Amanece en Guerrero Negro, es una mañana de luz blanca y
cielos cargados, con un aire como de electricidad en el ambiente. Salimos de la
anestesia con el primer café, con la memoria aún tintineando en la abrupta
carretera nocturna que corta el desierto. Cuando llega la camioneta que nos
llevará a la laguna empiezan a desperezarse las sonrisas de ilusión infantil:
hemos llegado tan lejos para ver ballenas.
Atravesamos un
largo camino entre las dunas, con salinas a ambos lados, en un domingo en que
sólo se mueven por allí las camionetas con turistas y obreros en trabajos de
mantenimiento. Los guías dan explicaciones sobre volúmenes, pesos, hábitos de
las ballenas, en español y en inglés. La laguna Ojo de Liebre es una albufera
enorme de aguas salinas y cálidas, de casi 50 kilómetros de largo, con poca
profundidad, adonde las ballenas grises vienen cada año a aparearse, dar a luz
a sus crías y pasar el invierno. En este entorno que es Patrimonio de la
Humanidad de la UNESCO parecen coexistir en pacífica armonía la agitación
industrial de la sal y el santuario de vida salvaje que bulle en sus aguas.
La ballena
gris es un mamífero de dimensiones descomunales: pueden medir hasta 15 metros y
pesar 20 toneladas. Protagonizan la mayor migración del planeta, pues cada año
se desplazan desde las costas de Alaska, en el mar de Bering, hasta estas
bahías mexicanas. Aún llegan más abajo, en otros dos puntos de Baja California
Sur: laguna San Ignacio y bahía Magdalena. Los humanos, que a punto estuvieron
de exterminar la especie hace un siglo, hoy hacen su particular migración hasta
estos parajes dejados de Dios para observarlas de cerca y hacer reverencia a
sus costumbres pacíficas.
Y llega el
momento en que se arriman a la barca. Las ballenas grises son animales mansos y
muy curiosos, y se acercan a la barca con la inocencia con que acudiría un
perro a olfatear a un desconocido. Impresiona ver deslizarse con ligereza ese
cuerpo orondo, como de bestia prehistórica, bajo la barca: uno no puede dejar
de pensar que bastaría un leve aletazo para volcarla. Y sin embargo el animal
estudia el terreno, viene mansamente, y asoma con naturalidad la cabeza frente
a la borda, hasta la altura de nuestros brazos. Vienen una madre y una cría.
Chocan sus hocicos, se escurren por debajo, aparecen a un lado y a otro de la
barca, el ojo de cíclope nos mira curioso, su respiración tan cercana nos baña
con una amable llovizna.
Al tacto liso
y blando de la cara de las ballenas le sucede una familiaridad inmediata. Como
cuando uno acaricia el cuello de un caballo, existe un reconocimiento intuitivo
entre dos especies que las hace confiar al momento una en la otra. La cría
tiene una cicatriz en la cara, y cada individuo tiene marcas que las hacen diferentes
y reconocibles a ojos del barquero que las visita cada día. Pero hay cientos,
miles, repartidas en las aguas cálidas del mar interior de la laguna. Dos barcas
más se acercan y las ballenas se dejan llevar por la novedad: se van con el
primero que aparece. Pero la magia no se desvanece, porque se ha creado un hilo
de complicidad que va más allá del contacto físico.
Saliendo de
Guerrero Negro volvemos a retrasar la hora. Volvemos a los retenes del
ejército, con pobres soldados abrasados en chozas de cáñamo, que registran
nuestros coches con cortesía y buen humor. Volvemos al bello paisaje de cactus
y saguaros y yucas, a una carretera recta e interminable, sin arcenes, que de
día y en dirección norte parece tener menos agujeros. Seguimos casi
hipnotizados la línea continua amarilla, atravesamos las mismas vaguadas
enlodadas y temibles como agujeros negros, atravesamos una luz parda y
condensada de desierto. La carretera se aleja poco a poco de la línea del mar.
La excitación por el contacto con las ballenas desplaza las emociones hacia un
tiempo indefinido: ha podido ser hoy, o pudo ser en otro tiempo remoto. En el
lento camino al norte la velocidad de las cosas comenzará a ajustarse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario