sábado, 4 de junio de 2016

Playa del Carmen: sol, arena y mar, y muchas sombras

El viaje va a terminar en un territorio colonizado por el turismo extranjero y barato, festivo, ese turismo que borra la esencia de los sitios y convierte a todos los destinos en el mismo parque comercial al aire libre, ya sea en una isla africana, en una selva caribeña o en una playa española. En Tulum me subo en un colectivo muy barato hacia el norte. En el trayecto hacia Playa del Carmen hacemos varias paradas: extranjeros que se quedan en los cenotes cercanos, y en la sucesión de ecoparques que aprovechan esos cenotes y maravillas naturales frente al mar para ofrecer deportes y aventuras al alcance de cualquier familia del norte. Casi todos tienen nombres que empiezan por X, como un signo de rareza y exotismo que adelanta y acentúa el deseo de aventura: Xil Ha, Xplor, Xcaret, Xoximilco.

En las afueras de Playa del Carmen surgen de repente enormes centros comerciales con marcas norteamericanas. La ciudad no es muy grande, y no es muy distinta de lo que empezaron a ser en los 70 muchos pueblos del levante español: una hermosa playa y un abigarrado mercado para extranjeros. La playa es realmente hermosa: arena blanca, palmeras, aguas limpias. Detrás del espejismo de la primera línea de hoteles hay una ciudad de calles devastadas llenas de bares, hostales y puestos de cualquier cosa imaginable. Las aceras están llenas de obstáculos y escalones, adoquines desplazados, y muchas calles están reventadas. Ha comenzado la temporada de tormentas, y cada dos horas cae un chaparrón intenso que deja lagunas que aguantan hasta la siguiente tormenta.

Hay algunos chiringuitos de madera frente al mar, y una línea de hoteles de diversa categoría. Los gringos juegan y gritan en las piscinas, los meseros locales ataviados con camisas blancas ofrecen todo tipo de atenciones. También hay fiestas juveniles y alcohólicas muy ruidosas frente a la playa, y realmente hay muy poca gente bañándose en el mar. Donde acaban los hoteles hay una playa solitaria e idílica: palmeras, los límites de la selva, arena blanca, olas tranquilas. Salen ferris cada hora hacia Cozumel, que es una isla grande que está enfrente, adonde la gente va sobre todo a hacer submarinismo. Los edificios más altos de San Miguel de Cozumel se ven durante el día, y de noche unos potentes focos blancos iluminan el horizonte.

Las calles son rectas y cuadriculadas, pero la organización y numeración están entre lo ridículo y lo estúpido. Desde el mar, la numeración va de 5 en 5, y las perpendiculares van de 2 en 2, de modo que hay varias calles 10, varias calles 20, y es casi imposible no perderse. A dos calles del mar, los precios pasan de dólares a pesos, de lo irracional a lo cotidiano. Entramos a comer salbutes, panuchos y tacos a un lugar local y limpio. La bebida que triunfa es la horchata. En la televisión ponen las noticias, que pasan sin transición de un comentario jocoso sobre el presidente al proceso de identificación de 118 muertos hallados en una fosa común, y de ahí a las elecciones municipales del domingo y a las inundaciones en el centro de Europa.

Las dos primeras calles paralelas al mar (¿5, 10, 15, quién sabe?) son largas avenidas comerciales. Hay sectores aseados con marcas europeas y norteamericanas, ropa y joyería. Siempre me pregunto qué atractivo tiene para los millonarios del mundo venir a comprarse una joya valiosa a un lugar destartalado y sudoroso, si tienen probablemente las mismas tiendas a la vuelta de sus casas. Por las grandes puertas abiertas sale a la calle sofocada un viento polar. Después vienen los sectores de restaurantes, italianos y mexicanos, encajados entre árboles grandes que dan sombra a toda la calle, y los hombres en corrillo que ofrecen tours, y los vendedores de dudosos recuerdos, con tienditas móviles o con naves repletas de pasillos. Suben y bajan ríos de gentes que pasean, que se prueban, que se sientan, que preguntan, que miran, en una confusión de lenguas y acentos, como en cualquier ciudad de la costa mediterránea. Grupos de jóvenes norteamericanos pasean sin camiseta y con botellines de cerveza en la mano. La ciudad está llena de argentinos, turistas y trabajadores.

La noche del sábado, después de ver el partido de fútbol de la Copa América, pedimos unos tacos de camarón y nos dicen que no hay cerveza: sábado y domingo está en vigor la ley seca, por las elecciones municipales y del gobierno del estado (la gubernatura, dicen aquí). Después nos confirman que la ley seca es sólo para los comercios locales, y no afecta a los turistas. Desde la calle 10 hasta el mar se puede beber alcohol sin problemas. En la otra calle 10, la que baja hasta el mar, y en la 12, hay un jaleo de músicas diversas y potentes, discotecas sin paredes, gente que anda drogada y pacífica entre los charcos que ocupan esquinas enteras. De repente cae un chaparrón y la gente se esconde bajo los toldos, pero poco a poco empiezan a salir al medio de la calle para bailar bajo la lluvia.

Viendo lo visto, mi viaje maya acabó en la playa de Tulum. Esta versión caribeña del turismo que arrasa todo con la prepotencia de los billetes de dólar le quita a uno las ganas de parar en Cancún, que es lo mismo pero más a lo grande. En las películas españolas promocionales de los años 70 se veían las mismas caras lamentables de paisanos desorientados y cegados por el espejismo del dinero fácil. Aquí las divisas extranjeras aún no se han empleado en adecentar ni siquiera las calles, y todavía lo mugriento convive con la sombra del lujo. El clima es benévolo, porque la brisa marina y las tormentas intermitentes suavizan el bochorno caribeño, y esto realmente es un lugar donde mente y cuerpo pueden relajarse y languidecer. De repente siento unas ganas locas de llegar a Europa.


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