Al sur de la Bahía de San Francisco, en el condado de Santa
Clara, está la ciudad de Palo Alto. Los españoles pusieron ese nombre al lugar
porque ahí se levantaba una secuoya que servía de referencia a los galeones que
venían de Filipinas o de la China. Desde el interior de la Bahía podían divisar
ese “palo alto” que les indicaba el lugar preciso donde hacer escala.
Entro a la
ciudad tras cruzar un puente sobre las marismas, y hoy es una ciudad muy
arbolada, espaciosa y limpia, bajo un cielo blanco que puede abrirse en
cualquier momento. Atravieso la calle principal y voy a dar con un larguísimo y
bello paseo de palmeras que conduce a la Universidad Stanford. Al final de
la avenida, flanqueada de palmeras y pinos, se ve cada vez más nítida la
fachada de la iglesia, alrededor de la que se extiende el campus, como una gran
finca agrícola que gravitara sobre una casa señorial.
Hay que atravesar un enorme prado
de césped antes de llegar a los edificios centrales, los que rodean la iglesia,
y un coqueto jardín circular de rosas blancas y buganvillas. Y después se
camina bajo unas galerías de arcos y columnas como de monasterio medieval, pero
con la piedra muy limpia y perfecta, y se atraviesa una plaza donde están seis
estatuas de Rodin, una de las copias que hizo el escultor francés de Los burgueses de Calais, y se atraviesan
otros arcos para desembocar en otra plaza ancha, al final de la cual se levanta
la iglesia, rodeada de más galerías de piedra y palmeras altas y pinos.
En la fachada hay un enorme
mosaico alegre en el que Jesucristo predica entre más palmeras con los brazos
en alto, bajo un cielo amarillo y gentes que se le acercan vestidas con túnicas
de todos los colores. En el interior de la iglesia uno tiene una rara
sensación: raro es encontrar por aquí un templo de hechura tan europea, con
mezcla aparente de estilos, pero más raro es que cada pieza sea tan nueva, tan
impoluta, desde las piedras de las columnas a los tirantes de madera de las
bóvedas. Incluso las imágenes en pintura y mosaico que llenan las paredes, o la
luz que atraviesa los vitrales, son tan nuevos y perfectos que, para una mirada
europea, levantan sin querer la sospecha de lo falso.
La Universidad Stanford es el
paraíso de las bicicletas. Por las anchas calles perfetamente llanas, entre
edificios de piedra clara y lejana imitación renacentista, entre el verdor
limpio de los árboles altos, circulan en orden y con señorío cientos de
bicicletas en todas direcciones. Los peatones y las bicicletas fluyen con
envidiable armonía por las calles, hay breves rotondas para bicicletas, hay miles
de bicicletas aparcadas frente a las bibliotecas, frente a las arcadas de los
edificios.
Dejándome llevar por la referencia
visual de la torre Hoover, que se alza casi noventa metros entre la limpieza
arquitectónica del entorno, voy a dar a una explanada central invadida por una
feria profesional. Hay cientos de puestos, con techos de lona y mesitas con
folletos y obsequios, modestos, donde jóvenes se ofrecen para informar sobre
oportunidades laborales en todas las empresas tecnológicas, de ingeniería o de
turismo o de salud. Me llega el humo suculento de las barbacoas que se están
preparando junto a los tenderetes de la feria, cuando empieza a llover
suavemente.
Al otro lado del prado que
presenta a la universidad, continúan las facultades, y en un rincón inesperado
está el Cantor Arts Center, un museo con pinturas y esculturas de todos los
continentes, en el que las pancartas anuncian la reciente adquisición de un
cuadro de Edward Hopper. Con todo, el principal atractivo del museo es la
amplia exposición de esculturas de Auguste Rodin. Tiene incluso una muestra al
aire libre, en los jardines delanteros, entre los pinos centenarios. Como el
cielo está blanco y amenazante, y de vez en cuando llegan a caer gotas, alguien
ha cubierto algunas de las esculturas negras con viejos mantones azules,
creando un efecto que no sé si es cómico o dramático.
Aquí está una de las copias que
Rodin hizo del grupo escultórico Las
puertas del infierno. La luz blanca es muy fuerte y crea un efecto de
irrealidad sobre las figuras fantasmagóricas que puebla el conjunto. Sobresale
del conjunto, por encima de los monstruosos cuerpos que pugnan con los fuegos
del infierno, sobre el dintel de las puertas, la figura enigmática y dubitativa
de un pensador sentado, que apoya el codo sobre
la pierna y el puño sobre la barbilla.
De entre los profesores de la
Universidad Stanford, que es privada y es de las más elitistas y caras del
mundo, y funciona desde 1890 en este idílico entorno de la Bahía, han salido 27
premios Nobel. Hay 60 premios Nobel de distintas disciplinas que han estudiado
o enseñado en la Universidad. Sobre todo químicos, pero también muchos
economistas, como Milton Friedman o Joseph Stiglitz. También estudió en esta
Universidad el presidente Herbert Hoover, que gobernaba el país cuando el crack
de la Bolsa de 1929 y los primeros años de la Gran Depresión.
La Gran Depresión, el gran tema
literario de otro premio Nobel, John Steinbeck, que estudió aquí durante unos
años sin llegar nunca a graduarse. Como tampoco se graduó nunca Steve Jobs, que
no pudo permitirse pagar esta universidad, pero tampoco aquella en que empezó a
estudiar, en Oregón. El creador de Apple y Pixar dio en junio de 2005 un
emotivo discurso en la Universidad Stanford, en la ceremonia de graduación,
dirigiéndose a cientos de estudiantes que con sus birretes en la cabeza lo escuchaban desde el prado que ahora
recorro de vuelta, de un verde intenso bajo el sol que cae de nuevo y con
fuerza. El discurso de Steve Jobs aquella mañana también soleada es una de las
joyas de la oratoria, quince minutos de inspiración para quienes vayan a salir
a la vida, a enfrentar sus dificultades y sus maravillosas oportunidades. Stay hungry, stay foolish, fueron las palabras con las que acabó Jobs su discurso.
Aquí mismo murió y está enterrado
Steve Jobs, en Palo Alto, porque la ciudad y sus alrededores son el corazón
tecnológico del mundo actual. Sigo la autopista 101 hacia el sur, que sigue la antigua ruta española, El Camino Real, y atravesando
San José y Mountain View digo adiós a la Bahía. Dejo a un lado Los Gatos, Silicon Valley Road,
donde tienen sus sedes los gigantes tecnológicos que hoy esparcen sus aparatos
y su control por el mundo: Hewlett-Packard, Apple, Cisco, Google, Facebook,
Yahoo, Ebay, Adobe, PayPal, Twitter, y cientos más.
Pongo rumbo
más al sur, buscando un horizonte agrícola en otro valle, el de Salinas, que es
también literario porque ésa es la tierra de Steinbeck. Antes del atardecer
habré llegado a la ciudad que vivió intensamente y describió en algunas de sus
obras: Monterey.
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