Dejar Villafranca del Bierzo por carreteras que se asoman al río y a las terrazas con huertas donde ya sudan los hortelanos armados con azadón. Seguir por carreteras estrechas con curvas, dejar a un lado pueblecitos moribundos que encajan sus casas con balcones de maderas caídas entre la espesura del monte y la espesura del río, Pereje, Trabadelo, y más adelante La Portela de Valcarce y Ambasmestas. Encontrar de repente y con alborozo las casas de piedra con balconadas azules, floridas de rojos, blancos y violetas, al entrar en Vega de Valcarce. Disfrutar de una comida campestre bajo un toldo en medio de un prado, con los pies en la hierba, con el rumor del río, mientras un francés simpático y políglota, que quiere ser sacerdote y ha peregrinado antes a Asís que a Santiago, siempre con su biblia diminuta, nos intenta convencer de que Dios nos quiere aunque no creamos en él, por el simple hecho de que somos buenos. Meter los pies unos kilómetros más adelante en el agua helada del río Valcarce para aliviar el calor sofocante. Atravesar Ruitelán, las terrazas de los restaurantes rurales con familias de domingo, y a unos metros los senderos verdes y sombreados a los que se asoman con mirada perdida las vacas.
Ver en Las Herrerías y Hospital cómo lavan los caballos que han subido más temprano a algunos peregrinos al monte de O Cebreiro, y sentirse de pronto y sin remedio en medio de un locus amoenus de égloga renacentista, con los prados de verde vivo donde pastan las vacas y las ovejas, los bosques que cierran sinuosamente el paisaje, el río de cantos limpios que refleja el azul nítido del cielo. Iniciar la subida más temible del Camino de Santiago, adentrarnos en la selva de robles y castaños, coger buen paso en los senderos pedregosos y empinados que suben los confines entre León y Galicia. Respirar en la sombra verde y húmeda, aguantar la fatiga, doblar recodos de un camino que parece excavado en la entraña del monte. Llegar al oasis de La Faba, que es un pueblo con una calle en cuesta, una fuente fresca y albergues rodeados de verdor hasta donde llega el cencerrear de las vacas, y no querer irse. Pasear descalzos, reencontrarnos con amigos, probar un plato alemán indefinido, y vino tinto, y charlar en un rincón olvidado del paraíso, en una colonia europea de montaña donde nadie habla español, y dormirse con el murmullo pastoril de fondo.
Madrugar por costumbre, subir con la fresca los últimos kilómetros de cuesta hasta O Cebreiro, todavía un desnivel de casi 400 metros, con vistas a prados montañosos de un verde apagado, la mitad todavía oculta por la línea de sombra. Cruzarnos en el sendero estrecho con enormes becerros, decididos en su paso, mansos y serios como imágenes egipcias. Ver cómo el sol colorea poco a poco los montes, pararnos ante el hito pintarrajeado y colorido, como un modesto tótem, que nos indica que hemos pasado a la provincia de Lugo, que estamos en Galicia. Atravesar las calles empedradas y limpias de O Cebreiro, asomarnos desde arriba a la amplitud serena de los montañas que ondulan hacia el norte, bajar y subir por sendas estrechas de montes cada vez más verdes, y empezar a confundir los pueblecitos de iglesias diminutas y casas de piedras caídas, Liñares, Hospital da Condesa, Padornelo, con las vaquerías de olores densos y ambiente silencioso.
Subir un último repecho matador, entre peregrinos jinetes, hasta el Alto do Poio, y sentarnos a respirar y a tomar un café con vistas en el punto más alto de todo el Camino Francés, a 1335 metros, mientras van encerrando los caballos en una cerca. Empezar un lento, largo descenso por sendas boscosas que atraviesan una sucesión ya interminable de vaquerías y aldeas, Fonfría, O Biduedo, Filloval, Pasantes. Detenernos en una de ellas, Ramil, para establecer una breve comunicación con un castaño de 800 años que da sombra a medio pueblo. Llegar a Triacastela y empezar a ver turistas, grupos de adolescentes pastoreados como en campamentos de verano. Reencontrar amigos y elegir con acierto la ruta alternativa que sale a la izquierda, la más larga, la que lleva a la abadía benedictina de Samos. Seguir el trazado del río Sarria, primero junto a la carretera, después por robledales y aldeas, San Cristovo do Real, Lusío, Renche, Freituxe, San Martiño. Disfrutar de la sombra fresca, de las vistas de praderas con vacas de color canela, de las largas conversaciones que nos enseñan otras dimensiones de la realidad, las interacciones entre el presente y el pasado, y olvidarnos de que hemos caminado más de 35 kilómetros entre montañas. Ver desde arriba, entre el verdor irreal de narración de la Edad Media, los tejados y torres del monasterio de Samos. Atravesar el pueblo, el río, maravillarnos ante la grandiosidad medieval de la piedra, la fachada renacentista de la iglesia, la calma y el recogimiento, la dulzura de la primera jarra de cerveza entre amigos que van necesitando tanto los músculos como la mente.