo europeo, hay también una misión española, con su iglesia y su pequeño museo y su poco de historia. Al lado hay una biblioteca de 1905, que es también un pequeño museo de historia, un edificio coqueto de ladrillo rojo y arcos de piedra que parece de juguete. Hay una exposición sobre la familia Hearst, y un encargado afable y con ganas de hablar nos cuenta sobre sus vidas y sobre la herencia española en la costa californiana.

         Morro Bay es un tranquilo pueblo de pescadores, con restaurantes junto a una amplia bahía interior, frente a un peñón sobre el mar, que le da nombre. Tomamos tacos de bacalao y una confortante cerveza artesana en una terraza frente al agua, al tibio sol del invierno, antes de seguir camino y adentrarnos en Big Sur por las sinuosidades de la Highway 1. Atravesamos pueblecitos con casas de madera, extensiones de prado donde pastan las vacas, y también cebras, frente al océano, cortas bahías y playas inaccesibles sobre las que refulge la línea amarilla del sol cayendo sobre el limpio horizonte del agua.


         Hay un rincón especial en la sucesión de vistas dramáticas de la costa. Es en Julia Pfeiffer Burns State Park. En estas alturas tuvo en su día un rancho, y una casa sobre el acantilado, una familia que había emigrado desde Alemania, y que da nombre al área protegida de bosques que rodea este punto. Un corrimiento de tierras en los primeros años 80 se llevó por delante una parte de la montaña. La carretera 1 estuvo cerrada muchos meses. Después la terquedad del mar limpió los restos y creó unas espléndidas playas, que ahora los visitantes contemplan desde una pasarela. Hay un punto en que las rocas forman una pequeña ensenada de aguas turquesas. El bosque de secuoyas llega casi hasta el nivel del mar. Por entre las secuoyas corre un arroyo que viene a caer en una recta cascada sobre la arena clara de la playa. De la ladera que baja hasta la playa cuelgan secuoyas diminutas, juncos, recios eucaliptos, una palmera de copa redonda. Una banda de nubes cubre la puesta de sol, pero el resplandor dorado se alarga desde el horizonte hasta las rocas, sobre un mar tan raso y calmado como una laguna. Siempre que contemplo una imagen así pienso en la fascinación violenta con que aquellos artistas románticos del XIX quisieron enseñarnos a ver la naturaleza.

jueves, 24 de diciembre de 2015

Pacific Beach: un retiro de invierno frente al Pacífico

Con el invierno recién estrenado, con la sombra de las tensiones del final del trimestre escolar, encuentro un lugar ideal para unos días de lento retiro navideño. Pacific Beach es uno de los barrios más vitales de San Diego, pero en estas fechas es un plácido remanso de paz, palmeras y playa. Al norte de la enorme bahía de San Diego, en la desembocadura del río San Diego, hay otra bahía, una falsa bahía, un complejo lagunar con islas, playas, parques, hoteles, pequeños puertos deportivos e incluso un parque temático marino de fama mundial, SeaWorld San Diego: todo esto es Mission Bay. Un brazo de tierra, con anchas playas, paseo marítimo y casas de vacaciones en primera línea, protege del mar abierto al laberinto de lagunas. Pacific Beach es un barrio ordenado y tranquilo, encajado entre las lagunas de Mission Bay, el océano Pacífico y el hermoso y más suntuoso barrio de La Jolla.

         Paseo con una bicicleta rosa por la orilla de la laguna, trazando un arco suave frente a las residencias de verano, pequeños complejos de habitaciones con balcones o casitas bajas con jardines cuidados, piscinas, hamacas, palmeras bajas y palmeras altas, salones de anchas cristaleras con vistas a la bahía. En la costa californiana, como en algunos lugares de Europa, se llevan estas bicicletas de paseo, de aparatosos manillares como astas de toro, sin frenos en el manillar, pues para frenar no hace falta más que invertir el sentido de los pedales. Por la sinuosa línea asfaltada circulan muy despacio grupos de ciclistas, tándems, jóvenes con patines, parejas de jubilados caminando, corredores con auriculares que empujan carritos de bebés. Los paseantes de perros prefieren caminar por la arena, dejar a los perros corretear en el agua. Hay pescadores ocasionales, barcos que tiran de surfistas, un monitor de voleibol enseñando a sus alumnos el saque, otros grupos jugando al vóley-playa, familias jugando a la petanca en la arena, niñas con vestidos de colores vivos echando al aire endebles cometas.

         Entre las casas que miran a la bahía hay un lujo envejecido, y un descuido natural y envidiable que lleva a la gente a dejar al aire, a cualquier hora, pertenencias que saben que nadie se llevará: hamacas, cocinas de gas, sillas y mesas de metal en las terrazas, bicicletas, máquinas cortacésped, banderas, adornos varios. Entre las casas salen pequeñas callecitas, no más anchas que un pasillo, sombreadas por las altas palmeras, por los jardines con flores tropicales, que llevan hasta la playa, hasta el mar abierto, hasta el océano Pacífico. Hay amplias zonas de arena con redes de voleibol, y anchos parques de césped con utensilios de barbacoa, parques infantiles, pasillos sobre el agua hasta los restaurantes de las diminutas islas, en torno a las que se arraciman barquitos sobre el agua quieta.


         En el límite entre Mission Beach y Pacific Beach, frente al océano, hay un parque de atracciones, Belmont Park, con sus carruseles, con su montaña rusa de madera, funcionando desde hace casi un siglo, desde los felices años 20 en que aquella sociedad blanca y opulenta empezaba a asentarse en el paraíso de la costa oeste. Frente a la playa hay un paseo marítimo siempre muy concurrido, tranquilo estos días, como en cualquier playa mediterránea recién llegada la temporada baja. Más casas de vacaciones, con terrazas altas y otras al nivel del suelo, abiertas a los paseantes, donde turistas americanos beben cervezas tumbados en una hamaca, con gafas de sol y gorra de béisbol, o altas copas de vino blanco, expuestos al sol, en pantalones cortos, comentando los giros rápidos de los muchos que aprovechan el viento para hacer kitesurf, con sus anchas bolsas de colores zigzagueando en el aire.

         Cruzan en lenta hilera sobre las casas las bandadas de pelícanos. Hay parejas sentadas en sus sillas portátiles sobre la arena. Padres enseñando a sus hijos a hacer volar sus cometas. Hay gente dentro del agua, a pesar de que el agua está muy fría, hay paseantes descalzos por la arena, hay algunos surfistas, algunos lectores al sol. Jugamos un rato al balón en la orilla, caminamos por la arena, espantamos las gaviotas y los cuervos. Hay algunas nubes bajas, hay una luminosidad casi hiriente.

         Otro día está lloviendo desde el amanecer, en cortas rachas que arrastra el viento, chispea pero la gente sigue paseando por la orilla, por el paseo marítimo, por entre las casitas de madera pintada del pier, por el pasillo adornado con aros salvavidas con mensajes navideños. Al final del muelle hay un árbol de Navidad, y hasta ahí llegan los adolescentes y los jubilados para hacerse fotos, con el mar picado de fondo. Tanto si hace mucho sol como si hace mucho viento, como si llueve y refresca, uno encuentra cualquier día, al mismo tiempo, gentes en calzón corto y chanclillas, en cazadora polar, con impermeable, en tirantes, con gafas de sol, con los pies descalzos, incluso combinaciones de sandalias y abrigo gordo. Probablemente sea una más de las formas de independencia e indiferencia americanas: uno decide qué se va a poner sin consultar siquiera con la ventana de casa, y después todo el mundo encuentra natural lo que ve por la calle, y nadie se siente incómodo.

         A todo lo largo de Mission Beach están construyendo una defensa contra las inundaciones. Además de dunas de arena, junto al paseo marítimo, una línea de contrafuertes de tablas de madera, y una segunda de bloques de hormigón. Muchos bares de la primera línea acaban de arreglar sus terrazas. Este año El Niño está trayendo más tormentas de las acostumbradas, y varias veces el agua ha desbordado la playa. Todo es tan cuadriculado, tan ordenado y medido, que hasta los nombres de las calles, de playas californianas o de ciudades europeas, siguen un escrupuloso orden alfabético: Venice, Verona, York. Ahí empieza otra vez Pacific Beach, empiezan sus calles también cuadriculadas, también ordenadas, anchas avenidas con aceras pobladas como pequeños bosques, con palmeras altísimas de las que la tormenta ha desprendido largas hojas y cortezas. Calles que, también como un bosque, de noche se quedan oscuras, casi silenciosas, íntimas. Pacific Beach es un conjunto de postales típicamente californianas, es la placidez templada del sol poniéndose sobre el Pacífico, es un lugar del que daría tanta pena irse.