domingo, 10 de enero de 2016

Tiros y más tiros, armas de fuego en los EE UU

Disparar un arma de fuego es casi como un juego de niños. No es más complicado ni menos excitante que cuando levantábamos nuestro pequeño revólver cargado con petardos de pólvora, en algún patio ya tan lejano, y apuntábamos con un ojo guiñado a lo Clint Eastwood, soltando alguna de sus frases lapidarias al tiempo que sonaba el inocente petardazo. Porque para la mayoría de nosotros, españoles nacidos en los 80, incluso habiendo crecido en un entorno rural, las armas no eran más que eso: juguetes con los que proyectar fantasías cinematográficas, pequeños instrumentos funcionales y ajenos en las novelas o películas policíacas, o máquinas complicadas y aparatosas en la acción trepidante y cómoda de las recreaciones bélicas en la pantalla, o en la quietud desanimada de los museos.

         En nuestra conciencia civilizadamente europea no hay rechazo a las armas, hay algo aún más valioso y sano: indiferencia. Simplemente no nos interesa manejar armas, las asociamos con hábitos de caza pasados de moda, con el aburrimiento de la disciplina castrense, siempre con la ficción. Cuando ocurre una de las repetidas matanzas en algún campus universitario de los Estados Unidos, enarbolamos nuestra superioridad moral europea y volvemos al tópico: es un país inseguro, todo el mundo tiene un arma, todos están locos. Y hay algo de verdad en el asunto, pero también es cierto que nuestra cultura pacífica y desarmada es demasiado reciente, aunque sí parece la evolución lógica de una sociedad realmente civilizada.

         Si bien no se sabe con certeza, se calcula que en los Estados Unidos hay más armas que habitantes. Las cifras oficiales del Departamento de Justicia son llamativas: en 2013 se vendieron 16 millones de armas, y se calcula que hay 400 millones de armas en el país. Estados Unidos no sólo es el país del mundo con más armas de fuego en manos de civiles, sino que se supone que la mitad de las armas de fuego del mundo están aquí. No es menos cierto que cada vez menos familias aseguran tener armas, lo que supone que las personas que sí tienen armas cada vez acumulan más.

         Hablar con ciudadanos estadounidenses sobre la tenencia de armas, incluso con estadounidenses cultos, es un debate perdido. Te explicarán que el derecho a poseer armas para la defensa personal es incluso anterior a la independencia del país, que ya estaba en la Bill of Rights británica, que lo consagró la Segunda Enmienda a la Constitución, que se basa en el derecho individual de defenderse de cualquier amenaza, incluso de la amenaza del propio gobierno. En el fondo es una cuestión de desconfianza: en Europa, mal que bien, confiamos y delegamos la defensa, como tantas cosas importantes, en nuestros gobiernos; en el concepto individualista americano, uno debe estar prevenido porque no puede fiarse ni de las intenciones del gobierno.

         Sin embargo Estados Unidos es un país muy grande y, también en esto, muy diverso. Las leyes de Missouri permiten a empleados públicos, incluidos maestros, portar armas. En Texas entró en vigor en enero de 2016 una ley que permite a sus ciudadanos llevar sus armas de fuego a la vista. En Florida no hace falta un permiso para comprar un arma, y uno puede utilizarla contra otra persona simplemente porque se considera amenazado o porque cree que puede prevenir un delito. En algunos estados los menores de edad pueden poseer rifles.

Pero la tendencia es otra: estados como Nueva York, California o Connecticut son mucho más restrictivos. En California hay una ley que permite al estado retirar las armas de las personas que considera inestables o peligrosas. Y, por supuesto, otra ley prohíbe poseer un arma dentro de 1000 pies de distancia de una institución académica. Tampoco es normal ver armas de fuego en California. Las armerías no son más visibles ni más numerosas que en algunos lugares de España. De vez en cuando se ven carteles de exhibiciones de tiro, pero no es una diversión recurrente para una mayoría de gente.

Aun así, como extranjeros sin experiencia en el manejo de las armas, no dejamos de sentir curiosidad por un aspecto tan controvertido de la sociedad americana. Un cumpleaños es una excusa como otra cualquiera para iniciarnos en las armas. Después de una sesión de inocentes disparos de bolas de pintura en una pista de paintball, vamos sin salir de San Diego a un indoor gun range, un establecimiento que es a la vez una tienda de armas con cafetería y un campo de tiro cubierto. Lo primero que me sorprende es la afluencia numerosa de público. Algunos clientes asiduos llegan con sus propias armas ocultas en cajas o maletines. Otros alquilamos algunas de las que se exponen en las vitrinas, al modo de una joyería. Se paga también la utilización de la línea de tiro por hora. Se compran las cajas de balas. Se compra el cartel con el objetivo al que se ha de disparar. Se firma un documento extenso y claro en el que uno se responsabiliza de cualquier cosa que pueda pasarle.

Dentro de la sala hay unas veinte líneas de tiro. Hace frío, y todos vamos protegidos por gafas de pasta para evitar los casquillos que saltan al aire y alfombran el suelo, y anchos cascos en las orejas, pues el ruido de los disparos de algunas armas es atronador. Al principio parece estar en medio de una traca: gente que dispara rifles, ametralladoras y revólveres largos que emiten un zumbido que estremece. Un instructor da las indicaciones pertinentes, con un botón se aleja a la distancia que uno quiera el cartón con el objetivo.

Uno siente cierto miedo antes de coger el arma: demasiada literatura o simple inseguridad ante la cercanía de algo peligroso. El contacto con la Remington 1911 es más prosaico: nada del tacto metálico que, con cierto romanticismo, uno esperaría. Una pistola de un kilo, con cachas de madera y tacto tan amable como una de juguete. Es fácil introducir las balas, ajustar el cargador, presionar el martillo, afinar la vista en la mira, y el dedo se desliza por el gatillo con un movimiento suave y preciso. El primer disparo se va unos centímetros más arriba por culpa del inesperado retroceso, los demás van donde los manda el ojo, con la misma previsible facilidad con que se vería en una película. El rifle es mucho más pesado, el objetivo está mucho más lejos, pero la mira telescópica se ajusta al disparo con igual precisión. Después de unos cuantos disparos uno repite los movimientos de forma automática, y por encima de la familiaridad asoma un íntimo horror: disparar resulta divertido.

Porque no deja de ser un entretenimiento infantil, como las escopetas de feria. De hecho, no creo que hubiera mucha diferencia si las balas que se disparan no fueran de verdad. El problema, lo que estremece de verdad, más que el ruido horrísono de los disparos de las armas pesadas, es pensar en este entretenimiento como un hábito adquirido desde muy joven, una diversión integrada en la normalidad, que más tarde o más temprano le exigirá a uno otros alicientes fuera del campo de tiro cubierto.

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