Al salir de Cicera comienza una larga y hermosa ascensión por los entresijos de un bosque de robles y tejos. Adelanto en las primeras cuestas a los primeros peregrinos madrugadores. Entre las vueltas y revueltas del terreno, brincando entre rocas redondas cubiertas de musgo y raíces retorcidas, me sorprende un movimiento múltiple por donde no lo esperaba: un grupo de cabras silvestres vienen trepando por la ladera y se cruzan conmigo sin hacerme mucho caso a la altura del estrecho camino. Continúo ascendiendo entre la niebla de las nubes bajas, que acorta el paisaje y le da una apariencia fantasmagórica, con las formas atormentadas de las ramas desnudas de los robles centenarios. Al cabo de dos horas empiezo a bajar hacia el otro lado de la montaña, por debajo de la línea de nubes, donde el sol se abre paso contra las paredes de las pedrizas.
Abajo está Lebeña. Un pequeño pueblo de casas de piedra con tejados ocres. Un muchacho joven está cortando hierba junto a un muro de piedra con una de esas máquinas de ruido ensordecedor. Lleva una máscara, con una mano maneja la máquina y en la otra sostiene un cigarro encendido. Le pido consejo sobre la ruta a seguir, pues a partir de este punto hay dos variantes: una aparentemente peligrosa por la montaña, otra que da un rodeo bastante largo, saltando el río y subiendo hasta Allende y Cabañes. Bajo a ver la ermita de Santa María de Lebeña, un coqueto edificio de arcos mozárabes con torre exenta, más hermoso aún contra el fondo de vegetación, pedrizas y el cielo de un azul intenso surcado por nubes gordas. Como casi siempre, hay una vía intermedia: la carretera discurre varios kilómetros sobre el río Deva, pero es muy estrecha, pues aprovecha el trazado sinuoso del desfiladero de La Hermida. Con precaución, echo a andar por el desfiladero y de paso le gano varios kilómetros a la etapa.
Al salir del desfiladero, una agradable senda en cuesta lleva a Castro Cillorigo. A la entrada de la aldea hay una fuente y un antiguo lavadero. Dejo la mochila contra el muro y de repente siento otra presencia múltiple que me sobresalta: a pocos metros, las primeras vacas de un amplio rebaño que baja del pueblo se han parado a mirarme y hacen amago de querer acercarse. Detrás aparece una perra que las reconduce y una pastora adolescente que responde al saludo sin volver la cabeza. Me enjuago y bebo en la fuente y cuando me pongo en marcha la muchacha y la perra vienen de vuelta: ya las vacas conocen el camino. Siguiendo el trazado del río Deva, paso por delante de una ermita, por amplios prados donde pacen vacas y caballos, y voy dejando atrás las altas peñas y pedrizas. Por delante, un fondo de cumbres blancas enmarcado por lomas verdes, y una senda agradable y soleada a la vera del río hasta llegar a Potes.
En la oficina de turismo de Potes, que es una antigua iglesia, me dan las llaves del albergue, cuyas habitaciones están por debajo del nivel de uno de los puentes, justo en pleno centro del pueblo. Desde la cama puedo ver el ojo del puente, la gente que pasea, el agua rápida del río y la torre el Infantado. Me da tiempo a subir al mirador de la torre y disfrutar de las vistas espléndidas: montes verdes rodeando el pueblo, la iglesia, las casas ordenadas del centro, las terrazas de los bares que empiezan a llenarse de gente, el curso del río. En los seis pisos de la torre hay una magnífica exposición sobre el Beato de Liébana, sobre los códices ilustrados que forjaron esta tradición de comentarios al Apocalipsis de San Juan. Uno de los primeros propietarios de esta torre fue Íñigo López de Mendoza, el Marqués de Santillana, que por estos lares situó esos encuentros eróticos con pastoras y labradoras en sus serranillas.
Enfrente de la torre me doy un homenaje de cachopo y vino tinto local y después subo, ya sin mochila, los tres kilómetros que separan el pueblo del monasterio de Santo Toribio de Liébana. Éste es el final de la peregrinación y, al igual que en Santiago de Compostela, venden una certificación, la Lebaniega. El monasterio está remodelado y ocupado por monjes franciscanos. El templo es modesto, no demasiado grande. En las paredes del claustro unos paneles informan sobre la vida de Santo Toribio, un obispo de Astorga que en el siglo V viajó a Jerusalén y se hizo cargo algunos años de la iglesia del Santo Sepulcro. De allí se trajo el lignum crucis, el que pasa por ser el trozo más grande del madero en el que fue crucificado Cristo. Otro Toribio, de Palencia, fundó el monasterio, y Beato de Liébana vivió aquí y aquí compuso su obra hoy perdida, y aquí se supone que un Jueves Santo de finales del siglo IX esperó junto a algunos fieles el fin del mundo.
Recojo mi Lebaniega en la oficina donde venden recuerdos. Un monje vestido con su hábito me pregunta por mi viaje. Tiene un acento vasco tan exagerado que parece que buscara un efecto cómico. Caigo en la cuenta, al leer un cartel, de que precisamente hoy, 16 de abril, es el día de Santo Toribio. Desciendo los tres kilómetros de cuesta y aún me resta tiempo para visitar la iglesia y una exposición sobre menhires en tierras de Cantabria. En el albergue encuentro a algunos de los peregrinos con los que coincidí anoche: los mexicanos y el costarricense cogieron un taxi en Lebeña para poder llegar a la misa de las doce en Santo Toribio, en la que exponen el lignum crucis. Ellos y los demás terminan aquí su peregrinación, y partirán mañana. Yo también partiré, pero para continuar la peregrinación en sentido inverso, hacia el sur, por la Ruta Vadiniense, si puedo hasta llegar a León.
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