Es de noche junto al centro de visitantes del Gran Cañón del
Colorado. De los edificios bajos de madera sale apenas la débil luz de unos
cuantos faroles amarillos. Hay montones de nieve hecha hielo frente a las
paredes. A finales de febrero, los días de sol son agradables, no hace mucho
frío desde que se fue la luz. La luna llena nos guía por entre las casetas, las
tiendas cerradas, la explanada desierta donde paran los autobuses durante el
día. Caminamos sin encontrar nuestro aparcamiento cuando una muchacha nos hace
un gesto silencioso y nos señala hacia unos maceteros que están sobre los
escalones de un camino asfaltado: el flash de la cámara ilumina la mirada
ausente de un alce. Es un animal voluminoso, visiblemente más grande que un
ciervo, pero con la misma mansedumbre que invitaría casi a tocarlo. Mastica
unas hierbas que han crecido junto al sendero, y no se asusta ni de los golpes
de luz de las cámaras ni de la presencia cada vez más cercana de las voces que
se agrupan enfrente.
Atravesamos la
carretera que bordea el cañón hasta la salida este del parque. A la derecha hay
un tupido bosque de pinos, a la izquierda están las estribaciones del mismo
bosque, pero de vez en cuando los árboles desaparecen abruptamente y se abre el
ancho espacio del cañón, el vértigo de un precipicio demasiado cercano,
demasiado claro a la luz de la luna. A la derecha creo distinguir el destello
quieto de varios pares de ojos bovinos, y un instante después hay cinco alces
cruzando con indolencia la carretera. Atravesamos los bosques cerrados de
coníferas de la meseta Coconino, un tramo del bosque nacional Kaibab, y pasamos
por encima del Little Colorado River, el de las aguas azul turquesa, justo
antes de entrar en tierras de la Navajo Nation Reservation. A la derecha sólo
hay montañas como muros negros y cerrados, pero a la izquierda, a la luz
solemne de la luna llena, se ve el gran bocado en la tierra de los cañones del
río, acantilados irregulares y azules que surgen del vacío como desde el fondo
de un mar olvidado.
Dentro del territorio de las reservas indias hay leyes propias, y sólo es territorio federal el tramo de carretera que las atraviesa. La margen izquierda del río, casi hasta el estado de Nevada, pertenece a distintas tribus: Hualapai, Havasupai, Navajo. Hace un año, pasando por esta misma carretera, había mujeres mayores, con trenzas y rostros muy morenos, vendiendo baratijas en puestos de madera, frente a estos acantilados del Little Colorado River, hermosos y de proporciones que sí abarca la vista. El cruce de carreteras está en Cameron, que es un pueblo triste de casas disgregadas, tienduchas, ranchos pobres con casetas de madera y chapa, carteles enormes de ferias agrícolas. A la derecha se vuelve al sur, a Flagstaff, a la ruta 66, pero nosotros giramos a la izquierda, por la 89 rumbo al norte, hacia el estado de Utah.
A la altura de
Tuba City tomamos la 160, hacia Kayenta, y aunque hay mucha distancia y Tuba
City no es más que una ciudad provinciana con sus pequeños centros comerciales
y muchas gasolineras, algo debe de llevar allá a los cientos y cientos de
coches que se cruzan con el nuestro, en oleadas de ocho o diez, como si las
luces del primero fueran guiando al resto del grupo. Es una carretera estrecha
y oscura, paralela a una cadena de montañas achatadas, planas como mesas, entre
las que hay restos de una reciente nevada. Hasta Kayenta sólo hay a los lados
algunos puntos negros que son ranchos de vacas, a juzgar por el olor intenso en
el ambiente. En Kayenta están las últimas gasolineras en muchas millas a la
redonda, y sólo un poco más arriba, antes de cruzar al estado de Utah, empiezan
a emerger de la llanura oscura formas monumentales de piedra, pináculos
gigantescos y torres fantasmales. Atravesamos de sur a norte, despacio, a la
luz de la luna, con la mirada embobada de quien cree estar dentro de un sueño,
Monument Valley Navajo Tribal Park.
Por la mañana
despertamos frente al Mexican Hat, una montaña de piedra roja sobre la que
quedó en imposible equilibrio una gran roca con forma de sombrero ancho, al
otro lado del río San Juan. El río lleva mucha agua y forma un ancho cañón
antes de hacer una larga curva en un pueblecito de pocas casas, de tejados
rojos como la tierra, de bares cerrados probablemente desde hace mucho, y donde
no se ve a nadie, como en esos pueblos de los westerns donde todo el mundo ha tenido que irse de pronto ante la
inminencia de un ataque de indios a caballo. Hay una cafetería cerrada con un
cartel en el que se ve la silueta de la roca con el sombrero: Hat Rock Café. Enfrente, junto a una
diminuta gasolinera, hay un 7 Eleven, donde descubrimos las primeras y casi
únicas presencias humanas. Mientras rellenamos los vasos de cartón con todas
las mezclas de esos sucedáneos de café azucarado, la muchacha que atiende el
negocio me explica que en el pueblo hay 31 habitantes, pero que ahora, en la
temporada de invierno, probablemente no están todos. Es una muchacha navaja, de
cara ancha y risueña, coleta india, entrada en carnes, que nos mira con gesto
casi divertido, como si fueran pocos los extranjeros que se dejan caer por el
pueblo o que le preguntan por su vida: “Aquí se vive muy bien, lo único es que
el Walmart más próximo está dos horas hacia el norte. Esto no es como
California, aunque yo nunca he estado allí”.
Y al cruzar
otra vez el río se abre ante nosotros, de día y con un cielo despejado y azul
de postal de los años 70, la grandiosidad de Monument Valley. Esta estampa es
probablemente la más famosa del Oeste americano, la más reproducida en las
portadas de las guías de viajes, en los reportajes de revistas de viajes o de
cine, en anuncios de coches, en road
movies. Desde una cuesta se ve una larga carretera de un gris muy claro,
líneas blancas continuas a los lados, cerrando el breve arcén, una débil línea
discontinua amarilla en el centro. Campo llano a los lados, caballos parados, tierra parda tapada
por matojos secos de desierto, entre el gris y el azulado que refleja desde el
cielo despejado, igual que el cielo se refleja en el mar. Y al fondo de la
carretera, como levantándose entre ruinas de una civilización perdida,
formaciones de roca roja, restos que resistieron a la erosión milenaria,
orgullosas como murallas de un castillo, como montañas sagradas. Algunos cerros
terminan en puntas afiladas, simétricas, como agujas de iglesias góticas, como
el palo mayor de una gigantesca carabela petrificada. Una tras otra, a ambos
lados de la carretera, que las sortea en suaves curvas, se van quedando las
sobrevivientes de un paisaje rocoso fantasmal, disuelto por la constancia del
agua y el viento.
Más allá de la
raya trazada con escuadra que separa los estados de Utah y Arizona, algunos
hombres, mujeres y niños recogen basuras de los andenes en bolsas azules.
Estamos en territorio de la Nación Navajo, y ellos son los gestores de los
servicios de la comunidad. Después se sucede ante nosotros la misma carretera
estrecha que atraviesa desiertos cada vez más blancos, más polvorientos, de una
claridad irreal, que parece disolver el paisaje, neutralizarlo, hasta que de
repente surgen de la llanura tres gigantes extraños, tres torres de una central
térmica de carbón, elevando sus columnas de humo blanco a más de doscientos
metros del suelo. Es la señal de que hemos llegado a Antelope Canyon.
Un abrazo, amigo.
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