Después del parón, las piernas van como nuevas. Uno aprende, sobre todo, que hay que escuchar al cuerpo para que el cuerpo responda. Los 31 kilómetros que separan Logroño de Nájera no son llanos, pero las piernas y la mente llevan ahora la energía suficiente para que parezcan pocos. Para evitar el calor, salimos de Logroño muy de noche, antes de las 5, y todavía no se ha hecho de día cuando atravesamos el parque de La Grajera, un lago con patos, las primeras cuestas. A la vuelta de una curva, casi en lo alto de un monte, entre viñedos, el sol aparece a lo lejos, sobre la ciudad que ya hemos perdido de vista. En Navarrete tomamos un largo refrigerio, y después salimos hacia otra cuesta más dura, por caminos blancos y más viñedos que nos llevan a atravesar Ventosa y a alcanzar casi sin aliento el Alto de San Antón, con un desnivel de más de 300 metros. Después de una larga y penosa bajada de 9 kilómetros, entramos en Nájera. Cruzamos el puente para llegar a la parte vieja de la ciudad, adonde está el albergue, frente al río Najerilla. Mientras esperamos a que abran, algunos grupos de peregrinos bajamos hasta el cauce del río, que viene ligero y bajo, y sumergimos tobillos y rodillas en las aguas heladas, nos sentamos en las piedras redondas del cauce, aliviamos nuestra fatiga y el calor intenso con la bendición fría y segura de la corriente.
La mañana siguiente nos separamos del río, por calles de edificios nobles, piedra roja, escudos. Altibajos en el camino, campo abierto, viñedos, rastrojos, un cielo azul con nubes bajas que cuelgan con el efecto de hermosa ficción de un decorado de cine. Así llegamos a Azofra, donde visitamos la cafetería y la penumbra cerrada y cálida de la modesta iglesia que está enfrente. Nos dejamos fotografiar por un joven alemán que anda haciendo un estudio sobre los rostros del Camino, y seguimos avanzando cuesta arriba hasta llegar a Cirueña. Un descenso suave nos lleva hasta Santo Domingo de la Calzada, uno de los pueblos monumentales y hermosos del Camino. Monasterios convertidos en paradores de turismo, edificios de fachadas nobles, palacios, una torre de 69 metros con acabados barrocos, y una catedral sobre la que se fueron superponiendo las naves románicas, los arcos y bóvedas góticas. En el interior hay retablos y pinturas y está el sepulcro de San Domingo, que construyó un puente y un albergue para los peregrinos del siglo XI, y también un gallo y una gallina vivos, en recuerdo de una leyenda local que ya refirió en sus escritos Gonzalo de Berceo. Paseamos por las murallas altas de la catedral: abajo hay verbena, un pelele colgado de una farola que quemarán más tarde, cordeles con banderines de colores colgando. De noche nos cuesta dormir con el ruido de sevillanas de fondo.
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