Las primeras veces en Lisboa estaba la sorpresa, el aire
decadente, las ilusiones literarias, el contacto con el otro más cercano. En
las últimas, por encima de todo eso, está el puro gusto de reconocer las calles
empinadas, las piedras beige componiendo el inmenso puzle de las aceras, el
ruido de los tranvías, el acento melancólico de nuestras mismas palabras, los
colores en las paredes en las caras de esta ciudad tan ibérica y tan oceánica.
Siempre he
llegado por carretera, por la misma carretera serpenteante entre montes y
encinas que deja atrás La Mancha pero todavía se alarga muchos kilómetros por
bosques de la provincia de Ciudad Real hasta llegar a la recta que atraviesa
Extremadura. Las primeras veces que se sobrepasa, el Guadiana es un río sin agua,
un lecho ancho de limo y cañas. Después va creciendo, hasta ser un poderoso río
verde a la altura de Mérida. Uno atraviesa ya estas fronteras europeas con un
aire de cansada monotonía: sin barreras, sin distinciones en el paisaje, lo
único que varía es el reloj sobre la autovía indicando que se debe cambiar la
hora. Bem-vindo e boa viagem.
Paramos en
Évora un rato para reconocer las palabras alegres de una amiga y el sabor
fuerte del café que nos prepara, el primer café breve y denso que me tomo en
mucho tiempo. Asiduo consumidor de ese inocente sucedáneo que es el café
preparado en los Estados Unidos, saboreo la intensidad del café portugués como
un verdadero obsequio de bienvenida.
Atravesando el
puente 25 de abril soy consciente por primera vez de lo mucho que se parece al
Golden Gate Bridge de San Francisco, y ya empiezo a reconocer áreas de la
ciudad a la derecha, entre las rejas rojas que pasan veloces.
Mis pasos
vuelven una vez más al Mosteiro dos Jerónimos, donde voy directo a saludar las
tumbas de Luís de Camões y Vasco da Gama. Hay un aire de turismo tranquilo y
saludable en esta zona apartada de la ciudad, de grandes jardines con fuentes
altas. Alrededor de la Torre de Belém, a lo largo de la orilla de ese río que
es un mar, pasean locales y turistas, jóvenes y viejos, bicicletas y grupos de
atletas de tarde. Hay muchos españoles, parejas, grupos de amigas, familias con
niños muy pequeños.
Al día
siguiente me lanzo a reconocer lugares ya casi familiares, con la pequeña
mochila, un libro ligero y todo el día por delante. En las dársenas de Santos
(as docas, docks) hay muchos bares y restaurantes vacíos, despertándose del
jolgorio de la noche anterior. Donde acaba la línea del comboio empieza el
trajín de bicicletas y caminantes. Terrazas abiertas al Tajo con los primeros
turistas, pescadores pacientes sobre el malecón, gente que lee o que mira el
lento discurrir del agua. También en las escaleras que se abren al río al final
de la Praça do Comerço: turistas, por lo general muy jóvenes, pueblan los
escalones musgosos en la tranquilidad del mediodía, arropados por la música lenta
de los músicos callejeros.
En la pequeña
plaza frente a las ruinas de la Igreja do Carmo, a pesar de los bares y el
tráfico de turistas con cámara, hay siempre un silencio extraño, una
tranquilidad como de espacio en la sombra. La gente sube y baja con orden y
mucha calma del elevador de Santa Justa, y con la misma calma se ve discurrir
la multitud diminuta desde arriba. En Chiado, como siempre, gente que espera
frente a A Brasileira para hacerse la foto junto a Fernando Pessõa, y muchos
jóvenes en torno a la fuente de la Praça Camões, frente a la que cruzan sin
parar, hacia arriba, los viejos tranvías amarillos.
Hay en estas
calles de Chiado o de Bairro Alto una multitud que no cesa de andar y de
fotografiar, movimiento continuo de tranvías o coches o motos, voces casuales
en inglés, en portugués, en español, y sin embargo una sensación de calma, de
discurrir lento de la vida y sus cosas, de serena civilización. Creo que eso es
lo que uno viene a reconocer a Lisboa.
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