Más que en ningún otro lugar de los Estados
Unidos, donde se vive el fútbol es a lo largo de la frontera mexicana. La MSL
(Major Soccer League) lleva años apostando por grandes estrellas en retirada
del fútbol europeo, como Beckham, Márquez, Henry o Villa, pero la afición del
fútbol no está entrando sólo por el poder de la cartera, sino que viene cargada
en las espaldas de los inmigrantes mexicanos y centroamericanos.
El
mejor lugar para ver un partido importante es uno de los muchos sport bars que
se pueden encontrar en cualquier centro comercial. Locales grandes como naves
industriales, plagados de televisiones por todos lados. Normalmente las decenas
de pantallas proyectan partidos de diversos deportes a la vez, béisbol,
baloncesto, baloncesto universitario, fútbol americano, tenis, todos ellos más
populares que el fútbol. Pero la mañana del sábado, en uno de estos locales
enormes de Chula Vista, todas las pantallas transmitían el espectáculo del
Olympiastadion de Berlín. Final de la Copa de Europa, Champions League,
Barcelona contra la Juventus de Turín.
Entre
los mexicanos hay un fervor exagerado por el fútbol. Asimilados en tantos
aspectos a la devoradora cultura estadounidense, pocos han perdido sin embargo
el amor al fútbol. Es una más de las marcas de identidad de su cultura mestiza,
una forma de seguir sintiéndose mexicanos, al mismo nivel que el orgullo de la
lengua o las creencias religiosas.
Los
colores de la camiseta del Barcelona son atractivos, pero también es atractivo
todo lo español. La Liga española, armada con piezas multimillonarias, es de
las más seguidas entre las europeas. En el local habría más de un centenar de
camisetas azulgrana bajo las pantallas. El partido empezó con una gran jugada y
el Barcelona se adelantó en el marcador. La Juventus empató en la segunda
parte, pero poco después el Barcelona volvió a marcar distancia con un gol de
Luis Suárez. A la una de la tarde, el ambiente de gritos de euforia con cada
oportunidad, con cada contragolpe electrizante de Messi, era el mismo que
podría haber en la noche de cualquier bar de España.
Después
el tercer gol, en el descuento, y la ceremonia en la que Xavi levantaba la
copa, y en la que previamente habían desfilado los jugadores que cualquiera de
los presentes habría podido identificar sin problemas. Repeticiones de jugadas,
mientras algunas televisiones más pequeñas cambiaban a carreras de caballos, al
partido de béisbol de San Diego Padres, a repeticiones de partidos de fútbol
americano amateur, y el local al completo se quedaba casi vacío, porque para un
horario americano ya hacía mucho que había pasado la hora de comer.
Por
la noche, un recordatorio de que no estamos en México ni en España, sino que
esto sigue siendo los Estados Unidos de América. En medio de una celebración de
cumpleaños alrededor de una hoguera en la ancha playa de la isla de Coronado,
se presentan de golpe las luces del coche de la policía. Un agente se baja del
coche y se acerca al grupo. Muchos policías en este país parecen utilizar
trajes demasiado estrechos para su musculatura. Más que decir, recita maquinal
y educadamente una serie de normas, como en las películas: en el condado de San
Diego no está permitido el alcohol en lugares públicos, los usuarios de la
playa deberán tener cuidado de no dejar basura tras de sí, no se puede utilizar
madera de palets para alimentar el fuego.
Damos
cuenta del asado, de las bebidas sin alcohol, bajo un cielo sin nubes,
escuchando el embate de las olas y el crepitar de la lumbre, y cuando empieza a
subir una luna enorme y naranja llegan de nuevo los focos del coche de la
policía: son las doce menos tres minutos, las hogueras deben estar apagadas a la
hora que marca la ley. En un minuto todos los grupos de amigos echan arena a
sus hogueras. Ahora se ven mejor las estrellas, y el aire del Pacífico es frío.
El orden y el respeto a la autoridad son sin duda otras de las grandes pasiones
americanas.
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