Después de Ciudad de México, la ciudad donde viven más mexicanos es... Los Ángeles. No sé si el dato es del todo cierto, pero mucha gente me lo ha repetido aquí, y existe en la afirmación un cierto orgullo de reconquista. También es muy repetida y clarificadora la frase: Nosotros no cruzamos la frontera, a nosotros la frontera nos cruzó. Cierto es que Estados Unidos se quedó con casi la mitad del territorio mexicano después de la guerra de 1848, y entre los mexicanos que quedaron a este lado de la frontera y los que han venido cruzando en este siglo y medio, algunas partes de California, Arizona, Nuevo México o Texas parecen tan mexicanas, o más, de lo que alguna vez fueron.
Long Beach es un enorme puerto comercial al sur de la ciudad de Los Ángeles. El puerto está protegido por una península montañosa, Palos Verdes, y al otro lado de las lomas está Torrance, Redondo Beach, el aeropuerto y la línea de playas que llega hasta Santa Mónica. Frente al puerto, en la zona llana de la penínula, está San Pedro. A lo largo de la línea del agua hay varios museos, un acuario, el mercado de pescado. El mercado es un conjunto de tiendas y restaurantes de madera, de un piso, con vistas a la bahía, a la isla donde se amontonan los contenedores que cargan y descargan de los buques.
Los carteles están en los dos idiomas, pero predomina el español, con muchas faltas de ortografía por todos lados. Empresas de ferris y barquitos anuncian ofertas para cortos cruceros por la bahía y el puerto. Hay una gran plataforma de maderas sobre el agua, con muchas mesas, y casi todas están llenas. Sólo se escucha español, casi todo el mundo parece mexicano. Un grupo de mariachis, con trajes oscuros de charros y sombreros vaqueros, dan la serenata de mesa en mesa. Las familias pasean por el muelle, se hacen fotos, disfrutan del agradable sol de abril. De vez en cuando cruza por delante un buque cargado de contenedores, y se pierde entre los canales del puerto.
Dentro de los restaurantes hay también pescaderías. Huele a pescado fresco y a fritura. Frente al mar, frente al puerto, nos comemos unas gambas al estilo San Pedro. Camarones, que es como llaman aquí a las gambas, tengan el tamaño que tengan. Gambas a la parrilla aderezadas con un ajillo de tomates, pimientos, cebolla, patata roja y mantequilla. El primer trago de cerveza conforta tanto como el sol templado y la brisa del mar, que juntos ponen en el rostro un principio de atontamiento feliz. Sube un olor suculento de la bandeja de comida. Es mejor no pensar en lo que uno se está metiendo en el cuerpo, si se quiere disfrutar del manjar. Mojamos el pan en la salsa de mantequilla, mientras los mariachis se arrancan con Si nos dejan, y los barcos siguen entrando y saliendo del puerto. En estas situaciones, como una chispa que encendiera el entendimiento de las cosas realmente importantes de la vida, me suele venir a la mente el comienzo del poema de Góngora:
Traten otros del gobierno
del mundo y sus monarquías,
mientras gobiernan mis días
mantequillas y pan tierno...
Qué rico está México, a este y al otro lado de la frontera.
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