Valladolid es una ciudad pequeña y tranquila, con el mismo esquema de calles anchas y rectas de cualquier ciudad virreinal hispana. En el centro, casi todas las fachadas de las casas son de colores suaves, amarillo, pastel, rojo. Hay una iglesia de piedra gris, de dos torres, presidiendo la cuadrícula ajardinada de la plaza central. Es como la versión pequeña de Mérida, una hermana menor. Desde antes de amanecer hace calor.
En las calles que siguen a la plaza hay desde muy temprano jaleo de tiendas de ropa, puestos de tacos, microbuses y motos en todas direcciones. Es primer día de mes, y desde la puerta de una oficina de Banamex empieza una fila de personas de edad, que rodea la esquina y se pierde entre el movimiento de las aceras.
Cogemos un taxi entre cuatro personas para ir a Ek Balam. Son 30 kilómetros de carretera, con selva y casas sueltas a los lados. Ek Balam es otro yacimiento arqueológico de la importancia de Chichén Itzá, si bien las dimensiones de la parte descubierta son mucho más pequeñas. Está en medio de una selva inextricable, que se atraviesa por un carreterín hasta llegar a un pequeño aparcamiento con dos puestos de artesanías. En el primer pasillo verde hay tres muchachos con taparrabos, pintados de mayas, jugando con una pelota de caucho, buscando la foto con el turista. En cada ciudad maya hay algo distinto: nada más pasar vemos una construcción con forma de zigurat, a cuya cúspide se llega por un sendero en forma de espiral. Hay arcos, viviendas, edificios con columnas y un juego de pelota.
Pero las mejores vistas de Ek Balam están arriba de la acrópolis. Es una pirámide de 32 metros, en cuyo centro están reconstruyendo con piedra y yeso las inscripciones originales. Desde lo alto, las otras pirámides y edificios del complejo parecen pequeños. Salvo esas manchas grises, el paisaje desde la cúspide es sólo verde: una selva lisa como un mar en calma, hasta donde alcanza la vista. Allá arriba corre un poco de brisa, el sol se esconde a intervalos detrás de nubes gordas y pasajeras. Sentados en las piedras más altas, al pensamiento no le cuesta mucho trasladarse a la época en que alguien dirigía desde arriba la construcción de estas ciudades, controlando sus voluntades y sus miedos como un dios caprichoso.
Al nivel de la vegetación el calor es otra vez insoportable: denso y húmedo. Llegan pocos visitantes, pequeños grupos y familias. La mayoría acaban la visita perdiéndose por un sendero que lleva a un cenote con restaurante. Tardamos en salir de aquellas junglas, hasta que conseguimos juntar a cuatro personas para completar el taxi, y de vuelta en Valladolid no hace menos calor.
En un extremo de la plaza hay una galería cubierta por altos techos de lata, con minúsculos restaurantes locales a los lados. En cada puesto hay un hombre encargado de atraer a los clientes, pero lo hacen de una forma sorprendentemente civilizada: todos están a un lado de la barra, separados de la gente que cruza por una barrera metálica. Subidos a unas cajas de botellines, se apoyan en la barrera y agitan las grandes tarjetas con los menús. Nos sirven un excelente plato de cochinita pibil por muy pocos pesos, y jugos de mango de verdad, con la dulce densidad de la carne del mango. Cada día descubre uno frutos o bebidas nuevas: me bebo un refrescante jugo de chaya, que es una hoja verde cuyo jugo mezclan con limón.
Otro descubrimiento: en la península de Yucatán hay alrededor de diez mil cenotes. Pero pocos se los encuentra uno tan de repente, tan inopinadamente, como el que está dentro de la ciudad de Valladolid. A cuatro o cinco calles del centro, en una esquina cualquiera, rodeada de casas bajas y pobres, algunas rotas, hay un letrero simple: Cenote Zací. Uno pasa de las calles polvorientas y abrasadas a un bar con jardín y terraza, pero desde el final de la terraza los árboles se abren para mostrar la profundidad de un cenote. Hay un acceso cómodo por una orilla, hasta los 30 metros en que se encuentra el agua. El cenote está parcialmente abierto, y por entre la vegetación se cuela el último sol de la tarde, que pega en casi horizontal con las paredes de la cúpula, con las recias estalactitas que cuelgan como una amenaza sobre la gente que se baña. Saltamos, nadamos, reímos, pero sobre todo nos refrescamos del sopor del día ante esta maravilla escondida.
Por la noche aún tenemos tiempo de recorrer la parte nueva de la ciudad, donde sí hay bares normales. Contra las paredes de un ex convento proyectan un espectáculo de luces, y unos cantantes sobre un escenario representan lo que está anunciado como una "ópera maya". Cenamos en un restaurante muy local, que es un corral techado al que se accede por una habitación llena de velas y santos. Hay santos y vírgenes y fotos hasta en el lavabo. En el cartel escrito a mano, además de empanadas y tamales, veo palabras que, incluso a estas alturas, no había escuchado antes: huaraques, salbutes, panuchos. Comemos de todo por una cantidad que ni siquiera puede trasladarse a nuestras monedas. Da mucha lástima despedirse también de Valladolid, de gentes con tanto en común, de un patio con mucha vegetación en el que bebemos cervezas tranquilas y escuchamos canciones de nuestros países, con los pies sobre la grava, imaginando que entre las hojas corre algo de brisa.
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