En abril de 1336, el poeta aretino Francesco Petrarca, que había vivido en Carpentras, en Aviñón, en Vaucluse, ascendió junto con su hermano Gherardo y otras dos personas al Monte Ventoso (Mont Ventoux). El fundador de la lírica amorosa idealizada del final de la Edad Media y el Renacimiento es también, aunque parezca tan extraño, precursor del alpinismo: igual que los viajeros románticos de finales del siglo XVIII, pero adelantándose más de cuatrocientos años, Petrarca subió a la cima del monte con el único propósito, tan inútil como sublime, de contemplar las vistas.
El Mont Ventoux es una elevación de 1911 metros, algo desgajada de las montañas principales de los Alpes, y por ello más imponente en su elevada soledad en medio del valle del Ródano. Petrarca, autor del Cancionero más influyente en la historia de la poesía occidental, difusor principal del soneto, escribió una carta a su amigo el monje Dionigi da Borgo San Sepolcro para contarle la escalada a la cima del monte, que acaba siendo una descripción paisajística y una alegoría de la crisis espiritual del poeta.
Entonces la cima tenía vegetación, como las faldas de la montaña, pero desde hace dos siglos es un pico pelado, de piedras blancas, barrido continuamente por vientos que han llegado a superar los 300 km/h. Y hoy es, sobre todo, un lugar simbólico para los aficionados al ciclismo, un final de etapa legendario en el Tour de Francia, un punto de peregrinación para ciclistas. Hay tres subidas a la cima por carretera. Me quedo dando una vuelta por Bédoin mientras mi amigo Juan toma con la bicicleta la vertiente norte desde Malaucène. Ayer hizo la subida más frecuentada, la que sale directamente desde Bédoin, 22 kilómetros de ascensión por la vertiente sur.
Bédoin es un pueblo pequeño y limpio, con una avenida arbolada y fresca de sombra, con cafeterías con terrazas llenas a media mañana. Llenas de ciclistas que han bajado ya del Mont Ventoux y de los familiares que los han acompañado. Hay tiendas con material para bicicletas a lo largo de toda la avenida. El resto del pueblo son estrechas callejuelas que suben un cerro, en lo alto del cual hay una iglesia marrón y unas vistas esplendorosas del valle verde de bosques y viñedos, con la mancha gris del Mont Ventoux al fondo. Yo subo a la cima en coche, no sin cierto reparo que casi es miedo. Infinitas curvas, pendientes de más del 10%, con viñedos hermosos a los lados, después bosques de pinos, hayas y encinas. Se atraviesan dos aldeas con casas de piedra, y en un momento, tras una curva y sin previo aviso, la vegetación desaparece para dar paso a un espacio arrasado, una pedriza lunar.
En esos últimos kilómetros de paisaje despejado se ve con claridad la referencia de la cima: la famosa torre de comunicaciones. El viento sopla fuerte, y ha dejado de hacer calor. Hay caravanas apostadas a un lado de la carretera, aficionados que acampan varios días antes de que llegue la etapa del Tour de este año. Por el camino me he cruzado con decenas de ciclistas, en pequeños grupos o en solitario, probándose en uno de los tramos más duros que subirán en unos días los profesionales. En algunas curvas se detienen coches con familiares, que los fotografían en su sufrido ascenso o les ofrecen vituallas. En las pendientes más duras hay pintados sobre el asfalto bigotes rosas, y hasta con el coche me parece inseguro subirlas. En el espacio limpio de los últimos kilómetros, con un cerro inacabable, entre laderas pedregosas y blancas, los ciclistas van casi parados, las bicicletas se clavan en la carretera, algunos tienen que bajarse y continuar a pie.
Aunque sólo se ha ascendido al Mont Ventoux en quince ediciones del Tour de Francia, es uno de los finales míticos de la carrera ciclista. En estas últimas curvas murió en 1967 el inglés Tom Simpson, que cayó fulminado víctima del esfuerzo y las anfetaminas. En 1994, Miguel Induráin, siendo líder, perdió el control de la bicicleta y a punto estuvo de despeñarse por el barranco. En 2000 Marco Pantani y Lance Armstrong protagonizaron una de las disputas más vibrantes, en la que finalmente se impuso el italiano. En esta mañana de julio hay en la cima un ambiente festivo: muchos coches aparcados junto a la antena, familiares y amigos animando en los últimos metros a los ciclistas aficionados que consiguen coronar la cima. Hay un puesto grande de dulces, miel y gominolas para los que llegan. Desde arriba las vistas del valle son tan amplias que el horizonte azul se pierde en la neblina. Hacia el norte se divisan las montañas verdes que parecen una sucesión de pequeños cerros. Pero el valle inmenso que se abre hacia el sur no debe de ser muy distinto del que contemplara Petrarca hace casi siete siglos: bosques infinitos, viñedos, las manchas blancas diminutas de algunos pueblos, un aire limpio que se torna azul en la lejanía.
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