El camino desde Yosemite hasta San Francisco es corto,
apenas dos horas y media por autopista, después de abandonar los bosques.
Pasamos por Merced, Turlock, Modesto, Salida, ciudades agrícolas en la parte
norte del valle central de California. De nuevo el paisaje exuberante de
nogales y almendros, las anchas extensiones de rastrojos, las explotaciones de
melón y tomate en plena cosecha, las viñas vendimiadas cuyas hojas han empezado
a dorarse y a secarse. Hay muchos terrenos de alfalfa, de un verde intenso, hay
cosechadoras dejando los grandes lotes empacados sobre el terreno, hay naves de
ganado junto a las que se almacenan enormes pacas rectangulares y verdes. En Manteca nos detenemos a tomar un café: ha empezado el otoño y hay variedades de temporada: el de calabaza especiada es un descubrimiento.
Ya en la casa,
descorchamos una botella de blanco de Paso Robles y empezamos a escuchar ruidos
amortiguados que llegan desde el jardín. Desde las ventanas vemos maniobrar a
una zarigüeya (tlacuache, en español mexicano), que se afana en comerse un
caqui ya bien colorado que todavía cuelga de una rama. La zarigüeya es un bicho
más grande que una rata, con el morro de un oso hormiguero, que no se asusta y
sigue degustando su dulce libación nocturna. Un rato después aparece la mofeta
(zorrillo, en español mexicano), con una larga raya blanca atravesando su lomo
y su cola negros, pero simplemente ojea y se marcha despacio. Por suerte, no se
sintió amenazada, y tras su aparición no queda ninguna consecuencia fétida. Por
suerte, hoy no apareció el mapache, que es mucho
más grande porque está emparentado con el oso, y a es veces violento sin control, aunque normalmente lo que hace es
treparse al tejado y dormirse sobre alguna claraboya de la buhardilla.
Si hay algo
que se ha perdido, o está en trance de perderse definitivamente en nuestra
domesticada Europa es precisamente esto, el contacto diario y amistoso con la
naturaleza del lugar. En las ciudades norteamericanas, en San Diego como en Los
Ángeles o San Francisco, también en la costa este, se ha integrado la naturaleza en el entorno urbano.
Hay parques de dimensiones selváticas y hay árboles en cada propiedad, a lo
largo de las avenidas y en los jardines interiores. Vistas desde arriba, muchas
de estas ciudades parecen bosques sobre los que se han trazado cuadrículas de
casas. Y en lugares como Berkeley, que sigue siendo la ladera boscosa de una
montaña que mira a San Francisco, la naturaleza convive con el espacio urbano:
es parte de él.
En Berkeley
hay, por supuesto, un ambiente plenamente universitario. Más aún: se respira un
ambiente sano e intelectual. Hay jóvenes caminando en todas direcciones, con
sus mochilas ligeras, a veces con auriculares, otras veces en animada
conversación sin gritos. Hay calles enteras con restaurantes con especialidades
de cualquier lugar del mundo. Caminando entre los edificios de la universidad
aparecen de repente pequeños bosques de secuoyas rojas, de pinos gigantes. Hay
una paz especial y serena en estos lugares. Quienes diseñaron las grandes
universidades norteamericanas, integrándolas en grandes espacios naturales,
sabían lo que hacían.
Recorremos de nuevo la
universidad, después de un desayuno largo y bien conversado en el jardín por el
que anoche pululaban las alimañas y hoy sólo juegan las ardillas, que corretean
entre los árboles o los rosales o bustos romanos. Por los senderos nos cruzamos
con rostros de medio mundo, pero especialmente de jóvenes de todos los países
de Asia, desde Corea a la India. Me quedo pensando que probablemente ésta es la
forma en que las sociedades se desarrollarán en el futuro: hoy estamos más interconectados
que nunca, lo de acá llega allá en unos segundos, los idiomas universales nos
abren una ventana al mundo del otro: sólo podremos entendernos a nosotros
mismos, en el futuro que ya está aquí, como seres interculturales, mezclados de todo lo que es humano.
Pienso en eso en Height-Ashbury, junto
al Golden Gate Park, el barrio de San Francisco donde comenzó el movimiento
hippie, mientras comemos pastelón en un restaurante puertorriqueño, Parada 22. Pero también al día
siguiente: en un restaurante indonesio de Estados Unidos estamos sentados un
español, un mexicano y un puertorriqueño; paro de comer noodles para beber agua, en un vaso de una compañía sueca en cuyo
fondo está escrito Made in Bulgaria. Desde
la puerta, sin necesidad de dar un paso, puedo ver restaurantes de comida
salvadoreña, kurda, india, nepalí, italiana, japonesa, pakistaní, etíope, y
probablemente otras muchas que no reconozco. En la carta del restaurante hay una cerveza indonesia, otra
tailandesa que enseguida reconozco, Singha,
y una filipina que también me da qué pensar: San Miguel.
Berkeley, Oakland, San Francisco, Marín, Palo Alto, San José. La Bahía es un lugar donde está concentrado el mundo. Pero a la vez desde la
Bahía se extienden los inventos, las modas, las costumbres que llegan a
cualquier rincón del planeta. Todo el mundo dice que San Francisco es la más
europea de las ciudades de Estados Unidos. No es del todo cierto: entendemos por
europea la condición de ser abierto, tolerante, intelectual. San Francisco es
mucho más que eso: aquí está concentrada la vanguardia de lo humano, el modelo de sociedad que inexcusablemente seremos.
Contemplamos desde un mirador de Presidio uno de los iconos de la ciudad, el Golden Gate Bridge, en un atardecer casi limpio. Una muchacha mira al ocaso, llegan dos hombres que subieron la cuesta en bicicleta, uno de ellos con apariencia hippie y perro incluido. Llega otro muchacho con una guitarra, y se pone a tocar unos ritmos flamencos mientras el sol se pone en el océano Pacífico.
Contemplamos desde un mirador de Presidio uno de los iconos de la ciudad, el Golden Gate Bridge, en un atardecer casi limpio. Una muchacha mira al ocaso, llegan dos hombres que subieron la cuesta en bicicleta, uno de ellos con apariencia hippie y perro incluido. Llega otro muchacho con una guitarra, y se pone a tocar unos ritmos flamencos mientras el sol se pone en el océano Pacífico.