Con el invierno recién estrenado, con la sombra de las
tensiones del final del trimestre escolar, encuentro un lugar ideal para unos
días de lento retiro navideño. Pacific Beach es uno de los barrios más vitales
de San Diego, pero en estas fechas es un plácido remanso de paz, palmeras y
playa. Al norte de la enorme bahía de San Diego, en la desembocadura del río
San Diego, hay otra bahía, una falsa bahía, un complejo lagunar con islas,
playas, parques, hoteles, pequeños puertos deportivos e incluso un parque
temático marino de fama mundial, SeaWorld San Diego: todo esto es Mission Bay.
Un brazo de tierra, con anchas playas, paseo marítimo y casas de vacaciones en
primera línea, protege del mar abierto al laberinto de lagunas. Pacific Beach es
un barrio ordenado y tranquilo, encajado entre las lagunas de Mission Bay, el
océano Pacífico y el hermoso y más suntuoso barrio de La Jolla.
Paseo con una
bicicleta rosa por la orilla de la laguna, trazando un arco suave frente a las residencias
de verano, pequeños complejos de habitaciones con balcones o casitas bajas con
jardines cuidados, piscinas, hamacas, palmeras bajas y palmeras altas, salones
de anchas cristaleras con vistas a la bahía. En la costa californiana, como en
algunos lugares de Europa, se llevan estas bicicletas de paseo, de aparatosos
manillares como astas de toro, sin frenos en el manillar, pues para frenar no
hace falta más que invertir el sentido de los pedales. Por la sinuosa línea
asfaltada circulan muy despacio grupos de ciclistas, tándems, jóvenes con
patines, parejas de jubilados caminando, corredores con auriculares que empujan
carritos de bebés. Los paseantes de perros prefieren caminar por la arena, dejar
a los perros corretear en el agua. Hay pescadores ocasionales, barcos que tiran
de surfistas, un monitor de voleibol enseñando a sus alumnos el saque, otros
grupos jugando al vóley-playa, familias jugando a la petanca en la arena, niñas
con vestidos de colores vivos echando al aire endebles cometas.
Entre las
casas que miran a la bahía hay un lujo envejecido, y un descuido natural y
envidiable que lleva a la gente a dejar al aire, a cualquier hora, pertenencias
que saben que nadie se llevará: hamacas, cocinas de gas, sillas y mesas de
metal en las terrazas, bicicletas, máquinas cortacésped, banderas, adornos
varios. Entre las casas salen pequeñas callecitas, no más anchas que un
pasillo, sombreadas por las altas palmeras, por los jardines con flores tropicales,
que llevan hasta la playa, hasta el mar abierto, hasta el océano Pacífico. Hay amplias
zonas de arena con redes de voleibol, y anchos parques de césped con utensilios
de barbacoa, parques infantiles, pasillos sobre el agua hasta los restaurantes
de las diminutas islas, en torno a las que se arraciman barquitos sobre el agua
quieta.
En el límite
entre Mission Beach y Pacific Beach, frente al océano, hay un parque de
atracciones, Belmont Park, con sus carruseles, con su montaña rusa de madera,
funcionando desde hace casi un siglo, desde los felices años 20 en que aquella
sociedad blanca y opulenta empezaba a asentarse en el paraíso de la costa
oeste. Frente a la playa hay un paseo marítimo siempre muy concurrido,
tranquilo estos días, como en cualquier playa mediterránea recién llegada la
temporada baja. Más casas de vacaciones, con terrazas altas y otras al nivel
del suelo, abiertas a los paseantes, donde turistas americanos beben cervezas
tumbados en una hamaca, con gafas de sol y gorra de béisbol, o altas copas de
vino blanco, expuestos al sol, en pantalones cortos, comentando los giros
rápidos de los muchos que aprovechan el viento para hacer kitesurf, con sus anchas bolsas de colores zigzagueando en el aire.
Cruzan en
lenta hilera sobre las casas las bandadas de pelícanos. Hay parejas sentadas en
sus sillas portátiles sobre la arena. Padres enseñando a sus hijos a hacer
volar sus cometas. Hay gente dentro del agua, a pesar de que el agua está muy
fría, hay paseantes descalzos por la arena, hay algunos surfistas, algunos
lectores al sol. Jugamos un rato al balón en la orilla, caminamos por la arena,
espantamos las gaviotas y los cuervos. Hay algunas nubes bajas, hay una
luminosidad casi hiriente.
Otro día está
lloviendo desde el amanecer, en cortas rachas que arrastra el viento, chispea
pero la gente sigue paseando por la orilla, por el paseo marítimo, por entre
las casitas de madera pintada del pier,
por el pasillo adornado con aros salvavidas con mensajes navideños. Al final
del muelle hay un árbol de Navidad, y hasta ahí llegan los adolescentes y los
jubilados para hacerse fotos, con el mar picado de fondo. Tanto si hace mucho
sol como si hace mucho viento, como si llueve y refresca, uno encuentra
cualquier día, al mismo tiempo, gentes en calzón corto y chanclillas, en
cazadora polar, con impermeable, en tirantes, con gafas de sol, con los pies
descalzos, incluso combinaciones de sandalias y abrigo gordo. Probablemente sea
una más de las formas de independencia e indiferencia americanas: uno decide
qué se va a poner sin consultar siquiera con la ventana de casa, y después todo
el mundo encuentra natural lo que ve por la calle, y nadie se siente incómodo.
A todo lo largo
de Mission Beach están construyendo una defensa contra las inundaciones. Además
de dunas de arena, junto al paseo marítimo, una línea de contrafuertes de
tablas de madera, y una segunda de bloques de hormigón. Muchos bares de la
primera línea acaban de arreglar sus terrazas. Este año El Niño está trayendo
más tormentas de las acostumbradas, y varias veces el agua ha desbordado la
playa. Todo es tan cuadriculado, tan ordenado y medido, que hasta los nombres
de las calles, de playas californianas o de ciudades europeas, siguen un
escrupuloso orden alfabético: Venice, Verona, York. Ahí empieza otra vez
Pacific Beach, empiezan sus calles también cuadriculadas, también ordenadas,
anchas avenidas con aceras pobladas como pequeños bosques, con palmeras
altísimas de las que la tormenta ha desprendido largas hojas y cortezas. Calles
que, también como un bosque, de noche se quedan oscuras, casi silenciosas,
íntimas. Pacific Beach es un conjunto de postales típicamente californianas, es
la placidez templada del sol poniéndose sobre el Pacífico, es un lugar del que
daría tanta pena irse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario