Dice Cervantes que no hay libro tan malo como para no sacar
algo bueno de él. De los vinos se puede decir algo parecido. Hay libros odiosos,
abominables, escritos con mala conciencia o estilo trampeado, pero es cierto
que incluso de ellos pueden extraerse lecciones sobre cómo no hacer las cosas,
sobre cómo no afrontar la literatura y la vida. Y con el vino pasa igual: hasta
los más detestables pueden llevar en su esencia una producción esmerada, que se
echó a perder por algún accidente, o deparar un recuerdo agradable por el
momento en que se compartió.
Lo primero que
noté en California, hace casi un año, es que los vinos apenas saben. Son vinos
ligeros, incluso los tintos, con poco cuerpo, con poco regusto, como vinos de
zonas demasiado húmedas. Una de mis primeras experiencias californianas fue una
excursión al norte, a la bahía de San Francisco y los valles de Napa, Sonoma y St.
Helena, que a pesar de estar más al norte de la ciudad disfrutan de un clima
más benévolo. El cine, como en tantos otros asuntos americanos, nos ha creado
una imagen magnífica de Napa Valley y sus vinos, finales de road trips
memorables, grandes familias de solera europea y vaivenes trágicos, bodegas de
estilo francés o italiano y dimensiones inconfundiblemente americanas, escenas
urbanas donde el color del vino en la copa es un detalle casi de alta cultura.
Allí me llamó la atención algo: los viñedos eran muy pequeños, las bodegas eran pequeñas, las dimensiones
de los propios valles vinícolas eran pequeñas. A diferencia de todo lo que
descubre uno en América, los grandiosos, cinematográficos viñedos de California
eran pequeñas extensiones con apenas varias decenas de liños de parras. Parras
altas y fuertes, eso sí, frondosas aún, cuando apenas habían pasado unos días desde
la vendimia.
Existen esas bodegas con entradas
fastuosas, largos caminos flanqueados por olivos altos hasta llegar a una
casona con jardines ingleses, pero las prensas son pequeñas, y los depósitos de
vino, pocos. Espectacular es la bodega de Francis Ford Coppola en Geyserville,
una gran hacienda siciliana con un museo de dos pisos lleno de objetos de sus
películas. Pulcra y lujosa la de Peter Mondavi, en St. Helena, que se anunciaba
como la más antigua en el valle de Napa, desde 1861, y está cerca de su
pariente rico, el gigante Robert Mondavi.
Los viñedos del norte de
California son hermosos, discurren en suaves lomas onduladas, con fondos de
palmeras o de pinos anchos. Y los pueblos en la zona vinícola son elegantes y
caros, muy limpios y cuidados, tranquilos a pesar de estar llenos de
restaurantes, con imágenes de vides y racimos por doquier. Algo parecido ocurre
en La Rioja y otras zonas del norte de España: fama bien ganada, entornos
cuidados y hermosos, cultura verdadera del vino, pero también viñedos muy
pequeños.
Seguramente porque mis parámetros
de lo que es una viña los marcan mis memorias más tempranas, en La Mancha de
cepas bajas e interminables, que es todavía el viñedo más grande del mundo,
siempre que visito viñas en el extranjero todas me parecen pequeñas. Y del
sabor recio de nuestros vinos también me acuerdo cuando pruebo estos caldos
californianos tan caros y en general tan insípidos.
Es otra cultura de vino, los
blancos aquí ni siquiera tienen marcado el año de producción, son un poco menos
alcohólicos, e incluso los chardonnay o riesling son vinos con poca fuerza. En
los tintos, lo más fiable, para ir sobre seguro, son los cabernet-sauvignon,
que casi siempre están mezclados con proporciones de merlot o shyraz que les
dan algo de empaque, ma non troppo. Y qué decir de los precios, tan exagerados
desde mi conciencia de consumidor español y manchego, que no considera el vino
como objeto cultural sino como necesidad cotidiana y placer obligatorio.
El sábado por la noche, viajando
con un amigo español hasta un supermercado pequeño y lejano donde venden carne
cortada al estilo argentino, porque otro amigo orgulloso de ser uruguayo nos la
prepararía después en las brasas al más puro estilo, me encontré por casualidad
con marcas españolas en la sección de vinos. Una etiqueta un poco ridícula, con
un torero pintado al óleo y el nombre tan tópico de “Ritmo y olé”, consiguió
sin embargo su propósito al llamar mi atención. Era un vino de Tomelloso, de
Bodegas Allozo, y nos llevamos más de una botella.
Un rato o unas horas después, alrededor
de la hoguera en una playa tranquila de Mission Bay, degustábamos tanto la
carne como el vocabulario gaucho: tira de asado, vacío, chorizo criollo. Y
también el vino, el sabor otra vez contundente de un tinto de por casa. Música
ligera, un cielo despejado y estrellado, voces en español, risas serenas:
cuando empezó a refrescar la brisa, y la marea había retrocedido para dejar
brillar entre la arena esos misteriosos puntos fosforescentes de plancton azul,
ese tempranillo manchego me sabía a gloria.
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