Viajar por el interior de Baja California es sumergirse
hacia las profundidades de un espacio y un tiempo que suceden a otro ritmo, más
cadencioso, más pausado, más acorde a los ritmos lentos de la naturaleza. Uno
escucha Baja California o Sonora o Sinaloa, e imagina desiertos lejanísimos,
montañas de dunas a las que se asomarían desde costas escarpadas los trastornados
navegantes españoles, sin atreverse siquiera a desembarcar para explorar. Uno
imagina extensiones de saguaros, cactus y piedras gigantes por donde se mueven
cascabeleando serpientes abrasadas. Uno imagina una carretera que en algún
momento pasará a ser de tierra, de arena blanca, de puro polvo, y que conduce
sin remedio hasta el fin del mundo. Pues bien, todo eso es la península de Baja
California, y mucho más que eso.
En Tijuana,
que es una ciudad de aluvión, caótica e inacabable, llega en desorden continuo
la resaca migratoria de media América Latina. Los que rebotaron en la valla
fronteriza que separa el paraíso del infierno, se instalan y proliferan en las
barriadas de casas bajas que se extienden como tentáculos hacia todos lados. No
hay sensación de pobreza donde hay vida y esperanza, donde hay un movimiento
perpetuo, donde hay sitio para el desenfreno y para el retiro en playas de
hoteles tranquilos. Entre Tijuana y Rosarito están esas playas anchas de aguas
frías, hoteles sin ruido y trato cercano en donde uno entiende que se retiren
del mundo tantos jubilados norteamericanos, sujetos a sus rutinas de langosta fresca
a precio de saldo y paseos al aire libre.
De noche es
mejor conducir por la carretera de peaje, de cuota, sin el estorbo de los
cruces en pueblos de mar, pero también sin el estímulo diurno de deslizarse perezosamente sobre
un paisaje seco y rocoso, de apariencia marroquí, entre los cerros y el agua.
También el propio idioma viaja y crece con uno en el trayecto, asimilando con
rapidez giros lingüísticos inesperados o tiernos: Obedezca las señales,
Principia tramo en reparación, No maneje cansado.
A Ensenada se
llega en apenas dos horas desde la frontera. Es una ciudad con tanta vida como
Tijuana, pero donde el tiempo ya ha perdido unos puntos de aceleración. Incluso
en invierno acoge un turismo familiar y nacional, como tantas ciudades medianas
en la costa mediterránea española. Es una ciudad de avenidas kilométricas
llenas de puestos de comida, de pequeños restaurantes con carteles de colores
pintados a mano. Es difícil no saltarse varios semáforos hasta que se comprende
que las líneas del suelo están borrosas o no existen. El genio del idioma
trabaja rápido al paso: Birriería de res, Maderería, Llantera, Elotes y cocos
locos, Tacos sicodélicos.
La primera
parada en nuestra aventura está más al sur, más hacia las profundidades de la
noche. Al sur de Ensenada recorremos una carretera sin arcenes, sin más luces
que las verdes de las gasolineras Pemex, o las débiles bombillas amarillas de
las tiendas de abarrotes. De la carretera principal sale otra donde ya las
luces son los faros de los coches, sin marcas viales, y de ahí un camino de
tierra con agua de mar a los dos lados. En realidad hay una gran ensenada
frente a la ciudad de Ensenada, una gran bahía de aguas tranquilas sobre las
que cruza una lengua de arena, una manga de tierra con complejos de casas de
alquiler, de residencias de verano frente al océano.
El tiempo se
ha ralentizado otro punto. Los focos iluminan un casucho de maderas con el
letrero Security-Seguridad. El camino avanza, y unos metros más allá emergen de
la nada dos torres, que son como la entrada a una fortaleza. Un hombre de
oscuro sale de una caseta, como el alcaide del castillo, y tirando de una soga
levanta la barrera que nos deja el paso franco. Al rato aparece el propietario,
que probablemente se había olvidado de nosotros y desprende un simpático aire
de bebedor de tequila reciente. Enciende el fuego en las habitaciones, y
después de la cena y el vino y las redes de las conversaciones el tiempo parece
detenerse otro punto. Desde las terrazas se oye el oleaje furioso del mar.
Viene un viento fresco que agita las palmeras, y uno piensa seriamente en el
sano ejercicio que sería retirarse una temporada en la calidez de un lugar como
éste.
A la mañana
siguiente el mar está tranquilo, el café sabroso, luminosas las conchas y las
flores que crecen en las dunas. Para llegar a La Bufadora hay que recorrer una
estrecha carretera que serpentea por las alturas de una pequeña península que
cierra la bahía. La Bufadora es un gran reclamo turístico, que en esta mañana
de luz azul congrega a cientos de personas, mexicanos y gringos y de más allá.
Carteles con banderas de muchos países saludan en muchos idiomas al visitante.
Una larga calle de mercadillo en la que se vende de todo lo imaginable, desde
churros y ponchos a tallas de madera y sombreros. En un puesto los niños pueden
pasar siete minutos junto a una leona joven por unos pesos. Tatuajes de henna,
tostilocos, puestos de piña colada, botijos, hamacas, sombreros rancheros,
retratos de Pancho Villa, están revueltos entre el humo de los restaurantes de pescado
fresco que ofrecen almejas y ostiones a los viandantes.
Un muchacho
vestido de indio con penacho de plumas toca una flauta y un pequeño tambor al
mismo tiempo que agita los cascabeles que cuelgan de sus piernas. Grupos
discretos de mariachis se pasean por los restaurantes cantando corridos, contra
los ventanales desde los que se ve el mar agitado. La Bufadora está al final de
todo, entre los farallones, una atracción casi domesticada que se puede
observar desde miradores de varias alturas. Es una especie de géiser marino, el
resultado del choque de las olas contra una cueva entre los acantilados. El
agua sube violentamente a cada golpe de las olas, después de un ruido que es
como un bufido de bestia, y que se acompaña de los gritos de los visitantes que
corren para no mojarse enteros.
Al salir del
pueblo empieza el viaje alucinado hacia el sur. Un hombre está parado junto a
la carretera con un burro al que ha pintado rayas de cebra, y sobre el que ha
colocado como jinete a un perrito con sombrero. Dos señoras esperan a los
coches que frenan en un resalto para dar por dinero una bendición. En lo alto
de un monte unas piedras blancas crean un mensaje gigante con una frase de la
Carta de San Pablo a los Romanos, y dos colinas más allá el mensaje ¡Cristo
salva! Hay peatones que caminan por la carretera montuosa y sin pueblos.
En Maneadero,
que es una calle alargada con llanteras y puestos de comida, nos detenemos a
cambiar una bombilla al coche. Bajo un cartel rutilante de Autoeléctrico,
buscamos al dueño de una choza de paredes negras y mugrosas. Entre ruedas y
plásticos aparece un hombrecillo con mostacho que nos aclara el equívoco: “Pues
aquí no es, pues. El bato nomás puso el cartel y nunca volvió”. Y nos señala
con las uñas en el polvo del suelo la ubicación exacta del taller que buscamos.
A la vuelta de
la esquina aparece el taller, que es una choza aún más pequeña, con un foso en
el que se reparten latas vacías de cerveza y cajas de piezas de mecánico. Otro
hombrecillo con mostacho aparece por algún lugar, masticando y con las manos
mugrientas, y con mucha paciencia desarma la bombilla y nos confirma que está
fundida. Con otro hombre que pasaba por allí vamos a una tienda del pueblo a
comprar una nueva, y además del arreglo nos llevamos del pueblo algunas
historias de supervivencia que nos cuenta por el camino.
Hay después
pueblos pequeños y prósperos de viñedos, de trigos y de campos de nopales. Hay
pueblos polvorientos que son un cruce de calles en los que los coches entran y
salen como en una ciudad egipcia, y que en la luz turbia del atardecer parecen
más literarios que reales. Hay una zona de curvas y densas nieblas perpetuas en
cuanto se hace oscuro. Y después hay retenes del ejército, con jóvenes de
uniformes claros con metralletas y mucho sueño que dan paso como si saludaran a
un fantasma. Y cuanto más al sur, más parece detenerse el paso del tiempo, más
inacabable la carretera, cuya consistencia parece desmoronarse con el paso de
las horas y los kilómetros.
En muchas horas de desierto no
hay señal de vida ni señal de radio ni otra luz que la de las estrellas que
refulgen como en el principio de los tiempos. Hay baches y agujeros espantosos
en el pavimento, uno detrás de otro, que seguramente han ido creciendo durante
décadas, con paciencia mineral, en medio de aquellos desiertos. Y también vados
cubiertos de tierra que alguna vez fue barro en alguna lluvia lejana. Y después
de muchas horas de calmosa travesía por el desierto, unas señales nos advierten
de que hemos llegado al Paralelo 28, el límite entre los estados de Baja
California y Baja California Sur. El tiempo, que pareció estancarse, ha ido sin
embargo más rápido que nosotros: ya es el día siguiente, y además al cruzar el
límite entre estados el reloj avanza una hora. No sabemos si acaba o empieza el
viaje al fin de la noche.
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