Las dimensiones de Ciudad de México son hiperbólicas, pero
por algún sitio hay que empezar. El área urbana del Distrito Federal abarca
1500 km², donde viven 9 millones de personas. Sumando las delegaciones y
municipios de la Zona Metropolitana del Valle de México, la población es de 21
millones.
La Avenida
Insurgentes cruza la ciudad de sur a norte, y es por tanto una de las calles
más largas del mundo, con casi 30 kilómetros de largo. Nos subimos a un autobús
rojo a la altura de la colonia Nápoles, en dirección norte, y en la televisión que
entretiene a los pasajeros lo primero que escuchamos es que el 1% de la
población mexicana posee el 50% de la riqueza del país.
Llegamos en
metro al bosque de Chapultepec, una enorme extensión de bosque urbano que acoge
museos, lagos y hasta un zoológico. Hay anchas avenidas, aire limpio, alturas
de ahuehuetes, pinos, sicomoros, cedros, palmeras. Cruzamos un puente, un
colorido mercado dominical, pasamos frente a una escalinata con columnas
blancas, el Altar a la Patria, y subimos la cuesta en espiral que lleva al
Castillo de Chapultepec, donde está el museo de Historia y desde donde se ve
una panorámica de la infinita ciudad.
De nuevo en el
llano del bosque, tomamos pastel de queso y café con leche en un puesto del
mercado y tenemos suerte de que la fila para entrar al Museo de Antropología
avance rápido. El Museo de Antropología es uno de los depósitos arqueológicos
fundamentales de América Latina. En las ocho hectáreas que ocupa el museo se
reparten miles de objetos de las culturas de la Mesoamérica prehispánica, y
también algunas salas dedicadas a la etnografía de los pueblos indígenas
actuales.
En la sala
maya hay grandes dinteles de piedra con representaciones de dioses, frescos con
guerreros emplumados, reproducciones de secciones de los templos de Palenque o
Tulum, en la península de Yucatán. En la sala de las culturas del Golfo de
México hay colosales cabezas olmecas, de labios gordos y narices chatas,
figuras de dioses y de guerreros toltecas, mixtecas, zapotecas. En la sala
mexica, que es la gran atracción del museo, gigantesca y profusa, hay una
reproducción del tocado de plumas de Moctezuma, altares, códices, maquetas de
mercados aztecas y de la gran ciudad de Tenochtitlán, con sus templos erigidos
sobre el complejo de la laguna.
Y está la joya del museo y de la cultura azteca,
que saluda al espectador desde el centro de la sala, frente a la puerta
principal, como hace Las Meninas
desde la sala central del Prado: la Piedra del Sol. Es mucho más grande de lo
que parece en las fotos, mucho más imponente. Es un disco de basalto de 3,60
metros de diámetro que contiene un compendio de la cosmogonía de los mexicas:
el dios Tonatiuh, los cuatro soles, la rueda de los veinte días, serpientes de
fuego. En estos lugares, como europeo heredero de una cultura que consideramos
tan rica, me siento tan ignorante como me he podido sentir en el sudeste
asiático: hay tanto que no sabemos, y que hemos pasado tanto tiempo
despreciando con nuestra indiferencia, tantas culturas, tanto de humano que
desconocemos.
Al salir del
museo nos encontramos con los voladores de Papantla. De un palo de unos veinte
metros penden cuatro danzantes boca abajo, enganchados a unas cuerdas, de las
que se van desenrollando conforme dan vueltas en círculo, hasta dar en el suelo,
mientras uno de ellos anima la danza en el aire con el son de una flauta. Es un
ritual religioso mesoamericano, que todavía siguen practicando algunos pueblos
de Veracruz, Guatemala o Puebla.
Los domingos
se cierra al tráfico rodado un buen tramo de la calle Reforma, que es la arteria
principal de la capital, y salen a las avenidas miles de bicicletas. Alquilar
una bicicleta es muy fácil y cómodo. Las ecobicis
están por toda la ciudad, se pueden coger y soltar en cualquier punto. E
incluso un extranjero puede utilizar el servicio bicigratis con sólo presentar una credencial. Avanzamos por Reforma
como en una carrera ciclista popular: niños y grandes, ciclistas que arrastran
perros, patinadores, siguiendo las marcas de conos, las indicaciones de cientos
de voluntarios en los cruces. Pasamos por la avenida despejada de coches con la
tranquilidad de disfrutar los monumentos de las glorietas: primero la Diana
Cazadora, después el Ángel de la Independencia, muy alto y dorado, la efigie de
Moctezuma, después la de Cristóbal Colón, al que han arrojado pintura roja
sobre el pecho.
En las aceras
de Reforma hay cientos de estatuas de próceres mexicanos, unos con elegantes
trajes decimonónicos, otros con pistolas. En todos los pedestales hay
inscripciones anarquistas o reivindicativas de los 43 estudiantes desaparecidos hace más de un año en Ayotzinapa. Hay muchas rótulos culpando al Estado,
carteles colgando de edificios, una concentración con los rostros de los 43.
Llegamos a Alameda, al Palacio de Bellas Artes, y nos perdemos por el circuito
señalizado, por calles llenas de hoyos, de iglesias pequeñas, de comercios, de
vida, antes de volver a Chapultepec.
México es tan
español, que en un ataque de nostalgia arrastro a mis amigos, a una corrida de
toros en la Plaza Monumental. La México es la plaza de toros más grande del
mundo. El ambiente alrededor de la plaza es el mismo de cualquier plaza de
capital española: mucha pose, mucho traje cuidado, sombreros elegantes, puestos
donde se venden gorros o botas de vino, restaurantes en la calle que sirven
paella, colas en las taquillas, reventas de última hora. Comemos enfrente, en
un restaurante atiborrado que se llama El Villamelón, tacos de carne asada y
volcán de quesadilla. Afuera un heladero con carrito me vende un helado de
cítricos con tequila y otro que verdaderamente sabe a vino tinto.
En un grupo de españoles y
mexicanos nada aficionados, entre los que el mayor entendido soy yo, me van
viniendo a la memoria las fases de la liturgia, el vocabulario exacto y rico
del espectáculo taurino. Hay más de media entrada, no hace sol y tampoco frío,
por la primera fila del tendido cruzan sin parar vendedores de todo tipo de
alimentos y bebidas, también puros, cuyo humo inunda enseguida el ambiente.
En la corrida pasa de todo: el
extremeño Alejandro Talavante, que era la gran atracción, decepciona, sólo le
arranca unos buenos pases al primer toro. Los otros dos toreros, mexicanos, le
pusieron más ganas y tuvieron más suerte en sus lotes. Arturo Saldívar salió a
por todas, hizo dos buenas faenas pero se fue de vacío. Y Diego Silveti se
encontró un tercer toro muy bravo, al que toreó con precisión académica, pero
que lo revolcó dos veces. En una de ellas, con el torero en el suelo, el toro
le metió el pitón por la chaquetilla. Descalzo y maltrecho, el torero mexicano
salió entre ovaciones a matar al toro, y le cortó una oreja. Hubo momentos de
riesgo en las banderillas, caballos derribados en la suerte de picas, y también
muchos borrachos lanzando gritos deportivos y políticos, y más gritos desde
abajo que los mandaban a todos a la chingada. Un niño a mi lado, comiéndose una
nube de algodón, cuando iban a matar al primer toro, le estaba diciendo a su
padre: “¿Pero los toros se pueden matar?”.
Acabamos la noche cenando en la
colonia Roma, en el restaurante La Docena, donde hay una cava de vinos y un
rincón con jamones colgados, y hasta un cortador profesional. Comemos ostras,
ostiones y pulpo, y creo que en estas lejanías americanas, tan próximas, no
podemos dejar de hablar de España.
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