Estos días de pleno verano, con un calor tan intenso que
descoloca los horarios y los hábitos más cotidianos, despiertan una sensación
contradictoria sobre la que uno se acomoda y de la que a la vez quiere escapar.
Vivir bajo temperaturas de 42º C (108º F) esquivando los rigores del bochorno y
la dictadura del aire acondicionado, es posible. En la costa californiana,
donde jamás se llega ni de lejos a esas temperaturas, he visto encender el aire
acondicionado hasta en diciembre y enero, respondiendo a esa obsesión insana,
tan americana, por sobreadaptar el clima por encima del nivel de confort. Aquí
en La Mancha, siempre que uno no tenga que trabajar al aire durante el día, el
calor se puede sortear de maneras más sanas. A pesar de nuestro afán continuo
de destrucción del patrimonio y la admiración por los modelos arquitectónicos
foráneos, en nuestros pequeños pueblos es aún fácil recurrir al frescor de un
patio o un ancho sótano, a la brisa de un portal umbroso, al verdor y el agua
junto a una casa de campo.
Estos días
empezó el Tour de Francia, y el bochorno de la siesta refuerza la sensación de
lejanía en el tiempo. Miro los acantilados y playas de la Normandía, los
paisajes de maíces y de trigos aún verdes cuyas carreteras atraviesa tan rápido
el pelotón de ciclistas, y lo asocio sin querer con el otro verdor más oscuro,
el de lejanos melonares de otros julios desde los que escuchábamos por la radio
el final de etapa. El calor trae el silencio de los otros durante la siesta,
que también entonces aprovechaba para sentarme en cualquier rincón fresco a
leer sin ser molestado. El aire lento y calentujo de la siesta no se extingue
hasta que se va la luz, más allá de las diez de la noche. Alguna tarde se
forman grandes polvaredas, calima que entorpece mirar hacia la sierra, o una
quietud densa sobre la que se oye el canto monótono de la chicharra, y supongo
que todo esto no es más que el territorio de la infancia llamándolo a uno.
Una noche, ya
a tan pocos días de volver a América, regreso por unas horas al lugar de La
Mancha del que más orgulloso debe sentirse un manchego, el lugar que nadie que
cruce por aquí debería perderse. Almagro no es sólo el pueblo más hermoso de La
Mancha, sino el que estuvo más en el centro de la Historia, y el que conserva
en su aspecto y en su vida cultural esa Historia viva. Las fachadas encaladas,
las rejas negras, el suelo empredrado, dan a las calles del pueblo un aspecto
particular: así debieron de ser nuestros pueblos durante siglos, así ha
aparecido en numerosas películas, como Volver,
de Pedro Almodóvar. La Plaza Mayor de Almagro, un vasto rectángulo a cuyos
lados se disponen soportales de columnas de piedra, que sostienen viviendas con
ventanales verdes, es una joya del pasado y del presente. Almagro fue la
capital de la Orden de Calatrava, casa de banqueros alemanes, en tiempos de
Carlos V, que gestionaron el mercurio de Almadén con el que se procesaba todo
el oro y la plata de América, fue sede universitaria, fue el lugar donde nació
el conquistador del imperio inca Diego de Almagro.
Desde hace 38
años, se celebra durante el mes de julio el Festival Internacional de Teatro
Clásico. El escenario más pintoresco es el Corral de Comedias, en la misma
plaza, pero la realidad es que cada noche hay varias actuaciones al mismo
tiempo, en distintos escenarios, antiguos y modernos. Entre las decenas de
actuaciones del más alto nivel, el plato fuerte son las dos obras representadas
por la Compañía Nacional de Teatro Clásico. El Hospital de San Juan es el
espacio escénico más amplio, con 700 localidades, que siempre están llenas.
Este año, la CNTC ha rescatado un texto de Calderón de la Barca, Enrique VIII o la cisma de Inglaterra,
sobre el repudio del rey inglés a Catalina de Aragón para poder casarse con Ana
Bolena, en la versión sesgada de nuestro católico dramaturgo. Actores como
Sergio-Peris Mencheta, Joaquín Notario o Pepa Pedroche engrandecen una
producción bien montada y desarrollada.
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