Dejamos Tosantos muy tarde, por primera vez bien entrado el día. Subimos cuestas que ofrecen un paisaje de campo abierto con trigales aún sin cosechar, atravesamos pueblecitos tristes, Villambistia, Espinosa del Camino, el monasterio de San Felices. Por un puentecito salvamos el río Oca: Villafranca Montes de Oca tiene aún la iglesia cerrada, en el mirador hacia la Sierra de la Demanda descansan algunos peregrinos. Al salir del pueblo comienza una cuesta larga y exigente que nos adentra por los senderos frescos de un bosque de abetos, hasta llegar al alto de Valbuena, con un desnivel de 400 metros. En medio del bosque hay un monolito sobre el lugar en el que se exhumaron los restos de una fosa común de asesinados en la guerra civil. Sobre la piedra hay una baldosa con versos de Miguel Hernández. En lo alto del monte hay un puesto de refrescos, y hamacas de tela que cuelgan de árbol a árbol. Comemos unas manzanas tendidos en las hamacas, disfrutando del aire templado que se cuela entre los árboles.
Descendiendo nos encontramos con San Juan de Ortega. Es apenas un grupo de casas, un albergue, una fuente, un antiguo monasterio con una hermosa iglesia románica del siglo XII. Una iglesia diáfana, con relieves en los capiteles que cuentan historias religiosas y paganas: sobre una columna, Roldán lucha con el gigante Ferragut, en otro capitel unos fieles temorosos se dan un largo y emocionado abrazo. En medio del templo hay un majestuoso baldaquino renacentista. El descenso por el bosque continúa hasta que la sombra se disipa y se convierte en campo abierto, amarillo, seco. En Agés hay una fuente con alberca donde descansar los pies y, tras el río Vena, una recta hasta Atapuerca. Llegamos tan agotados que no hay tiempo ni fuerzas para visitar los yacimientos. Casi un millón de años de historia de nuestra especie se quedan para otra ocasión, detrás de los cerros que hay frente al pueblo. La iglesia de Atapuerca, al final del pueblo, sobre un cerro, es pequeña, sencilla y acogedora. Unos muchachos entran y salen, juegan, corren, se divierten subiendo al coro para hacer sonar la campana. Detrás de la iglesia hay unas lagunas y praderas con caballos sueltos, y sobre ellas un viento cálido, un atardecer glorioso, espacioso, machadiano.
Al día siguiente emprendemos el camino derecho a Burgos. Una cuesta pedregosa hasta el alto de Matagrande, desde donde, en el día claro, se atisba la ciudad, que está a veinte kilómetros. En el lento y pesado descenso pasamos por Villalval, junto a Cardeñuela Riopico, Orbaneja Riopico, Villafría. Los diez kilómetros restantes hasta el centro de Burgos son una recta insulsa. Dejamos de lado el aeropuerto y seguimos el camino paralelo al río Arlanzón. Metemos los pies en el agua helada. Un galés con cara de apóstol se quita la ropa y se sumerge en el río, se deja llevar por la corriente, sale después caminando sobre las aguas como si saliera del evangelio de Mateo. La catedral de Burgos es una secuencia narrativa interminable. Torres de agujas góticas que tocan el cielo azul, arquivoltas en las que los muertos se levantan de las tumbas para que San Miguel pese sus almas, apóstoles que marcan con sus miradas el camino al peregrino. Vemos dar al Papamoscas los golpes sosos que marcan las siete, y dentro de una capilla lateral escuchamos una algarabía de campanas que no se acaba. Desde el mirador del castillo, Burgos parece un pueblo mesetario, edificios de tejados ocres rodeados de campos amarillos.
25 kilómetros.
21, 5 kilómetros.
25 kilómetros.
21, 5 kilómetros.
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