lunes, 17 de julio de 2017

En el Camino: 8ª etapa: Alvalade-Santiago do Cacém

Hay etapas críticas en todos los viajes. Yo sabía que entre Alvalade y Santiago do Cacém hay 35 kilómetros de bosque, sin pueblos ni cafeterías ni más sombra que la que pueda dar un árbol junto a la carretera. Cargué agua de sobra, y de sobra es de más, porque dos litros de agua encima son dos kilos más de peso, y después uno y medio, y después uno, y después medio, durante la etapa. Salí a andar en cuanto amaneció, para que las horas frescas ganaran a las horas bajo el sol. Una etapa de 35 kilómetros sin paradas intermedias son casi ocho horas por esos campos, caminando a buen ritmo, comiendo las almendras que salen de los bolsillos, bebiendo sobre la marcha, parando a descansar al comienzo de un camino rural, bajo la sombra de un pino, sentándose a meditar sobre un hito sobre lo que uno está haciendo.

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Durante casi tres horas caminé con niebla. Una niebla cada vez más densa, aguanosa y fría, que tapaba los alcornoques de los que se iba poblando de nuevo el paisaje. Veía las ráfagas de niebla, llevadas por la brisa que venía del océano, avanzar como nubes entre las ramas altas, entre los troncos recién pelados, cruzar la carretera, envolverme. Me había preparado para el calor extremo de los últimos días, y me iba mojando. A unos 14 kilómetros de Alavalade vi una aldea de casas blancas a mano izquierda, São Domingos, pero sumar dos kilómetros más de ida y otros dos de vuelta no parecía buena idea. La niebla se disipaba. Del pueblo venían angustiosos balidos de ovejas, nítidos y unánimes. De una parcela verde donde coloreaban puntos rojos saqué tres tomates aperados para alegrar mi desayuno.

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Los alcornoques tienen algo de simbólico. Débiles por la desnudez de su tronco, crecen sin embargo exuberantes con sus ramas gruesas. No sé por qué, los alcornoques siempre me han parecido manos encrespadas que claman a Dios. Una mano de dedos gordos que se levanta de abajo arriba retorciéndose. Preguntando, pidiendo algo. Los sonidos de la palabra española son tan retumbantes que le quitan trascendencia: alcornoque, demasiadas consonantes oclusivas que hacen que suene a hueco, a duro. También en inglés: cork oak. Suena a corteza golpeada. En portugués los sonidos nos llegan con una suavidad de roce lento, de caricia larga por esa misma corteza recién desnudada: sobro, sobreiro.

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Horas y horas caminando, sin radios ni conversaciones, viendo pasar algún coche o moto de vez en cuando, con el olor seco del monte y el cielo ya despejado, dan para pensar muchas cosas. Ésta es otra parte fundamental del Camino, de cualquier Camino. Dejarse ir solo, escuchando el martilleo de los pensamientos, escuchando también al cuerpo: esta rodilla que se queja, el ligero calambre en la pantorrilla, el tobillo derecho siempre inseguro. Y la espalda, harta y necesitada de pausas a la sombra para respirar. Cuando menos ganas tiene uno de seguir caminando, de algún lugar salen las fuerzas para subir a paso ligero las últimas cuestas, siempre hasta la próxima curva, hasta la próxima, hasta que se vea el destino.

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Santiago do Cacém es al principio una ciudad antipática. En la siesta del domingo no hay un alma en la calle. El centro histórico tiene cuestas monumentales con calzada de piedra blanca. Hay muchas casas viejas y con los tejados hundidos. Tampoco responden al timbre en la casa parroquial. Sólo hay gatos indolentes por la calle. Voy a lo seguro: busco a los bomberos. En una gasolinera una señora dice que llamará al cura, y después vuelve y me dice que no está en la ciudad, pero que se supone que hay otro sacerdote en la casa parroquial. En la estación de los Bombeiros Voluntários de Santiago do Cacém todo el mundo es muy serio. Un muchacho muy joven que se está dejando la barba me atiende en un español mecánico y casi correcto, incluso cuando le respondo en portugués. Hay una jerarquía marcada: el comandante le da órdenes de cómo tratarme, él me guía y a su vez le da órdenes a otro niño que viene tras nosotros. Otra vez cama y sábanas limpias. El trato es inmejorable.

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Al atardecer mis piernas se han recuperado un poco y subo al castillo. En lo más alto del pueblo hay una iglesia cerrada, con un Santiago Matamoros de piedra en el frontal, y dos medallones de piedra con vieiras a los lados. La rodean las murallas de un castillo, que por dentro no es otra cosa que un cementerio. La vista desde arriba no se acaba: se divisan valles, poblados y bosques en todas direcciones. El centro se quedó viejo y deshabitado, y las aldeas y urbanizaciones, donde sí habrá gente, han ido creciendo hacia todos lados como tentáculos sin control. En cuanto atardece viene otra vez la niebla del mar, y con su abrazo frío lo envuelve todo de repente.


1 comentario:

  1. Qué buena idea lo de resaltar el distrito por el que andas en rojo, así uno se hace una idea cabal de tu progreso

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