Disparar un arma de fuego es casi como un juego de niños. No
es más complicado ni menos excitante que cuando levantábamos nuestro pequeño
revólver cargado con petardos de pólvora, en algún patio ya tan lejano, y
apuntábamos con un ojo guiñado a lo Clint Eastwood, soltando alguna de sus
frases lapidarias al tiempo que sonaba el inocente petardazo. Porque para la
mayoría de nosotros, españoles nacidos en los 80, incluso habiendo crecido en
un entorno rural, las armas no eran más que eso: juguetes con los que proyectar
fantasías cinematográficas, pequeños instrumentos funcionales y ajenos en las
novelas o películas policíacas, o máquinas complicadas y aparatosas en la acción
trepidante y cómoda de las recreaciones bélicas en la pantalla, o en la quietud
desanimada de los museos.
En nuestra
conciencia civilizadamente europea no hay rechazo a las armas, hay algo aún más
valioso y sano: indiferencia. Simplemente no nos interesa manejar armas, las
asociamos con hábitos de caza pasados de moda, con el aburrimiento de la
disciplina castrense, siempre con la ficción. Cuando ocurre una de las
repetidas matanzas en algún campus universitario de los Estados Unidos,
enarbolamos nuestra superioridad moral europea y volvemos al tópico: es un país
inseguro, todo el mundo tiene un arma, todos están locos. Y hay algo de verdad
en el asunto, pero también es cierto que nuestra cultura pacífica y desarmada
es demasiado reciente, aunque sí parece la evolución lógica de una sociedad
realmente civilizada.
Si bien no se
sabe con certeza, se calcula que en los Estados Unidos hay más armas que
habitantes. Las cifras oficiales del Departamento de Justicia son llamativas:
en 2013 se vendieron 16 millones de armas, y se calcula que hay 400 millones de
armas en el país. Estados Unidos no sólo es el país del mundo con más armas de
fuego en manos de civiles, sino que se supone que la mitad de las armas de
fuego del mundo están aquí. No es menos cierto que cada vez menos familias aseguran
tener armas, lo que supone que las personas que sí tienen armas cada vez
acumulan más.
Sin embargo
Estados Unidos es un país muy grande y, también en esto, muy diverso. Las leyes
de Missouri permiten a empleados públicos, incluidos maestros, portar armas. En
Texas entró en vigor en enero de 2016 una ley que permite a sus ciudadanos
llevar sus armas de fuego a la vista. En Florida no hace falta un permiso para
comprar un arma, y uno puede utilizarla contra otra persona simplemente porque
se considera amenazado o porque cree que puede prevenir un delito. En algunos
estados los menores de edad pueden poseer rifles.
Pero la tendencia es otra:
estados como Nueva York, California o Connecticut son mucho más restrictivos.
En California hay una ley que permite al estado retirar las armas de las
personas que considera inestables o peligrosas. Y, por supuesto, otra ley
prohíbe poseer un arma dentro de 1000 pies de distancia de una institución
académica. Tampoco es normal ver armas de fuego en California. Las armerías no
son más visibles ni más numerosas que en algunos lugares de España. De vez en
cuando se ven carteles de exhibiciones de tiro, pero no es una diversión
recurrente para una mayoría de gente.
Aun así, como extranjeros sin
experiencia en el manejo de las armas, no dejamos de sentir curiosidad por un
aspecto tan controvertido de la sociedad americana. Un cumpleaños es una excusa
como otra cualquiera para iniciarnos en las armas. Después de una sesión de
inocentes disparos de bolas de pintura en una pista de paintball, vamos sin salir de San Diego a un indoor
gun range, un establecimiento que es a la vez una tienda de armas con
cafetería y un campo de tiro cubierto. Lo primero que me sorprende es la
afluencia numerosa de público. Algunos clientes asiduos llegan con sus propias
armas ocultas en cajas o maletines. Otros alquilamos algunas de las que se
exponen en las vitrinas, al modo de una joyería. Se paga también la utilización
de la línea de tiro por hora. Se compran las cajas de balas. Se compra el
cartel con el objetivo al que se ha de disparar. Se firma un documento extenso
y claro en el que uno se responsabiliza de cualquier cosa que pueda pasarle.
Dentro de la sala hay unas veinte
líneas de tiro. Hace frío, y todos vamos protegidos por gafas de pasta para
evitar los casquillos que saltan al aire y alfombran el suelo, y anchos cascos en las
orejas, pues el ruido de los disparos de algunas armas es atronador. Al
principio parece estar en medio de una traca: gente que dispara rifles,
ametralladoras y revólveres largos que emiten un zumbido que estremece. Un
instructor da las indicaciones pertinentes, con un botón se aleja a la
distancia que uno quiera el cartón con el objetivo.
Porque no deja de ser un
entretenimiento infantil, como las escopetas de feria. De hecho, no creo que
hubiera mucha diferencia si las balas que se disparan no fueran de verdad. El
problema, lo que estremece de verdad, más que el ruido horrísono de los
disparos de las armas pesadas, es pensar en este entretenimiento como un hábito
adquirido desde muy joven, una diversión integrada en la normalidad, que más
tarde o más temprano le exigirá a uno otros alicientes fuera del campo de tiro
cubierto.
Una experiencia más en la vida.
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