En medio de un desierto llano de piedras rojas y hierbas grises y amarillas, surgen tres altas chimeneas de cemento. A unos kilómetros de Page, otra vez en Arizona, una planta generadora de energía, que pertenece al pueblo navajo y se abastece de carbón, alza sus monumentales chimeneas de más de doscientos metros junto al cauce del río Colorado. En medio de estas sequedades de desierto, el río viene a desaguar en un gran lago artificial, Lake Powell, dando una rara nota de color a la palidez de la llanura. Al principio del lago hay un complejo turístico con anchos aparcamientos vacíos, instalaciones limpias, personal servicial que ofrece tours en barca por entre los cañones de arenisca por donde se cuelan las aguas del lago.
Hasta la orilla el suelo es eso, un lento descenso hacia el hueco de cañones milenarios, un suelo de láminas de arenisca que se quiebran bajo las pisadas. Hay pasarelas que llevan hacia los cientos de barcos que flotan en el lago, por las que cruzan carricoches de apariencia infantil del personal de mantenimiento. A juzgar por las dimensiones de las instalaciones y el número de barcos, en verano debe de haber una actividad turística frenética. Pero hoy, cuando se apaga el sonsonete de los carricoches, vuelve un silencio de abandono sobre el paisaje extemporáneo de desierto con barcos.
Esto es Antelope Canyon. Un lugar de apariencia anodina, echado a un lado de las grandes atracciones naturales entre Utah y Arizona, del espectáculo monumental y sin fin del Gran Cañón. Pero encierra en el vientre de la tierra, sin que ninguna señal externa lo sugiera, algunas de las imágenes más emblemáticas del Oeste americano. A ambos lados de la carretera 98 hay casetas de madera junto a explanadas de tierra roja que son los aparcamientos para los turistas que vienen a visitar las galerías subterráneas.
Que los grupos de turistas sean más pequeños es una ventaja para quien quiere disfrutar despacio de estas maravillas de la naturaleza. El guía es un muchacho experto, comunicativo, eficaz. Navajo por parte de padre, de una tribu de Dakota del Sur por parte de madre. Lleva un escueto bigote indio, caído a los lados, una escasa perilla. Una gorra negra del revés, un pañuelo negro con dibujos de líneas blancas, una camiseta negra con el emblema de la empresa: Lower Antelope, Canyon Tours. Estudió en Phoenix, y en la pasión que le pone a sus explicaciones se entiende por qué ha vuelto para trabajar en la reserva, para dar a conocer no sólo las maravillas naturales de su tierra sino sobre todo la vigencia del patrimonio cultural navajo, su organización política y económica. Cuando le preguntamos por los problemas del pueblo navajo nos habla más de cómo han hecho para resolverlos, de cómo enfrentan el futuro entre dos mundos, entre una generación que apenas ha conocido la luz eléctrica y el agua potable y la que tiene estudios universitarios. En su mochila está el emblema del país navajo: sobre un mapa del territorio entre los estados de Arizona, Utah y Nuevo México, un escudo con animales, casas y plantas que representan el modo de vida tradicional de los navajos, un arco iris de tres colores y, a cada extremo, los cuatro montes que delimitan la nación: uno negro, uno amarillo, uno blanco y otro azul.
El recorrido por el pasaje subterráneo de arenisca es largo, es mágico, y uno no puede librarse de una continua sensación de irrealidad. Caminamos por la superficie de la tierra, por la roca roja pálida que va formando capas hacia un suave desfiladero, como arena de la que el agua se hubiera apenas retirado. Pero el desfiladero revela un hueco más hondo, una hendidura alargada, la entrada de una cueva de la que suben el frescor y las sombras. Una escalera metálica y muy empinada, con barrotes liados con cinta amarilla rugosa, baja hasta el fondo, a treinta metros, hasta un suelo de arena fina y suelta, como arena de playa. Uno está de pronto rodeado de paredes irregulares, que van del rojo al rosa, al crema, con formas caprichosas como esas figuras figuras abstractas, mórbidas y sensuales de los cuadros de Dalí.
Las paredes son de arenisca, de una consistencia blanda, que con tocarla empieza a deshacerse, y sus cristales se quedan impregnados en los dedos. Estos cañones no se formaron por la acción laminadora de un río, sino que se abrieron en la tierra por la fuerza constante de las lluvias torrenciales de siglos, de milenios. El techo está abierto, y las capas más altas están iluminadas por una luz de una blancura violenta, como nata que coronara las formas retorcidas del helado de crema que sube por las paredes. Hay más escaleras que suben o bajan de una galería a otra, hay pasillos estrechos y bajos y habitaciones anchas y luminosas, hay arcos como de entrada a otra dimensión, juegos de luces y sombras, salientes en las paredes que parecen el rostro de lado de un jefe indio o de una mujer que expone al viento su grácil cuello y su larga melena.
Por un pasillo muy estrecho, uno asciende hacia la luz y emerge en la superficie como saliendo de un sueño, y la hendidura se hace casi invisible apenas se han dado unos pasos. A sólo unas millas de allí, entrando en Page y siguiendo el curso del río Colorado, hay otra atracción natural, a la que acuden los turistas como en peregrinación, caminando en fila desde la carretera bajo un sol de justicia. Shoehorse Bend, curva de herradura, que es la forma que tienen en inglés para denominar a la espectacular hoz que traza el río Colorado en torno a las rocas de desierto que se levantan trescientos metros sobre las aguas azules del río. Los turistas se acercan al borde de los acantilados buscando fotos de grupo, se exponen en los salientes de las rocas, observan sentados en la roca caliente la distancia inconcebible para el ojo, el limpio espacio vacío en el largo meandro del río.
A las afueras de la ciudad de Page, uno puede comprobar, en los rostros de la gente, que está en un país distinto de aquel de donde viene. En los pasillos de un Walmart, entre las mesas de un restaurante de comida mexicana, sólo se ven saludables caras indias, morenas, de ojos rasgados. Las cadenas de comida, las tiendas, los colores, las marcas, son los mismos de cualquier ciudad norteamericana, pero la composición de la población es distinta. En un aparcamiento dos hombres corpulentos se bajan de una furgoneta muy alta: vienen con ropa de trabajo, caras muy anchas y morenas, largas trenzas de pelo muy negro hasta mitad de la espalda. Por la carretera 89, rumbo al norte, volvemos a cruzar un puente sobre el río Colorado, dejamos a mano derecha la mancha excéntrica del lago Powell, las tres torres de la Navajo Generation Station, y antes de que caiga la noche ya estamos de nuevo recorriendo el sur de Utah, y otra vez bosques cerrados de pinos, rocas rojas resistentes a una erosión milenaria, moteles solitarios junto a la carretera nevada.
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