Antes de acabar el año, volvemos hacia el norte, hacia Big
Sur. Hasta hace no demasiado, Big Sur era un espacio salvaje en pantalla
grande, en documentales de sobremesa de La 2, cóndores sobrevolando acantilados
altísimos, bosques impenetrables donde los animales viven aislados, ballenas
rodeando islotes y echando al aire limpio del atardecer el torrente de su
resoplido vertical. Ahora, siendo todo eso, es también un territorio casi
familiar, un espacio acumulado en la geografía personal, una dulce sucesión de spots entre los caprichos de la memoria.
De San Diego a
Carlsbad y de allí hacia Los Ángeles por la Interestatal 5, que está
inusualmente despejada al atravesar la macrociudad. Paramos en Malibú, una
tranquila línea de playas semiescondidas por lujosas residencias de verano, en
las faldas de una cadena de suaves montañas, justo al norte de Santa Mónica. En
una laguna rodeada de playas anchas y palmeras, un águila de cabeza blanca posa
para los fotógrafos sobre la rama de un árbol caído. El mar está muy calmado, y
parece que se pudiera llegar caminando a las islas del Canal.
Siguiendo la
carretera de la costa, Oxnard, Ventura, grandes ciudades agrícolas,
exposiciones de potentes tractores, inmensas extensiones de campos de fresas, y
de repente una larga humareda detrás de las montañas. Un incendio está
calcinando el bosque bajo que llega hasta el océano, y nos desvían por una
intrincada red de carreteras de monte que rodean el lago Casitas. Apenas hay
agua en el fondo del lago, de donde se abastecen las avionetas que nos
sobrevuelan. Camino de nuevo al mar, cambiamos el bosque de encinas por el verde
más vivo de los árboles de aguacate y los naranjos, y llegamos sin contratiempo
a Santa Bárbara.
Dentro de la
rica variedad de tacos, de carne y pescado, que ofrece la cocina del sur de
California, creía haberlo probado todo, yendo del campo al mar, pero en un
mexicano de Santa Bárbara vuelvo por un rato más lejos, a mi tierra, saboreando
unos tacos de migas con chorizo. Santa Bárbara es una ciudad limpia y hermosa,
encajada entre las montañas y el mar. Desde lo alto de la torre de la
Courthouse, que es un conjunto de edificios de fachadas blancas y construcción
pretendidamente colonial, se puede divisar una panorámica completa de la
ciudad: la sierra pelada al fondo, las montañas de laderas suaves y casas suntuosas
con vistas al océano, la misión española con su iglesia de paredes color crema,
la alta vegetación poblando la ciudad entre las manchas blancas de las casas,
los tejados de teja naranja, calles rectas y cuadriculadas, yates ordenados en
el puerto, la línea de playa con sus palmeras de postal, el resplandor inmenso
del océano Pacífico.
La Courthouse son realmente unos
juzgados en uso, con anchos pasillos de baldosa antigua, techos de artesonado y
amplias pinturas en tela decorando las paredes blancas, con verdadero aire de
monasterio castellano. Hay una sala de juicios de techos muy altos, como los de
un palacio, con travesaños labrados y largas lámparas colgantes, donde
las paredes son murales alegóricos de la historia de la ciudad. Alrededor de
los bancos y del tribunal, con su bandera norteamericana, se ven imágenes de
indios, de descubridores en barco, a caballo y con armaduras, de sacerdotes, y
banderas españolas y mexicanas y escudos de Castilla y León. En un rincón, bajo
una bandera española y un toldo sobre el que crece una parra de uvas tintas,
una mujer con mantilla abraza a un muchacho, y un pergamino desarrolla dos
lemas muy nuestros: Salud y pesetas.
Gracias a Dios.
Por la mañana
hace frío de invierno, pero hay surfistas aprovechando las escasas olas de la
ancha playa de Pismo. En San Luis Obispo, cuyo centro es también una cuadrícula
de calles ordenadas y limpias, de tiendas al estilo europeo, hay también una
misión española, con su iglesia y su pequeño museo y su poco de historia. Al lado
hay una biblioteca de 1905, que es también un pequeño museo de historia, un
edificio coqueto de ladrillo rojo y arcos de piedra que parece de juguete. Hay
una exposición sobre la familia Hearst, y un encargado afable y con ganas de hablar
nos cuenta sobre sus vidas y sobre la herencia española en la costa
californiana.
Morro Bay es
un tranquilo pueblo de pescadores, con restaurantes junto a una amplia bahía
interior, frente a un peñón sobre el mar, que le da nombre. Tomamos tacos de
bacalao y una confortante cerveza artesana en una terraza frente al agua, al
tibio sol del invierno, antes de seguir camino y adentrarnos en Big Sur por las
sinuosidades de la Highway 1. Atravesamos pueblecitos con casas de madera,
extensiones de prado donde pastan las vacas, y también cebras, frente al
océano, cortas bahías y playas inaccesibles sobre las que refulge la línea
amarilla del sol cayendo sobre el limpio horizonte del agua.
Hay un rincón
especial en la sucesión de vistas dramáticas de la costa. Es en Julia Pfeiffer
Burns State Park. En estas alturas tuvo en su día un rancho, y una casa sobre
el acantilado, una familia que había emigrado desde Alemania, y que da nombre
al área protegida de bosques que rodea este punto. Un corrimiento de tierras en
los primeros años 80 se llevó por delante una parte de la montaña. La carretera 1 estuvo cerrada muchos meses. Después la terquedad del mar limpió los restos
y creó unas espléndidas playas, que ahora los visitantes contemplan desde una
pasarela. Hay un punto en que las rocas forman una pequeña ensenada de aguas
turquesas. El bosque de secuoyas llega casi hasta el nivel del mar. Por entre
las secuoyas corre un arroyo que viene a caer en una recta cascada sobre la arena
clara de la playa. De la ladera que baja hasta la playa cuelgan secuoyas
diminutas, juncos, recios eucaliptos, una palmera de copa redonda. Una banda de
nubes cubre la puesta de sol, pero el resplandor dorado se alarga desde el
horizonte hasta las rocas, sobre un mar tan raso y calmado como una laguna.
Siempre que contemplo una imagen así pienso en la fascinación violenta con que
aquellos artistas románticos del XIX quisieron enseñarnos a ver la naturaleza.
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