Amanece en Guerrero Negro, es una mañana de luz blanca y
cielos cargados, con un aire como de electricidad en el ambiente. Salimos de la
anestesia con el primer café, con la memoria aún tintineando en la abrupta
carretera nocturna que corta el desierto. Cuando llega la camioneta que nos
llevará a la laguna empiezan a desperezarse las sonrisas de ilusión infantil:
hemos llegado tan lejos para ver ballenas.
Guerrero Negro
está dentro del municipio de Mulegé, y es la ciudad más al norte del estado de
Baja California Sur, justo al otro lado del paralelo que lo separa de Baja California.
El nombre del pueblo tiene un origen entre romántico y trivial: en el siglo XIX
encalló en sus costas un ballenero gringo que se llamaba Black Warrior, y la
traducción directa dio nombre a la laguna y luego al poblado que creció en la
orilla. El pueblo y la comarca crecieron en la segunda mitad del siglo XX en
torno a una salina, en las lagunas de Guerrero Negro y Ojo de Liebre, que
exporta siete millones de toneladas de sal al año y es la salina más grande del
mundo. Por lo demás, es un pueblito de casas bajas y disgregadas, puestos de
tacos y pescado, letreros de tablones pintados a mano.
Atravesamos un
largo camino entre las dunas, con salinas a ambos lados, en un domingo en que
sólo se mueven por allí las camionetas con turistas y obreros en trabajos de
mantenimiento. Los guías dan explicaciones sobre volúmenes, pesos, hábitos de
las ballenas, en español y en inglés. La laguna Ojo de Liebre es una albufera
enorme de aguas salinas y cálidas, de casi 50 kilómetros de largo, con poca
profundidad, adonde las ballenas grises vienen cada año a aparearse, dar a luz
a sus crías y pasar el invierno. En este entorno que es Patrimonio de la
Humanidad de la UNESCO parecen coexistir en pacífica armonía la agitación
industrial de la sal y el santuario de vida salvaje que bulle en sus aguas.
La ballena
gris es un mamífero de dimensiones descomunales: pueden medir hasta 15 metros y
pesar 20 toneladas. Protagonizan la mayor migración del planeta, pues cada año
se desplazan desde las costas de Alaska, en el mar de Bering, hasta estas
bahías mexicanas. Aún llegan más abajo, en otros dos puntos de Baja California
Sur: laguna San Ignacio y bahía Magdalena. Los humanos, que a punto estuvieron
de exterminar la especie hace un siglo, hoy hacen su particular migración hasta
estos parajes dejados de Dios para observarlas de cerca y hacer reverencia a
sus costumbres pacíficas.
Nos colocamos
el chaleco salvavidas y saltamos a la barca azul turquesa como intrépidos
grumetes. El capitán es un hombre rubio con la piel de la cara muy morena y
ojos de un profundo verdemar. Acelera el motor para adentrarnos en la laguna, y
al principio nuestra inadaptación al medio nos hace desconfiar de cada sacudida
contra las débiles olas. La mañana sigue gris, y avanzamos por las aguas
tranquilas paralelos a una estrecha playa blanca de la que enseguida surgen
extensiones de dunas como de desierto africano. Rodeamos una plataforma
metálica y gastada por el óxido sobre la que descansa en una paz inmóvil una
pequeña colonia de lobos marinos. Al ruido del motor, el macho guardián alza la
cabeza y después el cuerpo, amenazante, y las hembras gritan y se arraciman
antes de volver a su pachorra contemplativa.
En la playa
blanca, al borde de la lisa pendiente en que cae la duna, aparece un punto de
un pardo suave. La barca se acerca y nos saluda con tierna curiosidad una cría
solitaria de león marino. Las primeras ballenas las vemos desde lejos, asomando
apenas el lomo sobre la recta de las aguas tranquilas. Hay un par de barcas
como la nuestra dando vueltas alrededor, y algunas otras en la lejanía marítima
de la albufera. De pronto una multitud de ballenas empieza a hervir en la
superficie: asomando una aleta, restallando la cola contra el agua, enseñando
la boca. Conforme van acercándose, a uno lo asalta una inquietud temerosa: el
mar es un medio inseguro para quien no lo conoce, y los bichos parecen
demasiado grandes cuando han salido del cuadro de una fotografía o de la
pantalla de televisión.
Hay una
extraña emoción pueril al contemplar a la primera ballena que salta fuera del
agua. Es un salto vertical y muy rápido que desafía los reflejos del fotógrafo.
Aparece la cabeza con la larga boca entreabierta, y el enorme cuerpo se deja
caer pesadamente de lado. A lo lejos, se ven los chorros discontinuos, como
fuentes artificiales, de las ballenas que espiran a ras de agua.
Y llega el
momento en que se arriman a la barca. Las ballenas grises son animales mansos y
muy curiosos, y se acercan a la barca con la inocencia con que acudiría un
perro a olfatear a un desconocido. Impresiona ver deslizarse con ligereza ese
cuerpo orondo, como de bestia prehistórica, bajo la barca: uno no puede dejar
de pensar que bastaría un leve aletazo para volcarla. Y sin embargo el animal
estudia el terreno, viene mansamente, y asoma con naturalidad la cabeza frente
a la borda, hasta la altura de nuestros brazos. Vienen una madre y una cría.
Chocan sus hocicos, se escurren por debajo, aparecen a un lado y a otro de la
barca, el ojo de cíclope nos mira curioso, su respiración tan cercana nos baña
con una amable llovizna.
Las alargadas cabezas,
y también el resto del cuerpo, están repletos de manchas blancas y de costras amarillentas
de percebes y rémoras. Las dos ballenas, madre e hija, extienden una y otra vez
sus hocicos hacia la borda, hacia los brazos igual de inocentes que ahora las
acarician con la delicadeza de un niño que recién ha conocido a su nueva
mascota. A la primera mano que se desliza sobre la piel de la ballena le sigue
una voz tan emocionada como exacta: “¡Es como tocar una berenjena!”.
Al tacto liso
y blando de la cara de las ballenas le sucede una familiaridad inmediata. Como
cuando uno acaricia el cuello de un caballo, existe un reconocimiento intuitivo
entre dos especies que las hace confiar al momento una en la otra. La cría
tiene una cicatriz en la cara, y cada individuo tiene marcas que las hacen diferentes
y reconocibles a ojos del barquero que las visita cada día. Pero hay cientos,
miles, repartidas en las aguas cálidas del mar interior de la laguna. Dos barcas
más se acercan y las ballenas se dejan llevar por la novedad: se van con el
primero que aparece. Pero la magia no se desvanece, porque se ha creado un hilo
de complicidad que va más allá del contacto físico.
En el camino
de vuelta llegamos a una enorme mole de hierro detenida en medio de la
albufera: es uno de los remolques que utiliza la compañía salinera para sacar
la sal de la laguna. En los huecos bajos del oxidado gigante descansan algunos lobos
marinos. Mientras observamos a un águila que cuida su nido construido sobre un
pilote de hierro sobre el agua, nos cruza un barco que arrastra uno de esos
remolques, cargado con una montaña de sal, que destella contra el cielo que a
estas horas del mediodía ha vuelto a ser azul. Toda la sal navega en estos
arrastres hasta la isla Cedros, que está en medio del mar abierto, frente a la
península seca que cierra la laguna Ojo de Liebre, para distribuirse desde allí
a los Estados Unidos, a Canadá, a Nueva Zelanda y a las costas asiáticas.
Saliendo de
Guerrero Negro volvemos a retrasar la hora. Volvemos a los retenes del
ejército, con pobres soldados abrasados en chozas de cáñamo, que registran
nuestros coches con cortesía y buen humor. Volvemos al bello paisaje de cactus
y saguaros y yucas, a una carretera recta e interminable, sin arcenes, que de
día y en dirección norte parece tener menos agujeros. Seguimos casi
hipnotizados la línea continua amarilla, atravesamos las mismas vaguadas
enlodadas y temibles como agujeros negros, atravesamos una luz parda y
condensada de desierto. La carretera se aleja poco a poco de la línea del mar.
La excitación por el contacto con las ballenas desplaza las emociones hacia un
tiempo indefinido: ha podido ser hoy, o pudo ser en otro tiempo remoto. En el
lento camino al norte la velocidad de las cosas comenzará a ajustarse.
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