domingo, 28 de junio de 2015

Más allá de Lisboa

La noche de San Juan meto los pies en las aguas del Atlántico y siento un violento escalofrío, intenso y fugaz como un presagio. El día siguiente me entrego a una tarea metódica y ligera: recorrer con la bicicleta la punta de la nariz de la península de Lisboa hasta el océano abierto.



         Paço do Arcos, Oeiras, Carcavelos, Parede, Avencas: la sonoridad de los nombres se corresponde con la belleza de las playas, algunas grandes extensiones de arena llenas de adolescentes jugando, otras pequeñas calas abiertas entre abruptos acantilados. Hacia el norte, São Pedro do Estoril, São João do Estoril, una carretera en leve cuesta sobre los acantilados y un paseo marítimo limpio y concurrido, familias en la tarde serena de playa, lectores entre las rocas, niños lanzándose al agua con acrobacias desde los espigones, viejas fortalezas mirando al mar casi abierto. Cascais tiene todo eso y un poco más: una ciudad de vacaciones tranquila, paseos de baldosas limpias y puestos de recuerdos, muchos restaurantes, un puerto deportivo pequeño, turistas casi silenciosos, mucha calma.

         Más allá de Cascais la carretera vira a la derecha, siguiendo las formas caprichosas de la costa, que forma una nariz frente al océano. El Tajo ya se ha convertido en el Atlántico, y a lo largo de la carretera alta se suceden las pequeñas urbanizaciones, las quintas viejas con entradas señoriales y las quintas remozadas que ahora son lujosos hoteles, un campo de golf, más fortalezas medio en ruinas. También algunos restaurantes con terrazas frente a la anchura inmensa del mar, y miradores en los puntos más altos, y muchos deportistas tranquilos. Ciclistas, corredores, caminantes, casi todos de una cierta edad, a lo largo de una carretera bien acondicionada donde sólo se oye el viento y el lejano oleaje del mar que golpea muy abajo.

         Me vuelvo antes de alcanzar la playa de Guincho, habiendo divisado un faro anterior al Cabo da Roca, que no está mucho más allá, y es el punto más occidental de Europa. Algunos coches esperan el atardecer en los caminos abiertos entre las rocas, bajo la carretera. Al otro lado, anchos prados y bosques de arbustos en las montañas que se alejan hacia el interior. Algunas figuras saltan entre esas rocas contra las que choca violento el océano. El sol baja entre nubes brumosas, yéndose en línea recta hacia América, pero aún habrá más de una hora de buena luz para tomar el camino de vuelta.

         Al día siguiente recorro a pie algunas de esas playas. Liberados de sus obligaciones escolares, decenas de jóvenes llenan las playas y juegan con palas o balones de fútbol. El agua es más cálida que la del océano Pacífico, pero también, como allí, hay muchos surferos buscando la buena ola. Hay viento, pero mucho más suave. Me recuesto a la sombra de una roca a leer y al rato pienso que parece mentira, pero la playa está llena de gente y apenas oigo ruido. Hay una extraña serenidad en el ambiente, no hay músicas desagradables, la gente no grita, uno no quisiera salir de este refugio plácido hasta que el libro se acabe.

miércoles, 24 de junio de 2015

Nova viagem a Lisboa

Las primeras veces en Lisboa estaba la sorpresa, el aire decadente, las ilusiones literarias, el contacto con el otro más cercano. En las últimas, por encima de todo eso, está el puro gusto de reconocer las calles empinadas, las piedras beige componiendo el inmenso puzle de las aceras, el ruido de los tranvías, el acento melancólico de nuestras mismas palabras, los colores en las paredes en las caras de esta ciudad tan ibérica y tan oceánica.

         Siempre he llegado por carretera, por la misma carretera serpenteante entre montes y encinas que deja atrás La Mancha pero todavía se alarga muchos kilómetros por bosques de la provincia de Ciudad Real hasta llegar a la recta que atraviesa Extremadura. Las primeras veces que se sobrepasa, el Guadiana es un río sin agua, un lecho ancho de limo y cañas. Después va creciendo, hasta ser un poderoso río verde a la altura de Mérida. Uno atraviesa ya estas fronteras europeas con un aire de cansada monotonía: sin barreras, sin distinciones en el paisaje, lo único que varía es el reloj sobre la autovía indicando que se debe cambiar la hora. Bem-vindo e boa viagem.

         Paramos en Évora un rato para reconocer las palabras alegres de una amiga y el sabor fuerte del café que nos prepara, el primer café breve y denso que me tomo en mucho tiempo. Asiduo consumidor de ese inocente sucedáneo que es el café preparado en los Estados Unidos, saboreo la intensidad del café portugués como un verdadero obsequio de bienvenida.

         Atravesando el puente 25 de abril soy consciente por primera vez de lo mucho que se parece al Golden Gate Bridge de San Francisco, y ya empiezo a reconocer áreas de la ciudad a la derecha, entre las rejas rojas que pasan veloces.

         Mis pasos vuelven una vez más al Mosteiro dos Jerónimos, donde voy directo a saludar las tumbas de Luís de Camões y Vasco da Gama. Hay un aire de turismo tranquilo y saludable en esta zona apartada de la ciudad, de grandes jardines con fuentes altas. Alrededor de la Torre de Belém, a lo largo de la orilla de ese río que es un mar, pasean locales y turistas, jóvenes y viejos, bicicletas y grupos de atletas de tarde. Hay muchos españoles, parejas, grupos de amigas, familias con niños muy pequeños.

         Al día siguiente me lanzo a reconocer lugares ya casi familiares, con la pequeña mochila, un libro ligero y todo el día por delante. En las dársenas de Santos (as docas, docks) hay muchos bares y restaurantes vacíos, despertándose del jolgorio de la noche anterior. Donde acaba la línea del comboio empieza el trajín de bicicletas y caminantes. Terrazas abiertas al Tajo con los primeros turistas, pescadores pacientes sobre el malecón, gente que lee o que mira el lento discurrir del agua. También en las escaleras que se abren al río al final de la Praça do Comerço: turistas, por lo general muy jóvenes, pueblan los escalones musgosos en la tranquilidad del mediodía, arropados por la música lenta de los músicos callejeros.

         En la pequeña plaza frente a las ruinas de la Igreja do Carmo, a pesar de los bares y el tráfico de turistas con cámara, hay siempre un silencio extraño, una tranquilidad como de espacio en la sombra. La gente sube y baja con orden y mucha calma del elevador de Santa Justa, y con la misma calma se ve discurrir la multitud diminuta desde arriba. En Chiado, como siempre, gente que espera frente a A Brasileira para hacerse la foto junto a Fernando Pessõa, y muchos jóvenes en torno a la fuente de la Praça Camões, frente a la que cruzan sin parar, hacia arriba, los viejos tranvías amarillos.


         Hay en estas calles de Chiado o de Bairro Alto una multitud que no cesa de andar y de fotografiar, movimiento continuo de tranvías o coches o motos, voces casuales en inglés, en portugués, en español, y sin embargo una sensación de calma, de discurrir lento de la vida y sus cosas, de serena civilización. Creo que eso es lo que uno viene a reconocer a Lisboa.

domingo, 21 de junio de 2015

Volver al Prado

Cuando se pasan muchos meses fuera de Europa, fuera de España, en aquellas lejanías del Oeste americano, suelen echarse de menos cosas que uno no pensaba que estuvieran tan cerca. La familia y las voces del idioma propio están hoy muy cerca, en cualquier momento, en cualquier lugar. Pero hay espacios que uno siente muy lejos, espacios de nuestra cultura con los que se ha desarrollado una familiaridad tan intensa que uno siente que al menos les debe una visita de cortesía.


         Uno de los primeros lugares que visito en mis vacaciones españolas, después de una vuelta por los más cercanos y reconocibles, es el Museo del Prado. Cuántas de las cosas que uno añora, que uno cree saber, que uno se atreve a pensar, están contenidas en esas paredes.

         Yo conocí muy tarde la ciudad de Madrid, pero extrañamente es un sitio en el que cada vez me reconozco más. Un paseo ligero por Lavapiés me devuelve la conciencia de lo que ahora es mi país: carnicerías árabes, tiendas orientales, grupos de africanos vestidos con telas anchas riendo en sus lenguas lejanas. Movimiento, coches, motos, todavía carteles electorales, pintadas con protestas, ruido tranquilo entre la mole del Museo Reina Sofía y la estación de Atocha.

         En el Prado hay una exposición temporal con obras del pintor flamenco Rogier van der Weyden. Casi todas pertenecen al museo. El descendimiento es un cuadro grande, pleno de emoción religiosa y también humana. De cerca, entre colores tan vivos, el rostro lívido de la Virgen o las lágrimas de las otras mujeres parecen tan reales que sobrecogen.

         Hay también una muestra breve de cuadros de Picasso del Kunstmuseum de Basilea; otra de Pérez Villaamil, un paisajista romántico; y, en un rincón modesto, el San Juanito, la única escultura de Miguel Ángel en España, que fue destrozada en la guerra civil, y ha sido minuciosamente restaurada en Florencia, y pasa por el Prado antes de volver a Úbeda.

      Hay después un paseo despacioso por los personajes de Velázquez, Ribera, Murillo, Goya, El Bosco. Rostros, gestos, historias tantas veces leídas y contadas. Hay pintores repartidos por las salas, muchos turistas extranjeros, guías que explican en muchos idiomas, normalidad cívica. Nada reconforta más que pasear el ánimo en un día tranquilo por un museo europeo.


         Necesito otra larga caminata para reconocer lugares que no se han movido en un año: Alcalá, Gran Vía, Fuencarral, Chueca. Acabo la tarde con una sorpresa en la Biblioteca Nacional: una pequeña muestra de la correspondencia privada de Miguel de Unamuno. Teatro, poesía, conflictos religiosos, disputas políticas. Leyendo al vuelo reflexiones de Unamuno, uno se reafirma en que este país tan valioso es sin embargo fuente de problemas que nunca se solucionan, y que siempre son los mismos. Con su caligrafía esmerada, dice Unamuno en una carta a Azorín que lo acusan de ser un personaje contradictorio, y concluye: “El que no se contradice nada dice”.

miércoles, 17 de junio de 2015

Muñoz Molina, el escritor y el ciudadano

Casi recién llegado, todavía desorientado por el horario, por la noche en vela por culpa del jet-lag, por la abrumadora presencia de caras familiares demasiado tiempo ausentes, me ocurre algo emocionante. Y no por esperado menos emocionante: Antonio Muñoz Molina viene a Manzanares, también casi recién llegado de Estados Unidos, a dar una conferencia, y tengo el inmerecido privilegio de compartir un rato con él. Uno, que no es más que un humilde profesor que escribe cosas, se siente muy pequeño cuando tiene delante no ya a un intelectual muy admirado, sino a alguien en quien lleva inspirándose media vida.

       La conferencia de Muñoz Molina es la que clausura el VII curso de la Escuela de Ciudadanos, que dirige el periodista Román Orozco. La Escuela de Ciudadanos de Manzanares es seguramente el hecho cultural más importante que ha sucedido en La Mancha en las últimas décadas. La conferencia de Muñoz Molina se llama ‘Por una democracia educada’: escuchar las palabras templadas de quien sabe tantas cosas y tiene detrás una obra literaria tan intensa, es un verdadero regalo, para mí y para varios cientos de vecinos de este rincón de España. El mundo literario por el que empezamos a admirarlo se complementa con su espíritu crítico ante la sociedad y su sólida conciencia cívica.
 


         Recuerdo que llegué a su obra por una de esas felices casualidades que ofrecen los largos paseos por pasillos de bibliotecas, recién empezados mis estudios, en la sección de escritores locales de la biblioteca de la Facultad de Letras de Granada. Cuántas horas hemos vivido entre las calles y plazas de Mágina, cuánto hemos aprendido de nosotros mismos en ese continuo Bildungsroman que nos lleva de la España interior al movimiento perpetuo de Nueva York.


De cerca, es la misma persona cordial que nos habla de arte o de literatura en sus artículos, la misma persona generosa que nos explica su visión de nuestro país en Todo lo que era sólido. Chaqueta y barba gris, piernas muy delgadas, zapatos marrones que contrastan con los colores suaves del conjunto, con una mochila al hombro llega y se va, con el gesto serio, dejando la palabra precisa en cada intervención. Cuántos intelectuales así, tan honestos con su trabajo y con la vida pública, hacen falta en nuestro país, en nuestra lengua.


sábado, 13 de junio de 2015

De vuelta al llano

Chula Vista, San Diego, Los Ángeles, Estocolmo, Madrid, Manzanares, Membrilla. Una cadena de actos generosos hace mi largo viaje escalonado y cómodo. A diez mil kilómetros de casa, más de seis mil millas, en realidad no ha sido tan lejos. En Madrid me saludan varios chaparrones veraniegos. En el aire hay un bochorno parecido al que dejé en Los Ángeles, pero de vez en cuando cae una tromba violenta de agua y granizo.

         Algunos coches han quedado medio anegados en zonas bajas, han cerrado alguna estación de metro y algunos carriles de carreteras, cuando intento sacar dinero me dicen que la oficina ha quedado inutilizada por inundación. Pero el país funciona. Siempre que vuelvo a España, desde casi cualquier sitio, tengo la grata sensación de encontrar un país con color, con muchos colores. La vez que más noté la diferencia fue al regresar desde Hungría: parecía que habían subido unos puntos de color al televisor.

         Hay vida en las calles y hay un ruido saludable a oídos del visitante. Los transportes públicos funcionan puntualmente. Otra de las cosas que más me llamaban la atención al volver era encontrar a mucha gente fumando por la calle: la gente ahora fuma menos, o yo no veo a tantos fumadores. Pero en América no fuma nadie en ningún lado, y ésas sí son costumbres, como la buena educación al volante, a las que uno se acostumbra demasiado fácilmente.

         Tren con destino Jaén. Próxima parada: Aranjuez. Train bound for Jaén. Next station: Aranjuez. En San Diego también utilizan los dos idiomas, pero invertidos. El acento español, que en realidad no he dejado de escuchar, tan duro con nuestras jotas y nuestro tono tan alto, cobra ahora un aire cercano y familiar. Pequeñas parcelas de verdor nada más dejar Madrid: maíz todavía muy bajo, recién regado por la tormenta, en las dos orillas del Tajo. Campos de cereal todavía sin cosechar en la provincia de Toledo, rastrojos secos conforme se entra en La Mancha.

         La ventanilla del tren fue el cuadro de despedida hace casi un año, lo es ahora del regreso. Una cooperativa de vino junto a la vía en Villacañas, una laguna con flamencos de pelaje muy claro, una maraña gris de vías y cables en Alcázar de San Juan. Tierra parda, olivos, las manchas blancas de cuatro molinos con las aspas quietas sobre una colina, casitas de campo encaladas de blanco y con el zócalo azul, las primeras viñas. Siempre que me acerco al pueblo me acuerdo de las palabras de un amigo en nuestros viajes desde el sur, cuando a la altura de Despeñaperros empezaba a decir: Ya huele, ya huele a vino. A veces la frase se alargaba con complementos tan hermosos como que ya empezaba a oler también a geranio junto al brocal del pozo del patio.


         La tierra se hace más llana, la dejé seca durante la vendimia y ahora hay muchos pedazos de verde. Ajos, patatas, majuelos, y grandes extensiones de melones y sandías con los surcos todavía sin cerrar conforme me acerco a casa. Grandes caseríos en ruinas, pívots sobre rastrojos, grandes pilas de pacas de paja, algunas encinas sobrevivientes al progreso agropecuario.

         Más viñas, barbechos llanos, casas blancas en medio del campo. Tren con destino Jaén. Próxima parada: Manzanares. Train bound for Jaén. Next station: Manzanares. Ya estoy en casa.

Creo que siento una emoción únicamente intelectual. El paisaje es el precedente inmediato de la familia. Quizá la emoción sea describir, transparentar con palabras lo que uno ve.

miércoles, 10 de junio de 2015

Up in the air

En qué poco tiempo van cambiando tantas cosas. Es un tópico aburrido decir hoy que hemos organizado nuestra vida en torno al teléfono móvil. Llamadas a cualquier lugar del mundo, acceso ilimitado a Internet, en realidad se trata de la mejor agenda imaginable, y la más cómoda oficina móvil, incluso para quienes no necesitan oficina o no necesitan que se mueva. Utilizamos el móvil tantas horas al día que nos enfrentamos a problemas nuevos: hay que cargar la batería continuamente. Cuando uno está fuera de casa, cuando uno anda por una ciudad extranjera, surge este problema para el que existen varias soluciones rápidas, pero uno no cae en las cosas hasta que no las necesita.

                Hace unas semanas, a las puertas de un museo en San Francisco, se me apagó el móvil. Estuve varias horas sin saber qué había pasado en las elecciones en España, si bien lo previsible del resultado y las muestras del museo mitigaron mi primera inquietud. Pero empecé a darle vueltas al asunto, y a pensar que acabaríamos necesitando puestos de carga como antes necesitábamos cabinas de teléfono en las aceras. Caminaba un día o dos después por una de las largas y rectas avenidas del centro, al tiempo que probablemente hablaba con alguien en España o enviaba fotos. La batería se descargó y el móvil se apagó de nuevo. La sensación, en estos casos en que no es demasiado urgente la comunicación, es más de recibir un espacio de alivio que puede durar varias horas. Pero la casualidad me llevó a desayunar a un Starbuck’s donde descubrí que aquello que había pensado estaba en realidad ya inventado.

                Muchas de las cafeterías Starbuck’s en Estados Unidos son lugares muy amplios, cómodos, con grandes mesas o sofás. A lo largo de una mesa de madera maciza encontré varios puntos de carga de móviles. Ni siquiera era necesario conectar un cable a la corriente eléctrica. De una tablita vertical colgaban cargadores con entradas para todo tipo de teléfonos. Al otro extremo, una especie de anillo que simplemente hay que posar sobre una superficie que emite la energía de carga. Soluciones rápidas y eficientes para necesidades nuevas y casi urgentes.

                Después he visto cosas parecidas, puestos con cables para cargar los móviles, como los que ya hay desde hace tiempo en algunos aeropuertos, también en centros comerciales de Los Ángeles o San Francisco. En los aeropuertos extranjeros, además, nos hemos acostumbrado en muy pocos años a que haya una red de wifi en condiciones. Lo que por un lado nos resta parte de esos tiempos muertos que dedicábamos simplemente a leer o a recorrer la sucesión de tiendas de las terminales, a hojear periódicos y revistas en lenguas que no entendemos, a mirar deportes en pantallas de restaurantes, pero por otro lado nos conforta al saber que no se rompe el hilo de la comunicación continua aun cuando estemos lejos.

                Pero lo que más sorprendido me ha dejado últimamente es lo que he vivido hoy, lo que estoy viviendo mientras escribo. Regreso a Europa después de casi un año, hago una escala en Estocolmo en la que me da tiempo a repetir mis viejos hábito de aeropuerto y los nuevos de individuo en comunicación sin descanso, y me subo al último avión que me lleva a España. Y al subir al avión nos anuncian que en breves minutos se pondrá en funcionamiento el servicio de wifi, ¡dentro del avión!



                Ignoro el tiempo que esta tecnología está funcionando. Recuerdo haber leído hace tiempo en el periódico que se estaba estudiando. Pero a mí no ha dejado de sorprenderme. La conexión funciona, uno puede enviar en directo a la familia fotografías del cielo de Suecia, de las costas noruegas, y el hilo de comunicación constante sin el que quizás ya no sabríamos vivir parece más irrompible que nunca. ¿Nos estamos pasando? ¿Era necesario? ¿Por qué no utilizarlo si me lo ofrecen? Lo cierto es que he podido colgar esta entrada en el blog antes de divisar, después de tantos meses, las pardas llanuras que rodean Madrid.

domingo, 7 de junio de 2015

Fútbol a este lado de la frontera


Más que en ningún otro lugar de los Estados Unidos, donde se vive el fútbol es a lo largo de la frontera mexicana. La MSL (Major Soccer League) lleva años apostando por grandes estrellas en retirada del fútbol europeo, como Beckham, Márquez, Henry o Villa, pero la afición del fútbol no está entrando sólo por el poder de la cartera, sino que viene cargada en las espaldas de los inmigrantes mexicanos y centroamericanos.

         El mejor lugar para ver un partido importante es uno de los muchos sport bars que se pueden encontrar en cualquier centro comercial. Locales grandes como naves industriales, plagados de televisiones por todos lados. Normalmente las decenas de pantallas proyectan partidos de diversos deportes a la vez, béisbol, baloncesto, baloncesto universitario, fútbol americano, tenis, todos ellos más populares que el fútbol. Pero la mañana del sábado, en uno de estos locales enormes de Chula Vista, todas las pantallas transmitían el espectáculo del Olympiastadion de Berlín. Final de la Copa de Europa, Champions League, Barcelona contra la Juventus de Turín.

         Entre los mexicanos hay un fervor exagerado por el fútbol. Asimilados en tantos aspectos a la devoradora cultura estadounidense, pocos han perdido sin embargo el amor al fútbol. Es una más de las marcas de identidad de su cultura mestiza, una forma de seguir sintiéndose mexicanos, al mismo nivel que el orgullo de la lengua o las creencias religiosas.

         Los colores de la camiseta del Barcelona son atractivos, pero también es atractivo todo lo español. La Liga española, armada con piezas multimillonarias, es de las más seguidas entre las europeas. En el local habría más de un centenar de camisetas azulgrana bajo las pantallas. El partido empezó con una gran jugada y el Barcelona se adelantó en el marcador. La Juventus empató en la segunda parte, pero poco después el Barcelona volvió a marcar distancia con un gol de Luis Suárez. A la una de la tarde, el ambiente de gritos de euforia con cada oportunidad, con cada contragolpe electrizante de Messi, era el mismo que podría haber en la noche de cualquier bar de España.

         Después el tercer gol, en el descuento, y la ceremonia en la que Xavi levantaba la copa, y en la que previamente habían desfilado los jugadores que cualquiera de los presentes habría podido identificar sin problemas. Repeticiones de jugadas, mientras algunas televisiones más pequeñas cambiaban a carreras de caballos, al partido de béisbol de San Diego Padres, a repeticiones de partidos de fútbol americano amateur, y el local al completo se quedaba casi vacío, porque para un horario americano ya hacía mucho que había pasado la hora de comer.

         Por la noche, un recordatorio de que no estamos en México ni en España, sino que esto sigue siendo los Estados Unidos de América. En medio de una celebración de cumpleaños alrededor de una hoguera en la ancha playa de la isla de Coronado, se presentan de golpe las luces del coche de la policía. Un agente se baja del coche y se acerca al grupo. Muchos policías en este país parecen utilizar trajes demasiado estrechos para su musculatura. Más que decir, recita maquinal y educadamente una serie de normas, como en las películas: en el condado de San Diego no está permitido el alcohol en lugares públicos, los usuarios de la playa deberán tener cuidado de no dejar basura tras de sí, no se puede utilizar madera de palets para alimentar el fuego.

         Damos cuenta del asado, de las bebidas sin alcohol, bajo un cielo sin nubes, escuchando el embate de las olas y el crepitar de la lumbre, y cuando empieza a subir una luna enorme y naranja llegan de nuevo los focos del coche de la policía: son las doce menos tres minutos, las hogueras deben estar apagadas a la hora que marca la ley. En un minuto todos los grupos de amigos echan arena a sus hogueras. Ahora se ven mejor las estrellas, y el aire del Pacífico es frío. El orden y el respeto a la autoridad son sin duda otras de las grandes pasiones americanas.

jueves, 4 de junio de 2015

Luz de Vermeer


En medio de los apuros del final de curso, con las maletas revueltas por el suelo ante la inminencia de la vuelta, me permito un mínimo capricho de fin de semana para dar una vuelta por la zona de museos de San Diego. Este raro final de curso tan temprano sucede de forma acelerada, y uno necesita tiempo para ir diciendo adiós a las cosas igual que a las personas.

         La ventaja de que los museos de San Diego sean tan pequeños y estén todos dentro de un mismo complejo arquitectónico es que se pueden visitar varios el mismo día, como quien aprovecha la tarde para hacer dos visitas a amigos que viven uno junto a otro. El Prado es un conjunto de edificios que imitan la arquitectura colonial española, con frescas galerías, fuentes y jardines con altas palmeras, en medio del gigantesco Parque de Balboa. En medio de la anchura de la plaza central, frente al Art Museum y el final de algunas galerías con restaurantes, hay una estatua del Cid Campeador.

         Voy buscando el Reuben H. Fleet Science Museum, al final de la avenida. Como el curso ha acabado en muchas escuelas y hace un día de sol templado, los paseos están llenos de familias con niños pequeños. Algunos están jugando con los chorros de agua dentro de la fuente redonda, al otro lado de la carretera surge entre el verdor la explosión de colores del Rose Garden. Todos se quedan mirando al nutrido grupo de marines en pantalón corto que cruzan corriendo y dándose gritos de ánimo. El museo es una gran atracción para las inquietudes de los niños, y está a rebosar de familias. En una exposición pequeña se explican atracciones de circo, en otras fundamentos de conducción de la electricidad, generación de corrientes de aire y tornados, efectos ópticos en espejos, y todo se puede tocar y experimentar y hay un gran jaleo de niños que juegan y aprenden.

         Al lado, en la Casa de Balboa, el San Diego Model Railroad ofrece una singular exposición de trenes en miniatura, que además es la más grande del mundo. Salas y salas que reproducen a una escala diminuta valles y montañas del Oeste americano, con puentes por donde las vías del tren salvan desfiladeros, estaciones antiguas en ciudades legendarias de la frontera, por las que pululan coches y operarios.

         Me detengo un rato en el San Diego Natural History Museum. En el segundo piso la exposición ‘Coast to Cactus in Southern California’ ofrece un didáctico recorrido por la fauna y flora de estos desiertos y montañas. Como tantas cosas en esta frontera, la exposición ofrece cada pequeña explicación en los dos idiomas. Coyote, ocolote, rata canguro, ardilla voladora, mapache, siguen siendo sin embargo nombres tan exóticos como sugerentes.

         En la parte de atrás del Timken Museum of Art hay un largo estanque en el que nadan con pereza familias de patos entre nenúfares. Las familias humanas pasean alrededor, se hacen fotos, y un hombre con barba blanca sentado en el suelo toca con la guitarra una melodía lenta. En la exigua colección del museo hay un Cristo de Murillo, obras menores de Brueghel el Viejo, Rubens, Van Dyck, Rembrandt.
Pero la atracción es la obra prestada de otro pintor holandés, Johannes Vermeer. Muchacha de azul leyendo una carta, que ha llegado desde el Rijksmuseum de Ámsterdam, es un cuadro mucho más pequeño de lo que uno espera. Solitario en medio de una pared muy larga, en una sala recogida donde hay además un plano de Delft y unos dibujos de tulipanes, el cuadro condensa en muy poco espacio una gran fuerza poética. Una muchacha con guardainfante azul, de pie bajo un foco de luz que entra de la calle, lee muy seria una carta que sostiene entre las manos. Hay un mapa detrás, unas sillas, un libro sobre la mesa. La muchacha mira con mucha atención el papel que tiene agarrado con fuerza.

Yo me imagino a esta mujer, que parece embarazada, recibiendo en su casa burguesa de Delft una noticia que después de leída tres veces aún no se atreve a creer. El gesto de la boca es serio, y las manos parece que se contraen con más fuerza cuando uno imagina lo que lee, unas palabras formales que le avanzan lo que ha sospechado, que rompen un silencio largo, con nombres de lugares donde nunca ha estado y de divisiones militares que no comprende. Mientras repasa otra vez el papel bajo esa luz de primavera, parece que sienta la turbulencia interior de una patada.