A todos los niños manchegos nos llevaba el colegio, en algún momento, a ver el lagarto del Viso. El lagarto es en realidad un cocodrilo del río Nilo de cinco metros de largo, disecado, que cuelga de una de las paredes de la iglesia de la Asunción, con la gran mandíbula abierta, pero más bien con la actitud de una lagartija que pretendiera trepar hasta el techo. Viso del Marqués es uno de los últimos pueblos de La Mancha, al pie de la autovía de Andalucía y a escasos kilómetros del paso de Despeñaperros. El entorno es seco y muy llano, pero sólo un poco más al sur empiezan los desniveles y el verdor de la sierra. El valle de Los Perales es un bosque ameno en donde acababan las excursiones escolares.
Junto a la iglesia de la Asunción se levanta el imponente Palacio del Marqués de Santa Cruz, que es sede el Archivo General de la Marina. A más de uno le llama la atención no ya la ubicación actual del archivo naval, que es un homenaje a Álvaro de Bazán, primer Marqués de Santa Cruz, sino el hecho de que el insigne hombre de mar mandara construir su palacio hace cuatro siglos en tal lugar. Los secanos que rodean el Viso, rastrojos amarillos y ardientes estos días de julio, olivares cenicientos, tan alejados del mar, no parecen el lugar más adecuado para que un marino plantara su casa. Y, sin embargo, no hay nada más lógico.
El padre del primer Marqués, Álvaro de Bazán el Viejo, adquirió por méritos de guerra estos terrenos en las estribaciones de Andalucía, y el Marqués agrandó sus posesiones con las Encomiendas de Santa Cruz y Valdepeñas, toda tierra llana y ya entonces famosa por sus vinos. ¿Por qué? Para un marino que trabajaba y se curtía en batallas en todos los mares que rodeaban España, este enclave manchego suponía el punto de encuentro de todos los cruces que podían interesar a sus negocios. Viso del Marqués es un punto casi equidistante de Madrid, la Corte, y los puertos principales de la Península, en el Mediterráneo o en el Atlántico: Cartagena, Valencia, Lisboa, Cádiz.
Es una teoría estratégica y comercial, si bien el adagio popular remata el asunto de forma más lapidaria: El Marqués de Santa Cruz hizo un palacio en el Viso; porque pudo, y porque quiso.
El Palacio es un edificio de corte renacentista, planta cuadrada, de muros de caliza terrosa, que parece casi incongruente frente a una plaza pequeña, de casas bajas de tejados marrones que se acaban enseguida para dar paso al campo. Después del maltrato de los siglos y las guerras, hoy es un edificio cuidado, un verdadero palacio italiano en medio de La Mancha, un escenario inmejorable de películas históricas.
Los miles de documentos que conforman el archivo naval están en los sótanos. Hace tres años aproveché una fiesta para visitarlo con dos alumnos, que trabajaban en un reportaje sobre el tesoro hundido de la Mercedes, justo cuando la justicia norteamericana acababa de sentenciar que las monedas regresaran a España. Pudimos tocar algunos de los documentos que ahora están expuestos al público detrás de limpias vitrinas. Recuerdo todavía la extraña emoción de tener en mis manos la carta, de papel suave y caligrafía temblona, en la que Diego de Alvear, que había perdido a casi toda su familia y estaba enfermo, relataba sus penurias y trabajos en América para solicitar una vez más la pensión que después de años no llegaba.
El patio es un bello espacio abierto, cuadrado, con columnas clásicas, de planta rectangular, con corredores de tibia sombra en cuyas paredes hay frescos con reproducciones de ciudades del Mediterráneo donde peleó y venció el Marqués de Santa Cruz, con los relatos de las batallas en severas mayúsculas. Nombres sonoros y sugerentes de lugares por los que camparon los españoles: Messina, Túnez, Egipto, Nápoles, Lepanto. En los techos de las cámaras los frescos enseñan asuntos mitológicos: en uno de ellos Ceres, la diosa romana de la agricultura, acepta el castigo de las estaciones.
Hay una pequeña capilla dedicada a Santiago, bajo cuya imagen combativa al óleo hay un altarcito con una urna donde se guardan los restos de Álvaro de Bazán y generaciones de herederos. Es domingo y cada media hora hay dispuesto en la puerta del Palacio un grupo suficiente de gente que viene a visitarlo. En las curvas de las altas escalinatas que llevan al piso superior hay sendas esculturas de Neptuno, dios del mar, y Marte, dios de la guerra. Álvaro de Bazán no perdió jamás una batalla.
En otra visita, con amigos extranjeros, el organista de la iglesia se ofreció a tocar algunas piezas. Hoy nos cuenta algo de unas fiestas patronales: es un hombre muy viejo y ya esmirriado, que habla deprisa y con deferencia. El lagarto, el cocodrilo, largo y renegrido sobre el blanco de la pared, parece haberse movido y quedarse ahora quieto con esos gestos inteligentes y rápidos de las lagartijas en verano.
Es ahora una visita tranquila, breve, otra vez familiar. Volvemos tantas veces a los lugares de los que conservamos nuestros recuerdos más antiguos, y sin embargo siempre aprendemos algo nuevo. Por la tarde hay etapa del Tour de Francia y café frío y lectura en la hamaca del portal y seguramente piscina, y la repetición entrañable de los hábitos infantiles cumple un doble propósito: causarle a uno una honda lástima por la pronta partida, y a la vez propulsarlo hacia lo nuevo y lejano que tiene por delante.
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