Aparte de las maravillas naturales, parques nacionales con los árboles más voluminosos del planeta, desiertos inabarcables, el punto más alto y el más bajo de la parte continental de los Estados Unidos, la frontera más transitada del mundo, playas de ensueño y buen tiempo todo el año, el Sur de California contiene sorpresas y curiosidades que no tienen fin.
En esta costa Oeste surgieron desde los 60 movimientos contraculturales que se expandieron por el mundo. La psicodelia, el clima benigno, la composición multirracial de la población, la distancia geográfica, la magnitud inabordable de la naturaleza, hicieron de este lugar un enclave especial, un lugar con magnetismo, con una potencia que irradia al resto del planeta.
Después de haber paseado entre secuoyas gigantes, de haber atravesado las sequedades criminales del Valle de la Muerte, los acantilados vertiginosos de Big Sur, las paredes infinitas de Yosemite, después de deambular por las cuestas de San Francisco, por las calles enloquecidas de la megalópolis de Los Ángeles, uno piensa que pocas cosas de California ya pueden sorprenderlo. Y basta una simple excursión de sábado para que uno recuerde que en California está contenido el mundo, la naturaleza más salvaje, las obras más excelsas y las excentricidades más fantásticas.
Desde San Diego hacia el este, hacia el interior del continente, hay una carretera que discurre casi paralela a la frontera trazada a escuadra con México. En poco más de una hora se puede pasar de la primavera amable de la costa a las cumbres nevadas, a la aridez de los desiertos de Sonora y Mojave, a las reservas indias, a la atemporalidad de los pueblos del salvaje Oeste. Siguiendo esa carretera sinuosa, entre montañas sobre las que parecen haber llovido piedras grises y redondas, salimos del condado de San Diego y llegamos al condado de Imperial.
El Centro es efectivamente un lugar en el centro del valle agrícola de Imperial, un fértil oasis artificial regado con las aguas robadas al delta del río Colorado. Unas millas más arriba atravesamos Calipatria y algunos otros pueblos de apariencia triste, de calles rectas y muy anchas, polvorientos y sin gente y como olvidados del mundo. Es una llanura inmensa y fértil, con montañas suaves al fondo, no muy distinta de La Mancha o de otras regiones castellanas, con sus grandes extensiones de cereal que ya amarillea, alfalfa recién cortada, plantas altas de patata aún sin flor, altos montones de pacas de heno.
A un lado de Niland, que es un pueblo aún más triste, más polvoriento y más deshabitado, sale una carreterita de asfalto desigual, que lleva al desierto. Hay casas con jardín como las de cualquier suburbio de ciudad americana, algunas de ellas también son iglesias de confesiones cristianas. De pronto aparece un patio que es una chatarrería, y como tal se anuncia: Yard Sale. Poco a poco van desapareciendo hasta que ya todo es tierra parda y seca, piedras, desierto.
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Lógicamente, los seguimos. Hay señales pintadas a mano que dan la bienvenida a Slab City, y un árbol seco con cientos de pares de zapatillas colgando de las ramas. Slab City no es una ciudad, sino un verdadero poblado jipi. Ahora entendemos que las caravanas que veíamos dispersas por el desierto pertenecen a una población más o menos estable. Más señales pintadas a mano indican el camino hacia la biblioteca o el museo. Las caravanas están en medio del desierto, bajo un calor sofocante, y conforme nos acercamos al museo empiezan a amontonarse chatarras de toda procedencia y condición. Las calles son de tierra, y están delimitadas por botellas de vino o de cerveza clavadas en el suelo.
El museo es una exposición de chatarras recicladas, al aire libre, que haría las delicias del más excéntrico de los surrealistas. Está a medio camino entre un vertedero y una muestra artística con fondo político. El grado de elaboración es tan sofisticado como el desorden natural de ideas y cacharros. Restos de neumáticos forman un elefante. Decenas de televisores se amontonan en una gran pantalla con mensajes que desenmascaran la manipulación de los medios. Cristales clavados en el suelo forman espirales fantásticas. Un coche está tachonado hasta la última pulgada de chapas y adornos, y del techo sobresalen piernas cortadas de maniquíes. Varias veletas de chapas de cualquier origen giran con rabia y ponen banda sonora a la exposición. Hay una casita de madera con jardín medio enterrada de lado, como sobreviviente de una inundación. Objetos sueltos están dispersos entre las muestras, con una lógica secreta o absurda: máquinas de escribir, latas de aceite, llantas, zapatos altos de tacón, microondas, y todo cuanto uno pueda encontrarse en una planta de reciclaje.
Hemos pasado de la playa al desierto y de la psicodelia a los pueblos medio abandonados del Oeste y de ahí al olor primitivo del campo labrado y rebosante de agua. Ya de vuelta en el condado de San Diego, de noche y con luna llena, nos inspecciona una patrulla fronteriza, que hace controles aleatorios cerca de la valla, en alguno de los puntos entre la montaña y el desierto por donde debe de andar cruzando gente a cualquier hora. Un guardia nos ciega con su linterna, el otro es cordial y nos deja pasar, dice, porque la semana pasada estuvo en Málaga y le gustó mucho la Costa del Sol. El Oeste nunca se acaba: California es infinita.
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