Camino por una vía del tren por la que ya creció la hierba hace años, mientras las ovejas balan en pequeñas majadas a los lados. En Aljustrel abandoné la N-2 y busqué la N-261 hacia el oeste. En los rastrojos comen grupos de caballos con la primera luz del día. Cuando voy a cruzar sobre la autovía que une el Algarve con Lisboa encuentro una señal premonitoria: Santiago. Por supuesto, se refiere a Santiago do Cacém, pero el solo nombre de Santiago me indica que voy en la buena dirección.
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La carretera es recta y sin apenas curvas, 23 kilómetros hasta Alvalade. Dan sombra en los arcenes largas hileras de pinos de anchas copas, después de encinas, después de alcornoques recién desvestidos. Sé que he pasado del distrito de Beja al de Setúbal porque los rastrojos se convierten de repente en maizales altos y hermosos, sobre los que destacan los pívots Valley, como los de por casa, y después algunos arrozales por donde andan las garzas blancas. En una larga curva de la carretera el suelo está blanco. Las altas ramas de los eucaliptos centenarios están llenas de nidos de cigüeña. Con el ruido de mis pasos, las cigüeñas se asustan y empiezan a planear en grupo.
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Cruzo el río Sado y algunas huertas en sus orillas. He llegado a Alvalade, que es un pueblo pequeño y blanco. Estamos muy cerca de Grândola, y en la Rua José Afonso han colocado una placa con el verso “O povo é quem mais ordena”. No iré a Grândola. En parte por tomar una ruta más corta hasta Lisboa, en parte porque los mitos están para creérselos en la distancia, y no para soportar la presión decepcionante de realidad que uno encontraría al conocerlos.
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En la cantina de la Casa do Povo sirve una señora menuda, ligera, de voz aguda. Me dice que llame a la casa del cura, que está enfrente, y que tiene el coche en la puerta, para que me aloje donde los peregrinos que van para Fátima. Abro la verja, subo las escaleras, llamo. Nadie abre. Cuando vuelvo, la señora me dice que lo ha visto a través de una ventana abierta del piso superior. “Tava lá na janela, com uma coisa na mão”. Vuelvo a llamar, y llama la señora, y el cura nunca abre. Me voy a comer al Café Central, mientras los parroquianos empiezan a hacer bromas sobre el padre. Ahora temo que haya muerto de repente, y que nadie le echará cuenta hasta varios días después, cuando vean que el coche no se mueve y la ventana no se cierra.
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Como confío más en las organizaciones sociales que en las religiosas, voy a los bomberos. Justo han salido a apagar un incendio hacia la parte de Santiago do Cacém. Ha quedado de guardia un joven gordito que ve documentales de ñúes y me dice que tengo que esperar hasta que llegue el comandante. Dejo mis cosas y vuelvo a la Casa do Povo para ver el final de etapa del Tour de Francia. En la otra televisión, hombres de todas las edades ven un partido amistoso del Benfica, que encaja cinco goles ante la decepción del auditorio. Es raro ver un ambiente de partido de fútbol en el que nadie grita, maldice ni da golpes. Unas enfermeras comen helados, y viejos muy delgados y morenos, con la gorra siempre puesta, miran las obras paradas de la ermita de enfrente.
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A media tarde, el calor remite. Los viejos y los niños ocupan el parque, junto al Café Central. Pido una cerveza, y el dueño me pregunta qué marca. “A que você prefira”. “Eu não bebo”, me dice. El mundo se ha parado este sábado por la tarde. En las mesas de la terraza hay grupos de dos o tres mujeres que hablan en voz baja, hay parejas o personajes solitarios que miran su café o su cerveza en silencio, en la paz del verano. Todos miran a ningún sitio, nadie a su móvil, algún niño tira un palo al agua de la fuente. Suenan canciones lentas portuguesas y luego Dire Straits. Dolce far niente.
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De camino a los bomberos me cruzo con familias enteras vestidas de campesinos del siglo pasado. Vienen tocando acordeones y guitarras diminutas, los niños arrastrando juguetes antiguos, las muchachas con mandiles, los hombres con herramientas de campo. El festival folclórico ha debido de terminar y van todos a la plaza. Casi todos los bomberos han vuelto, el segundo comandante me informa de que el fuego está casi extinguido, y lo que se quemó no es más que monte bajo, todo fuera de peligro. Me ofrecen una habitación amplia con cama y sábanas limpias. Hoy dormiré en la camarata dos piquetes dos Bombeiros Voluntários de Alvalade.
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Como ya han cerrado las tiendas, bajo al bar O Bombeiro para comprar una botella de agua para la larga etapa de mañana, donde no encontraré pueblos ni cafeterías. La encargada es una brasileña de cara redonda, guapa, fondona, mulata, que torea bien a los clientes y los manda callar con autoridad cuando dicen algo inapropiado. Un borracho pacífico me dice que los españoles, cuando oyen hablar otro idioma, en vez de hacer el esfuerzo de comprender, sólo saben decir “No entiendo”. Otro señor me reconoce, y después yo a él: yendo por la carretera, frenó el coche y se ofreció a llevarme: “Não te lembras? Eu te ofereci voleia!”. Me pregunta por qué quiero andar tanto, si es que es una especie de promesa o sacrificio que hago. Me lo dice casi como un reproche. Cuando le digo que no soy religioso, el hombre se tranquiliza, me palmea el hombro y me dice que entonces está todo bien. La dueña del bar me da dos botellas de agua y no me deja pagarlas. También me quiere invitar a cenar, pero no puedo cenar dos veces.
Veo que los curas portugueses no gustan mucho de trabajar, como vaya un misionero protestante poco más que mediocre les va a birlar toda la clientela :-)
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