En Monterey hay un ambiente de ciudad turística en temporada baja, de lugar tranquilo de vacaciones. Los turistas llenan de noche las calles de madera sobre el agua del Fisherman's Wharf, pero caminan despacio, con una placidez contagiada por la quietud de las aguas, entre los agentes de los restaurantes que ofrecen muestras de la crema de almejas que es la especialidad de la zona. Por la mañana hay un cielo gris mientras paseamos por Cannery Row, la calle de pescadores y puestos de pescado que John Steinbeck retrató en un libro de los años 40, y que hoy es una atracción turística más.
Cuando llegamos a Carmel-by-the-Sea, que está a apenas cuatro kilómetros, ha salido el sol. La ciudad de Clint Eastwood es un perfecto lugar residencial, calles rectas con mansiones de todo tipo, un bosque interior de pinos y secuoyas que puebla todas las aceras, anchas avenidas con tiendas y comercios, con restaurantes y cafés elegantes, una calma europea en los turistas que caminan frente a los escaparates llenos de objetos de precios exorbitantes. Las avenidas van cayendo en una lenta declinación hasta dar a unas dunas y finalmente al mar. La playa está repleta de gente que camina, niños que juegan, perros que corren por la orilla. Desde uno de los miradores contemplamos la trayectoria de los surfistas sobre las olas y, de repente, aparecen a su lado varios delfines, emulándolos, subiéndose a la ola, ofreciéndonos sus figuras gráciles y ligeras a sólo unos metros de la arena, entre las aguas cristalinas.
En Carmel visitamos brevemente la misión española de San Carlos Borromeo, que Junípero Serra fijó como su residencia, y en cuya iglesia está enterrado el ahora santo. Y ponemos rumbo hacia el sur por la carretera de la costa, de nuevo hacia el espectáculo natural de Big Sur.
Al día siguiente, saliendo de Santa María, nos internamos por la carretera que lleva hasta Lompoc, que vuelve a ser una zona llana y agrícola. A pocos kilómetros de la ciudad de Lompoc está la misión española de La Purísima Concepción. Casi todas las misiones, puesto que dieron origen a ciudades, se encuentran hoy dentro de las ciudades. Ésta es la primera que encuentro separada, en medio del campo, casi oculta entre viñedos y campos de fresas. Y es también una de las más completas, de las más hermosas. Al no estar integrada entre los edificios de una ciudad, esta misión da una idea más exacta de cómo debieron ser las misiones franciscanas en el siglo XVIII: enclaves solitarios con su iglesia, sus habitaciones, sus patios, sus huertos y establos.
Unos kilómetros hacia el sur nos encontramos por sorpresa con un pueblo danés. Molinos de viento, casas de techos afilados, con fachadas blancas cruzadas de tablas de madera, banderas de Dinamarca por todos sitios. Solvang es un pueblo agrícola, rodeado de viñedos, adonde vinieron a parar cientos de daneses a principios del siglo XX. Los restaurantes, los comercios, incluso los nombres de las calles son daneses. Hacemos una breve visita a otra pequeña misión española, Santa Inés, que está a la salida del pueblo. Paseamos por las aceras limpias, salpicadas de delicadas flores de colores, por el orden europeo de las calles pensadas para peatones. Tomamos una hamburguesa danesa con un rico chardonnay de la zona. Cada vez estoy más convencido de que no estamos tan lejos.



