domingo, 24 de abril de 2016

Salvation Mountain y las excentricidades del desierto

Aparte de las maravillas naturales, parques nacionales con los árboles más voluminosos del planeta, desiertos inabarcables, el punto más alto y el más bajo de la parte continental de los Estados Unidos, la frontera más transitada del mundo, playas de ensueño y buen tiempo todo el año, el Sur de California contiene sorpresas y curiosidades que no tienen fin.

En esta costa Oeste surgieron desde los 60 movimientos contraculturales que se expandieron por el mundo. La psicodelia, el clima benigno, la composición multirracial de la población, la distancia geográfica, la magnitud inabordable de la naturaleza, hicieron de este lugar un enclave especial, un lugar con magnetismo, con una potencia que irradia al resto del planeta.

Después de haber paseado entre secuoyas gigantes, de haber atravesado las sequedades criminales del Valle de la Muerte, los acantilados vertiginosos de Big Sur, las paredes infinitas de Yosemite, después de deambular por las cuestas de San Francisco, por las calles enloquecidas de la megalópolis de Los Ángeles, uno piensa que pocas cosas de California ya pueden sorprenderlo. Y basta una simple excursión de sábado para que uno recuerde que en California está contenido el mundo, la naturaleza más salvaje, las obras más excelsas y las excentricidades más fantásticas.

Desde San Diego hacia el este, hacia el interior del continente, hay una carretera que discurre casi paralela a la frontera trazada a escuadra con México. En poco más de una hora se puede pasar de la primavera amable de la costa a las cumbres nevadas, a la aridez de los desiertos de Sonora y Mojave, a las reservas indias, a la atemporalidad de los pueblos del salvaje Oeste. Siguiendo esa carretera sinuosa, entre montañas sobre las que parecen haber llovido piedras grises y redondas, salimos del condado de San Diego y llegamos al condado de Imperial.

El Centro es efectivamente un lugar en el centro del valle agrícola de Imperial, un fértil oasis artificial regado con las aguas robadas al delta del río Colorado. Unas millas más arriba atravesamos Calipatria y algunos otros pueblos de apariencia triste, de calles rectas y muy anchas, polvorientos y sin gente y como olvidados del mundo. Es una llanura inmensa y fértil, con montañas suaves al fondo, no muy distinta de La Mancha o de otras regiones castellanas, con sus grandes extensiones de cereal que ya amarillea, alfalfa recién cortada, plantas altas de patata aún sin flor, altos montones de pacas de heno.

A un lado de Niland, que es un pueblo aún más triste, más polvoriento y más deshabitado, sale una carreterita de asfalto desigual, que lleva al desierto. Hay casas con jardín como las de cualquier suburbio de ciudad americana, algunas de ellas también son iglesias de confesiones cristianas.  De pronto aparece un patio que es una chatarrería, y como tal se anuncia: Yard Sale. Poco a poco van desapareciendo hasta que ya todo es tierra parda y seca, piedras, desierto.

Entre las piedras y los matojos amarillos empiezan a verse autocaravanas, algunas abandonadas y descompuestas, algunas sueltas, como animales solitarios, otras en pequeños grupos. Y de repente una explosión de color en medio del desierto. Un pequeño cerro artificial de colores muy vivos, por el que se pasean turistas con cámaras. Salvation Mountain es una atracción turística. Es la obra paciente y visionaria de Leonard Knight, un vecino de por aquí que dedicó treinta años de su vida a montar este artwork. Es un cerro levantado con tierra, adobe, pacas de paja, y coloreado con miles de litros de pintura de colores. De las laderas del cerro caen dibujos de ríos, casas, bosques, un enorme corazón y el mensaje omnipresente de God is Love, referencias a Jesús y a la Biblia, al pecado y a la fe. En lo alto del cerro hay una cruz blanca, cuya base da una sombra reparadora.

Hace un calor de infierno, y detrás de la cruz sólo hay desierto, secas extensiones planas, y más caravanas sueltas. A un lado del cerro hay una galería con techumbre de ramas y troncos amontonados, junto a puertas de automóviles y objetos improbables, todo coloreado con gracia entre infantil y jipi. Hay pequeños altarcitos en los que se ha acumulado el polvo, y donde la gente ha ido dejando estampas, donaciones, fotos, juguetes. A Salvation Mountain han venido varios grupos musicales a rodar videoclips, entre ellos Coldplay. Sean Penn grabó escenas de una película que él escribió y dirigió. Se han hecho documentales sobre el lugar y sobre el proceso de creación, hasta que el artista murió en 2014. Frente a la montaña hay varios coches y camionetas, y también una barca, igualmente coloreados, polvorientos, repletos de mensajes que incluyen las palabras Jesus o Bible o Love. Han colocado una placa de alguna asociación cultural esta misma mañana. Hay también un tenderete azul bajo el que descansa una mujer gorda y de agradable conversación, que regala agua helada a los visitantes. Nos da las gracias por venir a ver la gran obra de aquel visionario, y nos anima a que visitemos el pueblo que está una milla más adelante, donde en verano se celebra un festival de música.

De camino al coche vemos aparecer por la carretera un autobús jipi. Un auténtico autobús jipi con jipis de verdad. Lleva las puertas abiertas, el conductor parece Bob Marley, junto a la palanca de cambios crece una tomatera, y varias macetas llegan hasta la escalera de salida. Por la otra puerta, cuando bajan dos jipis descalzos y con perro por los hombros, se ven unas cabinas de servicios, una cocina con cestos con naranjas, y más macetas que llegan hasta el cristal trasero. Una chica joven con la piel muy blanca, muy delgada, descalza y con poca ropa, se baja del autobús para ayudar al conductor a dar la vuelta, saluda cariñosamente a todos los espectadores que miramos, y se vuelven por donde han venido, con el bamboleo del jardín itinerante por la carretera.

Lógicamente, los seguimos. Hay señales pintadas a mano que dan la bienvenida a Slab City, y un árbol seco con cientos de pares de zapatillas colgando de las ramas. Slab City no es una ciudad, sino un verdadero poblado jipi. Ahora entendemos que las caravanas que veíamos dispersas por el desierto pertenecen a una población más o menos estable. Más señales pintadas a mano indican el camino hacia la biblioteca o el museo. Las caravanas están en medio del desierto, bajo un calor sofocante, y conforme nos acercamos al museo empiezan a amontonarse chatarras de toda procedencia y condición. Las calles son de tierra, y están delimitadas por botellas de vino o de cerveza clavadas en el suelo.

El museo es una exposición de chatarras recicladas, al aire libre, que haría las delicias del más excéntrico de los surrealistas. Está a medio camino entre un vertedero y una muestra artística con fondo político. El grado de elaboración es tan sofisticado como el desorden natural de ideas y cacharros. Restos de neumáticos forman un elefante. Decenas de televisores se amontonan en una gran pantalla con mensajes que desenmascaran la manipulación de los medios. Cristales clavados en el suelo forman espirales fantásticas. Un coche está tachonado hasta la última pulgada de chapas y adornos, y del techo sobresalen piernas cortadas de maniquíes. Varias veletas de chapas de cualquier origen giran con rabia y ponen banda sonora a la exposición. Hay una casita de madera con jardín medio enterrada de lado, como sobreviviente de una inundación. Objetos sueltos están dispersos entre las muestras, con una lógica secreta o absurda: máquinas de escribir, latas de aceite, llantas, zapatos altos de tacón, microondas, y todo cuanto uno pueda encontrarse en una planta de reciclaje.

En Niland hay un solo lugar donde comer una hamburguesa o un burrito. Familias de turistas o grupos de neojipis llenan el pequeño restaurante. De vuelta rodeamos la esquina sur de Salton Sea, que es un antiguo mar desecado durante milenios, una gran depresión por debajo del nivel del mar, que en 1905 se llenó de agua por una inundación accidental de aguas del río Colorado. Hoy es un centro de atracciones turísticas acuáticas y también una parte de la rica comarca agrícola que se beneficia de las aguas del gran río. Atravesamos más pueblos tristes de la llanura, la llanura verde de remolachas, patatas, cebollas, alfalfa y cereal, surcada de acequias por las que corre rápida el agua. Varios labradores con mono azul o gris caminan por las lindes con un azadón al hombro. Cientos de garzas cuelgan de las ramas de los árboles de una hacienda. Avionetas sobrevuelan campos de girasoles, que dan la espalda a la luz del sol poniente.

Hemos pasado de la playa al desierto y de la psicodelia a los pueblos medio abandonados del Oeste y de ahí al olor primitivo del campo labrado y rebosante de agua. Ya de vuelta en el condado de San Diego, de noche y con luna llena, nos inspecciona una patrulla fronteriza, que hace controles aleatorios cerca de la valla, en alguno de los puntos entre la montaña y el desierto por donde debe de andar cruzando gente a cualquier hora. Un guardia nos ciega con su linterna, el otro es cordial y nos deja pasar, dice, porque la semana pasada estuvo en Málaga y le gustó mucho la Costa del Sol. El Oeste nunca se acaba: California es infinita.

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