martes, 28 de junio de 2016

En el tiempo casi detenido de las Lagunas de Ruidera

"Pidió don Quijote al diestro licenciado le diese una guía que le encaminase a la cueva de Montesinos, porque tenía gran deseo de entrar en ella y ver a ojos vistas si eran verdaderas las maravillas que de ella se decían por todos aquellos contornos. El licenciado le dijo que le daría a un primo suyo, famoso estudiante y muy aficionado a leer libros de caballerías, el cual con mucha voluntad le pondría a la boca de la mesma cueva y le enseñaría las lagunas de Ruidera, famosas ansimismo en toda la Mancha, y aun en toda España".

Capítulo XXII de la segunda parte del Quijote.

Hay paisajes fascinantes que uno no sabe apreciar en su justa medida quizá porque están demasiado cerca, porque son demasiado familiares, y sin embargo despliegan ante los ojos de cualquiera una grandiosidad indudable, un aire de lugar elegido. Las Lagunas de Ruidera son una sucesión de treinta kilómetros de lagunas fluviales en medio de La Mancha, quince lagunas separadas y unidas por barreras de piedra tobácea, piedra que se descascarilló con el trabajo de los siglos, y deja fluir el agua de laguna en laguna para formar el río Guadiana.

La piedra carcomida dibuja un largo tejado por toda la orilla sobre la superficie plana de las aguas, se corta en breves playas, sirve de trampolín a los muchachos que saltan en verano. En la piedra se abrieron huecos por los que fluyen las corrientes de una laguna a otra, siguiendo la ley imperiosa de la gravedad, trasladándose lenta y segura desde la Blanca a la Conceja, a la Tomilla, a la Tinaja, a la San Pedro, a la Redondilla, a la Lengua, a la Salvadora, a la Santos Morcillo, a la Batana, a la Colgada, a la Del Rey, para venir a caer en una última y larga cascada en El Hundimiento, y después remansarse en las dos últimas, la Cueva Morenilla y la Cenagosa, ya convertidas en el río Guadiana, que se frena y se ensancha en el embalse de Peñarroya, en el término de Argamasilla de Alba, extendiéndose a los pies del castillo medieval con una promesa de regadíos fértiles en el corazón de La Mancha.

Hemos ido tantas veces a las Lagunas de Ruidera, desde que éramos chicos, que la belleza y la fragilidad del entorno no se pueden apreciar igual que ante un paisaje muy lejano, que ya tiene el punto exótico que le otorga la distancia. Para nosotros, creciendo en los secanos ardientes de La Mancha, las Lagunas eran la primera playa, la primera idea del mar, en excursión familiar de domingo, con nevera llena de barras de hielo y merenderas con tortilla. Y para mucha gente del centro de La Mancha, en los límites arbitrarios de las provincias de Ciudad Real y Albacete, lo sigue siendo. Pero fuera del ajetreo dominguero, entre semana el Parque Natural de las Lagunas de Ruidera es además un espacio silencioso y realmente natural, un bosque denso de encinas y sabinas, quejigos y pinos, con el solo ruido de las urracas de rabo azul, el murmullo apagado del agua, el lento motor de un coche que serpentea el estrecho carreterín.

En los últimos días de junio hace ya un calor adormecedor. Las Lagunas están más secas de lo que es normal: las cascadas han desaparecido, cediendo el espacio a las paredes rugosas de las rocas, de un blanco sucio. Las aguas están quietas, y tienen un intenso color turquesa. En las orillas, entre los ejércitos verticales de masiegas, juncos y eneas, hay amapolas arrugadas, de un rojo ya desvaído. Una suave pelusa vegetal ha alfombrado todo el suelo de bosque. Al otro lado del carreterín se levantan paredes de roca y tierra roja. Y, punteados a lo largo del camino, a la orilla del agua, chalés pequeños sin orden ni criterio, con accesos precarios a las playas, con hermosos maceteros de flores coloridas sobre el agua.

Mientras nadan mis amigos en las aguas heladas de la laguna San Pedro, espero sentado en una piedra, a la sombra de las encinas, en una breve playa, justo debajo de los balcones de madera del restaurante donde vamos a comer. En el remanso detenido del espacio, me vienen nítidas, como un susurro al oído, las voces de los camareros que preparan el servicio: "Va a haber cambios en España", le dice uno al otro, que responde con un quejido displicente, pensando en el resultado de las elecciones generales de ayer: "Sí, precisamente ahora". El otro tarda un par de segundos en contestar, y lo hace con el tono de quien quiere que lo tomen realmente en serio: "No, hombre, si digo en el fútbol: que Del Bosque va a hacer cambios en la alineación". Después unas muchachas se ponen a discutir cómo y para qué se vota para el Senado, hasta que llegan a la conclusión de que ninguna sabe qué ha votado ni cómo.

Caminamos, después de comer frente a la laguna, por un paraje estrecho de la carretera, encajado entre chalés. Las ramas de una morera sobrevuelan el asfalto. La umbría de la carretera es además pegajosa y negra, de las moras aplastadas por los coches. Más arriba hay una carretera que lleva a la Cueva de Montesinos y al castillo de Rochafrida, y desde ahí se pierde la visión del agua. Entonces ya sólo hay un bosque mediterráneo, verde mate, de encinas y quejigos y sabinas. En medio del suelo rojo está el agujero que vio don Quijote, por el que se entra a la cueva. Enfrente hay una caseta de madera con un guardia que dormita escuchando una leve melodía oriental, y tiene imágenes indias colgadas de las paredes. Hasta que llegue julio sólo permiten en acceso los fines de semana.

De vuelta hacia el pueblo de Ruidera bordeamos otra vez todas las lagunas, siguiendo las pesadas curvas de la carretera. Atravesamos los complejos de piscinas, restaurantes, hoteles, y sobre todo chalés, la huella desordenada del desarrollo constructivo rápido que se inició en los años 70. Pasamos por Entrelagos, uno de los primeros hoteles, el mismo en el que suceden los hechos en la novela de Francisco García Pavón, Voces en Ruidera. Al principio de la laguna Colgada, en la entrada del pueblo, paramos a tomar una cerveza. Hay poca gente siguiendo el partido de fútbol de España, y más gente en la terraza, aprovechando el primer frescor de la tarde que sigue a la siesta. Hay niños en bañador jugando entre las mesas, ánades nadando tranquilos entre los juncos, algunos cuerpos tendidos en la playa sombreada por los pinos.

Cuando don Quijote pide que lo lleven a ver las lagunas está hablando de un lugar ya famoso "en toda La Mancha, y aun en toda España", del que ha leído y escuchado mucho, pero del que se maravilla con la misma intensidad que si fuera el primer hombre en descubrirlo. Yo siempre me encuentro un poco perdido en las Lagunas de Ruidera. Nunca estoy seguro de estar en las orillas de una o de la siguiente. Cuando don Quijote salió de la cueva de Montesinos les contó a Sancho y al guía, que lo habían ayudado a bajar atado a una cuerda, el extraño sueño que había tenido. Creía haber estado varios días en las profundidades, cuando para los demás había pasado poco más de media hora. El tiempo pasa a un ritmo distinto en este entorno. Fluye con la lentitud sinuosa del agua que cae de una laguna a otra, y a veces se estanca en la quietud azul turquesa de las aguas.

martes, 21 de junio de 2016

Compartir algo más que una sensación: La parte más dura de viajar de la que nadie habla

Una amiga californiana me envía un enlace a un blog de viajes. Una viajera inglesa que ha recorrido África de punta a punta copia un texto que no es suyo, pero que habla de ella. El texto es un artículo de hace un par de años, original de Kellie Donnelly, que es otra chica de Indiana que también ha viajado mucho por el mundo. Hay muchos blogs de viajes, fotorreportajes, cuadernos de aventuras. Éstos son dos más. El artículo habla del viaje de vuelta, de la sensación agridulce, irremediable, que uno siente cuando vuelve a moverse por territorio conocido, después de la intensidad del verdadero viaje. Aparentemente puede parecer una reflexión simple, pero ni mucho menos lo es. Lo leo con la fibra sensible por mis propias experiencias recientes. Alguien debería advertirnos de algunos detalles del viaje antes de hacer la maleta y salir al mundo. "Es como aprender un idioma extranjero que nadie alrededor de ti habla, así que no hay manera de comunicarles cómo te sientes realmente". Sin duda, ésta es la parte más dura de viajar. Y casi nadie habla de ella. Léanlo.



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La parte más dura de viajar de la que nadie habla.
Por Kellie Donnelly.

Ves el mundo, pruebas cosas nuevas, conoces gente nueva, te enamoras, visitas lugares increíbles, aprendes sobre otras culturas -y después todo se acabó. La gente siempre habla de salir, pero ¿qué pasa con la vuelta a casa?

Hablamos sobre las partes más duras cuando estamos fuera -buscar trabajos, hacer amigos de verdad, permanecer a salvo, aprender normas sociales, malinterpretar a gente en la que creías que podías confiar- pero todas estas son partes que se superan. Todos estos contras se borran con los pros que experimentas. Los adioses son difíciles, pero sabes que van a llegar, especialmente cuando das el paso final de comprar tu billete de vuelta a casa. Todos esos adioses tristes se ven animados por el reencuentro con la familia y amigos que has imaginado en tu cabeza desde que te fuiste.

Y luego vuelves a casa, tienes tus reencuentros, empleas tus dos primeras semanas encontrándote con familia y amigos, poniéndote al día, contando historias, recuerdos, etcétera. Eres Hollywood durante las primeras semanas de tu vuelta y todo es nuevo y emocionante. Y entonces todo simplemente... se va. Todo el mundo se acostumbra a que estés en casa, ya no eres el nuevo objeto reluciente y las preguntas empiezan a venir: ¿ya tienes un trabajo? ¿Cuáles son tus planes? ¿Estás quedando con alguien? ¿Y qué hay de tus cotizaciones para la jubilación? (Bien, un poco dramático por mi parte).

Pero la parte triste es una vez que has hecho tus visitas obligatorias después de estar fuera un año; estás sentado en el dormitorio de tu infancia y te das cuenta de que nada ha cambiado. Te alegra que todos estén felices y sanos y sí, la gente ha conseguido nuevos trabajos, novios, compromisos, etcétera, pero una parte de ti está gritando: ¿es que no entendéis cuánto he cambiado? Y no me refiero al pelo, al peso, a la ropa o nada que tenga que ver con el aspecto físico. Me refiero a lo que está pasando dentro de tu cabeza. La manera en que tus sueños han cambiado, la manera diferente en que percibes a la gente, los hábitos que te alegras de haber perdido, las cosas nuevas que son importantes para ti. Quieres que todo el mundo reconozca estas cosas y quieres compartirlas y hablarlas, pero no hay forma de describir la manera en que tu espíritu evoluciona cuando dejas atrás todo lo que conoces y te fuerzas a ti mismo a usar tu mente en una auténtica capacidad, no en un examen escrito en la escuela. Tú sabes que piensas diferente porque lo experimentas cada segundo de cada día dentro de tu cabeza, ¿pero cómo comunicas eso a los otros?

Sientes enfado. Te sientes perdido. Tienes momentos en los que sientes que no mereció la pena porque nada ha cambiado, pero entonces sientes que es la única cosa que has hecho que es importante, porque cambió todo. ¿Cuál es la solución para esta parte de viajar? Es como aprender un idioma extranjero que nadie alrededor de ti habla, así que no hay manera de comunicarles cómo te sientes realmente.

Ésta es la razón por la que, una vez que has viajado por primera vez, todo lo que quieres es salir otra vez. A esto lo llaman el "travel bug", el gusanillo de viajar, pero realmente es el esfuerzo por volver a un lugar donde estás rodeado de gente que habla el mismo idioma que tú. No inglés o español o mandarín o portugués, sino ese idioma donde otros conocen cómo es salir, cambiar, crecer, experimentar, aprender, y luego volver a casa de nuevo y sentirse más perdido en tu ciudad natal de lo que te sentías en el país más extranjero que hayas visitado.

Ésta es la parte más dura de viajar, y es la misma razón por la que todos nosotros escapamos de nuevo.




domingo, 19 de junio de 2016

Sharing More than a Feeling: The Hardest Part of Traveling that No One Talks About

A Californian friend sends me a link to a travel blog. An English traveler who has crossed Africa from to side to side copies a text that is not hers, but it's speaking of herself. The text is an article written a couple of years ago, originally from Kellie Donnelly, who is another girl from Indiana who has also traveled a lot around the world. There are many travel blogs, photo-reports, journey notebooks. These are only two of them. The article speaks about the trip back, the bittersweet, irremediable feeling that one feels when coming back to move around known territory, after the intensity of the real journey. It may apparently seem a simple reflection, but far from it. I read it and it strikes a chord with my own recent experiences. Someone should warn us regarding certain travel details before packing up and getting out into the world. "It’s like learning a foreign language that no one around you speaks so there is no way to communicate to them how you really feel". Without a doubt, this is the hardest part of traveling. And hardly anyone talks about it. Just read it.



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The Hardest Part of Traveling that No One Talks About
By Kellie Donnelly.

You see the world, try new things, meet new people, fall in love, visit amazing places, learn about other cultures – then it’s all over. People always talk about leaving, but what about coming home?

We talk about the hard parts while we’re away – finding jobs, making real friends, staying safe, learning social norms, misreading people you think you can trust – but these are all parts you get through. All of these lows are erased by the complete highs you experience. The goodbyes are difficult but you know they are coming, especially when you take the final step of purchasing your plane ticket home. All of these sad goodbyes are bolstered by the reunion with your family and friends you have pictured in your head since leaving in the first place.

Then you return home, have your reunions, spend your first two weeks meeting with family and friends, catch up, tell stories, reminisce, etc. You’re Hollywood for the first few weeks back and it’s all new and exciting. And then it all just…goes away. Everyone gets used to you being home, you’re not the new shiny object anymore and the questions start coming: So do you have a job yet? What’s your plan? Are you dating anyone? How does your 401k look for retirement? (Ok, a little dramatic on my part.)

But the sad part is once you’ve done your obligatory visits for being away for a year; you’re sitting in your childhood bedroom and realize nothing has changed. You’re glad everyone is happy and healthy and yes, people have gotten new jobs, boyfriends, engagements, etc., but part of you is screaming don’t you understand how much I have changed? And I don’t mean hair, weight, dress or anything else that has to do with appearance. I mean what’s going on inside of your head. The way your dreams have changed, the way you perceive people differently, the habits you’re happy you lost, the new things that are important to you. You want everyone to recognize this and you want to share and discuss it, but there’s no way to describe the way your spirit evolves when you leave everything you know behind and force yourself to use your brain in a real capacity, not on a written test in school. You know you’re thinking differently because you experience it every second of every day inside your head, but how do you communicate that to others?

You feel angry. You feel lost. You have moments where you feel like it wasn’t worth it because nothing has changed but then you feel like it’s the only thing you’ve done that is important because it changed everything. What is the solution to this side of traveling? It’s like learning a foreign language that no one around you speaks so there is no way to communicate to them how you really feel.

This is why once you’ve traveled for the first time all you want to do is leave again. They call it the travel bug, but really it’s the effort to return to a place where you are surrounded by people who speak the same language as you. Not English or Spanish or Mandarin or Portuguese, but that language where others know what it’s like to leave, change, grow, experience, learn, then go home again and feel more lost in your hometown than you did in the most foreign place you visited.

This is the hardest part about traveling, and it’s the very reason why we all run away again.


domingo, 12 de junio de 2016

Volver a España es volver al Prado

Cuando uno pasa muchos meses fuera de su país, no hay conversación más recurrente que aquella en la que se enumeran las cosas que más se echan de menos. Aparte obviamente de la familia y las amistades más cercanas, hay pequeñas cosas en las que casi todos los españoles coincidimos, vengamos de donde vengamos: que si el jamón serrano, que si el queso manchego, que si la tapa generosa con la cerveza. Además de la gastronomía propia, algunas otras cosas son palpables y seguras: los que se hayan puesto enfermos también habrán pensado algún momento en nuestro sistema sanitario, por ejemplo. Después están las preferencias personales, los detalles pequeños o grandes con los que uno identifica su país, su gente o su propia historia personal. Esto suele variar, desde un paisaje de playa o montaña a los olores de la primavera o del final del verano, la vitalidad ruidosa en las calles, el recogimiento del invierno, las fiestas populares, la entonación exacta y familiar de un acento. Yo siempre afirmo, con toda la seriedad con que se puede cargar la afirmación, que lo que más echo de menos cuando vivo fuera de España no es otra cosa que el Museo del Prado.

Cuando vivo en España, Madrid está a dos horas, y tampoco creo que lo visite más de cuatro o cinco veces al año. Pero está ahí, alcanzable, cercano, familiar, esperando como un viejo pariente al que se visita de tarde en tarde y de cuya conversación se sale siempre fortalecido. Porque en el Museo del Prado hay tantos viejos parientes que deambular por sus salas es como reconocer el trazado sinuoso de las calles de la infancia, de la propia historia personal, el largo trazado de una historia de familia.

Casi lo primero que visito cuando vuelvo a pisar el suelo patrio es el Museo del Prado. Antes incluso de abrazar a la familia más cercana, ya he subido al monte desde el que se divisa el Monasterio de El Escorial, con la ciudad de Madrid extendida al fondo, envuelta en calima; cruzado el Puente de Alcántara para subir y bajar las cuestas del centro histórico de Toledo; caminado por el barrio de las Letras, subiendo la arboleda de Recoletos hasta las puertas del Museo del Prado. Hace calor bajo los toldillos en los que hacemos cola para entrar. Como siempre, hay muchas caras y acentos extranjeros. Detrás de mí va a entrar una numerosa familia mexicana, que me pregunta por mi mochila voluminosa. Les digo que acaba de llegar de su país, y ellos me dicen que han vivido muchos años en Tijuana. Qué lejos queda ahora Tijuana.

Por muy pocos días he alcanzado a ver la exposición de las obras de Georges de La Tour, ese raro pintor francés del XVII medio olvidado. Obras luminosas y costumbristas, tocadores de zanfona, tramposos en los juegos de cartas, y una etapa de penumbra, de claroscuros, con austeras escenas religiosas a la luz de una vela. En la sala siguiente hay una curiosa exposición: Creado por el sol, una didáctica muestra sobre el primer libro de arte ilustrado con talbotipos, que editó el escocés William Stirling Maxwell en 1848, con las explicaciones del laborioso proceso de fotografía rudimentaria de copias de los cuadros del arte español a la luz del sol.

Después necesito muchas horas para reencontrarme con los amigos estáticos y pacientes del Prado. En el piso superior han agrupado una gran parte de la obra costumbrista de Goya: cartones para tapices que el pintor aragonés realizó en las últimas dos décadas del siglo XVIII para decorar aposentos reales, como El albañil herido, La era o el verano, El quitasol, La gallina ciega, y numerosas escenas de caza o de romerías en la pradera de San Isidro. Pero Goya está en todo el museo, y busco su autorretrato de hombre cansado, y la sensualidad colorida de las dos majas, la desnuda y sobre todo la vestida, y me paro un rato frente al gesto paciente y lúcido de Jovellanos, como si tuviéramos que reanudar una vieja conversación. En otra sala se despliega la rabia y la venganza maquinal de La carga de los mamelucos y Los fusilamientos del 3 de mayo, y por fin doy con el retrato de un Goya más señorial, el que le hizo Vicente López. Después de un paseo breve por las pinturas negras sé que no he acabado: Francisco de Goya es infinito.


Viene después la necesidad de reencontrarse con Velázquez, la gran sala presidida por Las meninas siempre llena de gente repartiendo explicaciones, las salas dedicadas a sus bufones, a sus escenas mitológicas: la fuerza expresiva de los rostros y la anatomía masculina en El triunfo de Baco o en La fragua de Vulcano. La ironía histórica de La rendición de Breda, con sus lanzas y sus columnas de humo de fondo, y la grandiosidad espiritual y corporal del Cristo de Velázquez.

En la larga sala central, un recorrido por la mitología grecorromana, Rafael, Tiziano, Rubens. Frente a la sensualidad ampulosa de Las tres Gracias, echo de menos El rapto de Europa. Como también echo de menos el autorretrato revolucionario de Durero, también prestado, junto a sus impolutos Adán y Eva. Obras religiosas de El Greco, coloridas y alargadas hacia el cielo, y sobre todo sus retratos austeros de caballeros: El caballero de la mano en el pecho, la inteligencia cansada en el Retrato de caballero anciano. Y después Murillo, Zurbarán, Ribera, la rica y sufrida tradición católica de santos mártires.

En las salas dedicadas a pintura romántica, enormes cuadros conmemorativos de hechos históricos, están algunas de mis raras preferencias: vuelvo a estudiar cada rostro, cada gesto, en La rendición de Bailén, de Casado del Alisal, y en el Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, de Antonio Gisbert. Y paso muy rápido por los paisajes románticos y realistas, por Sorolla, porque quiero llegar a la gran exposición de este año en el Prado: la que dedican al V Centenario de El Bosco. Saturado de horas de historia de la pintura, los trípticos de El Bosco me marean con su profusión de escenas caóticas y oníricas, adelantadas cinco siglos al surrealismo. Las salas están llenas de gente, que apenas se detiene ante los deliciosos dibujos a lápiz que han llegado de todos los museos del mundo, pero sí se agolpan frente a los trípticos. Las tentaciones de San Antonio, El jardín de las delicias, El carro de heno: cualquier imagen aislada produce un extraño vértigo, una desazón indefinible, como provocan siempre aquellas escenas que asustan porque no se comprenden del todo. Me prometo estudiar bien esta exposición antes de volver a verla con detenimiento durante el verano.


Porque también el Museo del Prado es infinito. Pero no hay mejor reencuentro para quien regresa de una larga estancia en el extranjero y quiere reconocer su país. Porque en el Prado está concentrada la Historia de España, la más negra y la más luminosa, explicada a través de colores y formas que se han ido forjando con el paso doloroso de los siglos. Lo bueno y lo malo que somos y tenemos está contenido en las salas de este edificio, y no encuentro mejor forma de entender la cultura de este país que visitando de vez en cuando a esta gente, reanudando el diálogo que la distancia interrumpió temporalmente. Cuando salgo del museo, muchas horas después, a la tarde tibia y luminosa de Madrid, seca y bulliciosa, pero tranquila, me cuesta sujetar la alegría de volver a sentirme en mi país.

martes, 7 de junio de 2016

Y otra vez cruzamos el Atlántico, al fin

Al anochecer, a la hora del partido entre México y Uruguay, se desata una tormenta tropical que durará horas. Llueve con tanta intensidad que las calles se inundan, entra agua por las ventanas cerradas, corre desde el patio a las salas interiores. Cebamos mate mientras México marca goles, y al tiempo que un grupo de gente de tres continentes mateamos, me acuerdo de mis dos amigos, uruguayo y mexicano, que están viendo allí el partido, en directo, en la tarde todavía sofocante de Phoenix, Arizona. Después salimos descalzos, sobreponiéndonos a los ríos sucios que bajan por las calles, para comernos unos últimos tacos de bistec, lo que en el norte llaman carnitas, mientras me ponen al día de cómo hay que hacer para sobrevivir a la inflación en la Argentina.

Este viaje por Centroamérica ha sido un encuentro continuo con experiencias locales genuinas e historias de paso de gentes de países diversos, de idiomas varios, de caminos que a veces se entrecruzan de las formas más insospechadas. Qué diversidad humana se concentra y se expande desde un territorio natural tan rico y tan maltratado. Cuánta belleza encontramos en la parte mínima que atisbamos, y cuánta se oculta ahí, a la espera de que la busquemos.

En el trayecto al aeropuerto desde Playa del Carmen hay un cielo gris y arcenes inundados, autobuses accidentados, amenaza de huracán. Cuando ya estoy bajo techo se desata otra tormenta intensa que durará toda la tarde. Entre los aeropuertos del tercer mundo que he conocido, el de Cancún no es de los más preparados. No permite a sus bares y restaurantes ofrecer servicio de Internet, porque lo lleva una empresa que cobra por la conexión. De todas formas, por culpa de la tormenta, tampoco funciona. Después de muchas vueltas, un taxista me encuentra la solución: "Yo le pirateo una cuenta, no se preocupe, por una propina". Así funciona casi todo en este país de la chingada.

También las lluvias han desbaratado el horario de los aviones. El huracán pasa rozando la costa, pero no la toca. Nuestro avión saldrá con un retraso de 6 horas, nos dicen, que después son 8. La prensa local habla del triunfo del PAN en las elecciones de ayer en Quintana Roo, donde por primera vez gobernará un partido distinto del PRI desde que existe el estado. También ha ocurrido en otros estados donde hubo elecciones, es un cambio de época en gran parte de México. Me encuentro por tercera vez en cinco días, en una ciudad y una situación otra vez distinta, a una amiga italiana. Y un señor de Murcia empieza a contarme su vida con la familiaridad pesante de algunos españoles en el extranjero, que piensan que pueden abordar a otro español y soltarle impunemente sus historias. Me entero en diversas fases de su estancia en Yucatán, y de cómo es la casa de su suegra, de lo bien que lo trataba su antiguo jefe, y de algunos detalles insoportables más, a pesar de hacerle más fintas que un delantero. Pero una sala de aeropuerto siempre es suficientemente amplia para encontrar rincones en los que aprovechar la espera leyendo.

Después de la cena la sala de espera del aeropuerto empieza a caer en esa tristeza somnolienta de las madrugadas, hasta que llegan grupos de españoles de los vuelos retrasados y vuelve un jaleo de mediodía. Algunos mexicanos tocan guitarras y cantan. Cuando se acerca la hora del embarque, los encargados empiezan a jugar con retrasos de diez minutos, y la gente se enfada. Sé que estoy yendo hacia España cuando empiezo a escuchar silbidos agudos, gritos de quejas, exigencias de reclamaciones. Por los altavoces, un hombre nervioso llama a la calma. Tienen que ponerse en las puertas tres agentes de la policía federal. Los grupos de españoles se quejan, vociferan, finalmente se ríen. Un agente se pone firme frente al desplante de una encargada de la compañía, que no quiere más fotos a corta distancia: "Haga el favor de responder con educación a las preguntas de la señorita, haga su trabajo".

Finalmente subimos, muy tarde en la madrugada, en un avión fletado por otra compañía, igual de grande que viejo. Pasada la tormenta, el vuelo es tranquilo, y en apenas un rato nos topamos con el amanecer atlántico tras las ventanillas, un largo destello anaranjado sobre un mar de nubes azules. Muchas horas después aparece la costa portuguesa, el verde accidentado del norte, las llanuras pajizas de Castilla. Aterrizamos en Madrid en una hermosa tarde veraniega de junio, caliente y plácida. Y llegar es siempre reencontrarse con los colores familiares, que esta vez me sorprenden menos, aunque hayan pasado alejados más tiempo.

Como si fuera natural, alargo mi viaje, y acabo otra vez en la provincia de Guadalajara. Porque el viaje nunca se acaba, haya empezado en el océano Pacífico o en el Caribe, y las etapas se dilatan o se suceden casi sin que medie la voluntad. La sensación de ir dejando paisajes y amigos por el camino es agridulce, aunque necesaria. La sensación de reencontrarlos, los paisajes añorados y los amigos que destapan la primera cerveza, es por sí sola la justificación de cualquier viaje.

sábado, 4 de junio de 2016

Playa del Carmen: sol, arena y mar, y muchas sombras

El viaje va a terminar en un territorio colonizado por el turismo extranjero y barato, festivo, ese turismo que borra la esencia de los sitios y convierte a todos los destinos en el mismo parque comercial al aire libre, ya sea en una isla africana, en una selva caribeña o en una playa española. En Tulum me subo en un colectivo muy barato hacia el norte. En el trayecto hacia Playa del Carmen hacemos varias paradas: extranjeros que se quedan en los cenotes cercanos, y en la sucesión de ecoparques que aprovechan esos cenotes y maravillas naturales frente al mar para ofrecer deportes y aventuras al alcance de cualquier familia del norte. Casi todos tienen nombres que empiezan por X, como un signo de rareza y exotismo que adelanta y acentúa el deseo de aventura: Xil Ha, Xplor, Xcaret, Xoximilco.

En las afueras de Playa del Carmen surgen de repente enormes centros comerciales con marcas norteamericanas. La ciudad no es muy grande, y no es muy distinta de lo que empezaron a ser en los 70 muchos pueblos del levante español: una hermosa playa y un abigarrado mercado para extranjeros. La playa es realmente hermosa: arena blanca, palmeras, aguas limpias. Detrás del espejismo de la primera línea de hoteles hay una ciudad de calles devastadas llenas de bares, hostales y puestos de cualquier cosa imaginable. Las aceras están llenas de obstáculos y escalones, adoquines desplazados, y muchas calles están reventadas. Ha comenzado la temporada de tormentas, y cada dos horas cae un chaparrón intenso que deja lagunas que aguantan hasta la siguiente tormenta.

Hay algunos chiringuitos de madera frente al mar, y una línea de hoteles de diversa categoría. Los gringos juegan y gritan en las piscinas, los meseros locales ataviados con camisas blancas ofrecen todo tipo de atenciones. También hay fiestas juveniles y alcohólicas muy ruidosas frente a la playa, y realmente hay muy poca gente bañándose en el mar. Donde acaban los hoteles hay una playa solitaria e idílica: palmeras, los límites de la selva, arena blanca, olas tranquilas. Salen ferris cada hora hacia Cozumel, que es una isla grande que está enfrente, adonde la gente va sobre todo a hacer submarinismo. Los edificios más altos de San Miguel de Cozumel se ven durante el día, y de noche unos potentes focos blancos iluminan el horizonte.

Las calles son rectas y cuadriculadas, pero la organización y numeración están entre lo ridículo y lo estúpido. Desde el mar, la numeración va de 5 en 5, y las perpendiculares van de 2 en 2, de modo que hay varias calles 10, varias calles 20, y es casi imposible no perderse. A dos calles del mar, los precios pasan de dólares a pesos, de lo irracional a lo cotidiano. Entramos a comer salbutes, panuchos y tacos a un lugar local y limpio. La bebida que triunfa es la horchata. En la televisión ponen las noticias, que pasan sin transición de un comentario jocoso sobre el presidente al proceso de identificación de 118 muertos hallados en una fosa común, y de ahí a las elecciones municipales del domingo y a las inundaciones en el centro de Europa.

Las dos primeras calles paralelas al mar (¿5, 10, 15, quién sabe?) son largas avenidas comerciales. Hay sectores aseados con marcas europeas y norteamericanas, ropa y joyería. Siempre me pregunto qué atractivo tiene para los millonarios del mundo venir a comprarse una joya valiosa a un lugar destartalado y sudoroso, si tienen probablemente las mismas tiendas a la vuelta de sus casas. Por las grandes puertas abiertas sale a la calle sofocada un viento polar. Después vienen los sectores de restaurantes, italianos y mexicanos, encajados entre árboles grandes que dan sombra a toda la calle, y los hombres en corrillo que ofrecen tours, y los vendedores de dudosos recuerdos, con tienditas móviles o con naves repletas de pasillos. Suben y bajan ríos de gentes que pasean, que se prueban, que se sientan, que preguntan, que miran, en una confusión de lenguas y acentos, como en cualquier ciudad de la costa mediterránea. Grupos de jóvenes norteamericanos pasean sin camiseta y con botellines de cerveza en la mano. La ciudad está llena de argentinos, turistas y trabajadores.

La noche del sábado, después de ver el partido de fútbol de la Copa América, pedimos unos tacos de camarón y nos dicen que no hay cerveza: sábado y domingo está en vigor la ley seca, por las elecciones municipales y del gobierno del estado (la gubernatura, dicen aquí). Después nos confirman que la ley seca es sólo para los comercios locales, y no afecta a los turistas. Desde la calle 10 hasta el mar se puede beber alcohol sin problemas. En la otra calle 10, la que baja hasta el mar, y en la 12, hay un jaleo de músicas diversas y potentes, discotecas sin paredes, gente que anda drogada y pacífica entre los charcos que ocupan esquinas enteras. De repente cae un chaparrón y la gente se esconde bajo los toldos, pero poco a poco empiezan a salir al medio de la calle para bailar bajo la lluvia.

Viendo lo visto, mi viaje maya acabó en la playa de Tulum. Esta versión caribeña del turismo que arrasa todo con la prepotencia de los billetes de dólar le quita a uno las ganas de parar en Cancún, que es lo mismo pero más a lo grande. En las películas españolas promocionales de los años 70 se veían las mismas caras lamentables de paisanos desorientados y cegados por el espejismo del dinero fácil. Aquí las divisas extranjeras aún no se han empleado en adecentar ni siquiera las calles, y todavía lo mugriento convive con la sombra del lujo. El clima es benévolo, porque la brisa marina y las tormentas intermitentes suavizan el bochorno caribeño, y esto realmente es un lugar donde mente y cuerpo pueden relajarse y languidecer. De repente siento unas ganas locas de llegar a Europa.


viernes, 3 de junio de 2016

Tulum, la ciudad maya frente a las aguas claras del Caribe

No es difícil llegar a Tulum, que es una de mis últimas y obligadas etapas, a menos que se rompa el autobús en el que se viaja. A diferencia de Chiapas, donde las carreteras de montaña y los bloqueos de huelguistas hacen los viajes imprevisibles, moverse por la península de Yucatán es sencillo, y además los transportes son baratos y efectivos. Salgo de Valladolid en un autobús de la compañía Oriente, con aire acondicionado moderado y muchos viajeros locales. Son apenas dos horas de trayecto, a través de selvas verdes y pueblecitos con puestos de comida en la carretera, con carteles plagados de errores. Paramos junto a las ruinas de Cobá, ya en el estado de Quintana Roo, para recoger a algunos mochileros. Y cuando queda un kilómetro para llegar al pueblo de Tulum, el autobús se avería de forma irreversible.


El cochero se ha manchado su camisa blanca y la corbata con el aceite negro del motor, y los viajeros se reparten bajo las sombras de los árboles para esperar al siguiente autobús. Por la carretera cruzan alegres turistas en bicicleta, en pequeños grupos, camino de los cenotes cercanos. Echo a caminar con la mochila a cuestas y enseguida me recoge un coche que me lleva al pueblo: una pareja de españoles que están recorriendo el Caribe mexicano.

Tulum Pueblo no tiene nada, sólo una avenida con pequeños restaurantes, que por la noche hacen demasiado ruido con sus músicas, y calles traseras de apariencia pobre, medio rotas y abrasadas. A poca distancia del mar, hasta aquí no llega la brisa, pero sí un sopor tropical que hace a todo el mundo cocerse en su propio sudor. Hay un paseo agradable de tres kilómetros, bien acondicionado y sombreado por árboles grandes, hasta la playa. La mayoría de la gente lo hace en bicicletas alquiladas, pero también hay un trasiego continuo de coches, furgonetas, motos, corredores, caminantes.

La playa es una línea blanca y continua de hoteles, diez kilómetros desde las ruinas mayas hacia el sur, hasta la reserva natural Sian Ka'an. Casi sin proponérmelo, he llegado caminando al mar que mira a Europa, he completado un trayecto entero de océano a océano. La arena es blanca y harinosa, y las aguas son de un azul limpio y tibio. Hay niños morenos bañándose, y extranjeras muy blancas tumbadas en hamacas de plástico bajo el sol. Los hoteles y clubes frente al mar son lugares para vacaciones de ensueño: cabañas con techos de cañas secas, pasarelas de madera que discurren entre la vegetación tupida, fuentes que corren, piscinas elevadas frente a la amplitud del mar, una línea inacabable de palmeras, hamacas de colores que cuelgan sobre la arena. En uno de los hoteles, sobresaliendo entre los árboles, hay una atalaya de madera, y desde arriba se ve el panorama completo: el mar que se está tornando gris, las palmeras azotadas por la brisa suave, la línea blanca azucarada de la playa, y hacia el otro lado el verdor de la selva densa, y el sol que empieza a difuminarse tras las nubes bajas.


Por la mañana hago el otro paseo, más corto, el que lleva hasta las ruinas. El yacimiento arqueológico de Tulum es muy pequeño, pero el hecho de estar pegado al mar crea una estampa de una belleza inigualable. La ciudad maya estaba amurallada por tres lados, y tenía salida al mar por el otro, a través de una caleta. Se conserva parte de la muralla, y restos de algunos templos y casas. El templo del Dios del Viento está sobre un corto acantilado de rocas grises, rodeado de vegetación y mirando a un mar azul turquesa. El otro monumento con vistas al mar es el castillo, más grande, sobre otro acantilado, separado del primer templo por una playa de arenas limpias adonde vienen a desovar las tortugas.

Hay otras estelas y palacios con columnas de piedra, y un sendero que baja hasta la otra parte de la muralla entre vegetación selvática, pero el principal atractivo del lugar son estos dos puntos que miran al mar. El agua es transparente cuando llega a la arena, turquesa alrededor de las rocas, azul a la altura en que navegan las barcas de pescadores y submarinistas. Hace un calor de miedo que sólo suaviza un poco la brisa marina. Las iguanas reptan sobre las paredes de los templos, o se esconden del sol bajo las palmeras. Las olas chocan contra los acantilados grises y se remansan en las playas blancas. En este rincón del Caribe hay una belleza especial que trasciende al paisaje y a la historia.

jueves, 2 de junio de 2016

Más descubrimientos entre ruinas mayas y cenotes: Valladolid y Ek Balam

Valladolid es una ciudad pequeña y tranquila, con el mismo esquema de calles anchas y rectas de cualquier ciudad virreinal hispana. En el centro, casi todas las fachadas de las casas son de colores suaves, amarillo, pastel, rojo. Hay una iglesia de piedra gris, de dos torres, presidiendo la cuadrícula ajardinada de la plaza central. Es como la versión pequeña de Mérida, una hermana menor. Desde antes de amanecer hace calor.

En las calles que siguen a la plaza hay desde muy temprano jaleo de tiendas de ropa, puestos de tacos, microbuses y motos en todas direcciones. Es primer día de mes, y desde la puerta de una oficina de Banamex empieza una fila de personas de edad, que rodea la esquina y se pierde entre el movimiento de las aceras.

Cogemos un taxi entre cuatro personas para ir a Ek Balam. Son 30 kilómetros de carretera, con selva y casas sueltas a los lados. Ek Balam es otro yacimiento arqueológico de la importancia de Chichén Itzá, si bien las dimensiones de la parte descubierta son mucho más pequeñas. Está en medio de una selva inextricable, que se atraviesa por un carreterín hasta llegar a un pequeño aparcamiento con dos puestos de artesanías. En el primer pasillo verde hay tres muchachos con taparrabos, pintados de mayas, jugando con una pelota de caucho, buscando la foto con el turista. En cada ciudad maya hay algo distinto: nada más pasar vemos una construcción con forma de zigurat, a cuya cúspide se llega por un sendero en forma de espiral. Hay arcos, viviendas, edificios con columnas y un juego de pelota.

Pero las mejores vistas de Ek Balam están arriba de la acrópolis. Es una pirámide de 32 metros, en cuyo centro están reconstruyendo con piedra y yeso las inscripciones originales. Desde lo alto, las otras pirámides y edificios del complejo parecen pequeños. Salvo esas manchas grises, el paisaje desde la cúspide es sólo verde: una selva lisa como un mar en calma, hasta donde alcanza la vista. Allá arriba corre un poco de brisa, el sol se esconde a intervalos detrás de nubes gordas y pasajeras. Sentados en las piedras más altas, al pensamiento no le cuesta mucho trasladarse a la época en que alguien dirigía desde arriba la construcción de estas ciudades, controlando sus voluntades y sus miedos como un dios caprichoso.

Al nivel de la vegetación el calor es otra vez insoportable: denso y húmedo. Llegan pocos visitantes, pequeños grupos y familias. La mayoría acaban la visita perdiéndose por un sendero que lleva a un cenote con restaurante. Tardamos en salir de aquellas junglas, hasta que conseguimos juntar a cuatro personas para completar el taxi, y de vuelta en Valladolid no hace menos calor.

En un extremo de la plaza hay una galería cubierta por altos techos de lata, con minúsculos restaurantes locales a los lados. En cada puesto hay un hombre encargado de atraer a los clientes, pero lo hacen de una forma sorprendentemente civilizada: todos están a un lado de la barra, separados de la gente que cruza por una barrera metálica. Subidos a unas cajas de botellines, se apoyan en la barrera y agitan las grandes tarjetas con los menús. Nos sirven un excelente plato de cochinita pibil por muy pocos pesos, y jugos de mango de verdad, con la dulce densidad de la carne del mango. Cada día descubre uno frutos o bebidas nuevas: me bebo un refrescante jugo de chaya, que es una hoja verde cuyo jugo mezclan con limón.

Otro descubrimiento: en la península de Yucatán hay alrededor de diez mil cenotes. Pero pocos se los encuentra uno tan de repente, tan inopinadamente, como el que está dentro de la ciudad de Valladolid. A cuatro o cinco calles del centro, en una esquina cualquiera, rodeada de casas bajas y pobres, algunas rotas, hay un letrero simple: Cenote Zací. Uno pasa de las calles polvorientas y abrasadas a un bar con jardín y terraza, pero desde el final de la terraza los árboles se abren para mostrar la profundidad de un cenote. Hay un acceso cómodo por una orilla, hasta los 30 metros en que se encuentra el agua. El cenote está parcialmente abierto, y por entre la vegetación se cuela el último sol de la tarde, que pega en casi horizontal con las paredes de la cúpula, con las recias estalactitas que cuelgan como una amenaza sobre la gente que se baña. Saltamos, nadamos, reímos, pero sobre todo nos refrescamos del sopor del día ante esta maravilla escondida.

Por la noche aún tenemos tiempo de recorrer la parte nueva de la ciudad, donde sí hay bares normales. Contra las paredes de un ex convento proyectan un espectáculo de luces, y unos cantantes sobre un escenario representan lo que está anunciado como una "ópera maya". Cenamos en un restaurante muy local, que es un corral techado al que se accede por una habitación llena de velas y santos. Hay santos y vírgenes y fotos hasta en el lavabo. En el cartel escrito a mano, además de empanadas y tamales, veo palabras que, incluso a estas alturas, no había escuchado antes: huaraques, salbutes, panuchos. Comemos de todo por una cantidad que ni siquiera puede trasladarse a nuestras monedas. Da mucha lástima despedirse también de Valladolid, de gentes con tanto en común, de un patio con mucha vegetación en el que bebemos cervezas tranquilas y escuchamos canciones de nuestros países, con los pies sobre la grava, imaginando que entre las hojas corre algo de brisa.

miércoles, 1 de junio de 2016

Chichén Itzá, entre Mérida y Valladolid

El yacimiento arqueológico más famoso y visitado de Yucatán, y probablemente de todo México, es Chichén Itzá. El Castillo, la pirámide principal del complejo, es una de las imágenes icónicas de la cultura maya. Y para la mayoría de turistas que recalan en Cancún es una visita cómoda y rápida, que tiene un punto entre dominguero y cultural. Por eso no se parece a casi ningún otro yacimiento arqueológico maya: éste está lleno de gente, de extranjeros, por todos lados.

Pero a pesar de la saturación de turistas, la visita a Chichén Itzá es obligada y provechosa. Y cómoda, muy cómoda, desde cualquier lugar. Desde Mérida salen autobuses regulares para Chichén, por apenas unos pesos, por lo que no es necesario atender a las decenas de empresas que ofrecen tours hasta el yacimiento. Los autobuses llegan a Chichén en apenas dos horas, por una carretera recta y llana que atraviesa pueblecitos pobres, con sus iglesias de piedra o estuco rosa y sus mercados coloridos. Hay dos empresas para viajar en autobús regular en esta parte de México: ADO no sólo es la más cara, sino que además, al ser los autobuses más modernos, no tienen ventanas, y el aire acondicionado está tan fuerte que uno puede enfermarse. La compañía Oriente es más modesta, pero los autobuses son aceptables, y como el aire acondicionado funciona algo deficientemente, los viajes se pueden hacer sin riesgos.

Chichén Itzá está preparado para todo tipo de turismo. Los guías compran entradas para grupos en las numerosas taquillas, y los grupos organizados que vienen probablemente desde su destino vacacional de sol y playa, hacen fila ordenadamente. Para viajeros solitarios en trayecto de un lado a otro, existen también facilidades: hay una consigna gratuita para guardar los bultos grandes mientras se visita el yacimiento. Y una vez que uno está dentro, lo que primero ve, y lo que no deja de ver en todo el entorno, es la fila interminable de puestos de artesanías, imanes, bolsos, sombreros, collares.

Después está el Castillo, la pirámide de Kukalcán, en medio de una explanada verde. Tiene 25 metros de alto, pero no se puede subir. Aun así, desde abajo, desde las bocas de las serpientes emplumadas que suben junto a los escalones, es una obra que impresiona, por mucho que uno se haya hartado de verla en fotografías. En realidad esta pirámide es un calendario gigante. Tiene nueve alturas, y en cada una las escaleras dividen el espacio en dos: las 18 terrazas representan los 18 meses de 20 días del calendario maya. Hay cuatro escaleras, y cada una tiene 91 escalones: con la altura superior suman 365.

Hay acceso a parte de lo que fueron los mercados de la ciudad, el edificio de las mil columnas, y otros edificios menores. Hay nubes bajas corriendo rápido en el cielo, pero cae el sol a plomo. Los grupos de extranjeros, con sus paraguas rosas, atienden a las explicaciones de los guías bajo las anchas sombras de los árboles. Poca gente parece interesarse por lo que venden los cientos y cientos de vendedores. Dentro del parque hay dos cenotes muy profundos. Uno de ellos se llama el Cenote Sagrado, y hay que mirar sus aguas verdes desde un mirador de 35 metros de altura. Lo sobrevuelan pájaros azules y naranjas, y por las rocas carcomidas de las alturas se desplazan lentos lagartos gigantes.

El Juego de Pelota es uno de los lugares más carismáticos. Es sólo uno de los varios que había en la ciudad, pero era el más grande de todos los yacimientos mayas que se conocen. Los aros de piedra cuelgan de lo alto de los muros, y en los zócalos de piedra hay grabadas imágenes de jugadores en diversas posiciones, algunos incluso siendo sacrificados.

Salir de Chichén Itzá es tan fácil como llegar: hasta la misma puerta, hasta la sombra de un árbol que hace de parada, llegan los autobuses que vuelven para Mérida o que siguen para Valladolid. En media hora, y también por unos pocos pesos, llego a Valladolid, que es una ciudad pequeña, cuadriculada y acogedora. El cielo está cargado, gris, amenazante. El calor del ambiente es denso, aquí no se para de sudar. Antes de anochecer, justo cuando estoy entrando al hostal, cae un chaparrón rotundo: llueve fuerte durante una hora, y cuando salimos a buscar algo de cenar las calles y los parques están medio inundados. En el centro de la ciudad es difícil encontrar un lugar fiable donde tomarse una cerveza: en un bar del que sale música atractiva, lo que encontramos dentro es un cocedero con sólo hombres repartidos entre la barra y las mesas. El mesero se sorprende de que no queramos quedarnos a hervir dentro. Los supermercados no cierran hasta muy tarde, pero la cerveza casi se ha calentado cuando llegamos al pequeño oasis del patio del hostal. Aunque haya llovido, la brisa de la noche tropical sigue llegando caliente.