jueves, 6 de diciembre de 2018

Kant contra la sinrazón

“El carlismo se cura leyendo, y el nacionalismo, viajando”. La vieja frase de Pío Baroja es terminante y sigue siendo certera y aun esperanzadora muchas décadas después. Aunque a veces desconcierta descubrir, entre aldeanos de boina cerril guardianes de las esencias, algunos otros individuos que leyeron algo y viajaron otro poco y utilizan lo poco que saben para incendiar las boinas de los primeros y avivar los colores de las banderas. De todas las banderas. 

Que los nacionalismos han propiciado las mayores catástrofes del siglo XX lo sabe cualquiera a poco que haya pasado unas cuantas mañanas distraídas por un instituto de secundaria. Pero en Europa asistimos en los últimos años, cada vez con más recrudecimiento, a un auge parece que imparable de los espíritus nacionalistas que de cuando en cuando se despiertan para salvaguardar la esencia de esas patrias siempre oprimidas, humilladas por el país o la región vecina, ninguneadas por los monstruos supranacionales. Hace menos de ochenta años las naciones europeas se desangraban masacrando a millones de personas en nombre de esas esencias patrias o raciales y sólo unas décadas después conseguimos crecer varias generaciones de europeos pacíficos y orgullosos de nuestro modo de vida social y democrático; pero para mucha gente irresponsable es preciso agitar los fantasmas del nacionalismo, de los nacionalismos, porque otra vez los otros, los distintos, han venido a agredirnos, a borrarnos la esencia. 

Cuando yo era niño y veía en el telediario las crónicas de la guerra de Yugoslavia, no podía entender cómo andaban matándose con tanta saña gentes que, aunque con distintas religiones o costumbres, al fin y al cabo vivían en los mismos lugares y se podían entender en un mismo idioma. Los nombres de los futbolistas croatas, serbios o bosnios sonaban demasiado parecidos. Cuando explicaban las razones por las que los hutus de Ruanda habían asesinado en masa a machetazo limpio a un millón de compatriotas tutsis, yo no acababa de ver cuánto de diferencia podía haber de unos a otros. Desde lejos es tan difícil percibir las pequeñas diferencias que separan esas supuestas esencias étnicas o culturales, las formas puras de las colectividades, que uno ya sospechaba entonces que probablemente no existieran. ¿Cómo explicar a un chino o a un polinesio que existe alguna diferencia sustancial entre Madrid y Barcelona, o entre estas dos y Berlín o Roma, o incluso Estambul? ¿Cómo entender como una categoría filosófica la existencia innata de lo chino, de lo japonés o aun de lo sajón o lo latino? Pero cuando esos adornos inventados y celebrados por el fragor del folclorismo se convierten en armas de verdad y se disponen a dividir la convivencia o a eliminar físicamente a quienes atacan esas verdades reveladas, todos perdemos. Y especialmente los que se sitúan, nos situamos, en el fuego cruzado de nacionalismos. 

Me da mucha pena leer en el periódico que unos vándalos rusos, guardianes de la esencia eslava y héroes de esa cosa local y universal que es el alma rusa, han profanado la estatua y la tumba de Immanuel Kant en Kaliningrado. Y no sólo eso: en medio de una campaña de desprestigio y odio abierto hacia lo otro, han conseguido que el aeropuerto de la ciudad no sea rebautizado con el nombre de la persona más insigne que habitó jamás esa ciudad. Kant nació, vivió los casi ochenta años de su vida y murió en la ciudad de Königsberg, que entonces pertenecía a Prusia oriental y desde 1946 es el enclave ruso de Kaliningrado. Después de la segunda guerra mundial, los rusos expulsaron a la población alemana y repoblaron la región con otras pobres gentes traídas de otras partes del gigantesco imperio soviético. Renombraron la ciudad, dejó de hablarse alemán, pero no por eso se renunció a estudiar y reivindicar la vida y la obra de quien dio tanto lustre a Königsberg y a su universidad. 

Uno de los pocos individuos que en la historia de la Humanidad han cambiado el devenir del pensamiento, la percepción del propio conocimiento, la justificación de la ética y del deber, ahora es sólo, de acuerdo con las palabras que ha difundido por las redes el vicealmirante de la flota rusa del Báltico, y que vociferó a sus soldados sobre la cubierta de un buque, alguien que “traicionó a su tierra”, que se humilló y se arrodilló para conseguir una cátedra universitaria y, sobre todo, que “escribió algunos libros incomprensibles que ninguno de los que estáis presentes ha leído ni leerá jamás”. Otro “Muera la inteligencia”, como aquel contra el que Unamuno se revolvió en la inauguración del curso académico en Salamanca en octubre de 1936, de parte de aquel malencarado heredero del carlismo, el muy nacionalista español general Millán Astray, y que le costó al escritor vasco un amargo final de arresto y oprobio. 

Una vez, en un vuelo diurno desde Lituania hasta Inglaterra, distinguí desde mi ventanilla derecha la larga y fina franja de arena que sale del puerto lituano de Klaipėda y llega hasta las costas polacas, varios cientos de kilómetros al sur, con mar a los dos lados, y que se interrumpe sólo cuando se une al continente a mitad de camino, en la península de Kaliningrado. Fui siguiendo esa larguísima hebra de arena como hipnotizado, con ese punto de irrealidad y rara alegría que se siente al reconocer cosas que hasta ese momento no han existido más que en la abstracción de los mapas o las fotografías. Lo que no recuerdo es haber distinguido las líneas fronterizas entre Lituania y el enclave ruso, ni entre Kaliningrado y Polonia, como jamás he distinguido desde arriba ninguna de las líneas imaginarias que los hombres marcan en los mapas y sirven como tapón a las corrientes humanas, al cumplimiento y amparo de las leyes, a la universalidad que pretendía el ilustrado Kant en sus teorías filosóficas. 

En los últimos meses he leído más que nunca textos de Immanuel Kant. Desde que acabé el Bachillerato no había leído tanto de Kant y sobre Kant. Las clases de Filosofía me han reconciliado con viejos amigos y enemigos, con conceptos que se oxidan en la memoria: los límites de la razón, el método trascendental de conocimiento, el imperativo moral categórico. Andaba preparando unos textos para los exámenes finales de diciembre, cuando entre la maraña de escritos, libros, apuntes y el reflujo de Internet apareció el titular de la BBC donde se abría paso la comedia: "No you Kant. Russians reject German thinker's name for airport". Pero no, Kant no estaba en la prensa europea para el debate filosófico, sino para advertirnos una vez más del mal de nuestro tiempo. 

Cualquier estudiante de Bachillerato sabe que, según Kant, la filosofía debe dar respuestas a tres preguntas: ¿Qué puedo conocer?, ¿qué debo hacer?, y ¿qué me cabe esperar? Viendo el cariz que toma la política internacional, con nacionalistas empedernidos a uno y otro lado del Atlántico, cada día es más desolador pensar en la proyección de la tercera pregunta. ¿También en Europa nos dejaremos tomar como rehenes de estas fabulaciones esenciales que nos hacen más de la aldea que del género humano? Canta Jorge Drexler que todos somos “de ningún lado del todo / y de todos lados un poco”. Nos sigue haciendo falta leer tanto, y viajar, como hace casi un siglo cuando, antes de las catástrofes supremas, Pío Baroja nos dio la buena e imperecedera receta. También la de Kant lo es: Sapere aude!



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