martes, 19 de enero de 2016

El arte de la música, sinestesia en San Diego

En la Grecia Antigua, la música no sólo servía para animar celebraciones y ritos sociales, sino que formaba parte de la vida cotidiana. En la aspereza fatigante de los trabajos, en la gestación de las guerras, en el espejo del teatro, había música. Los rapsodas recitaban sus largas baladas y poemas épicos acompañados de la cadencia de una lira. El político latino Casiodoro cuenta que algunos médicos griegos utilizaban la música para curar trastornos psíquicos: “muchas son las maravillas obradas por este arte en las almas enfermas”.

         En el capítulo XXVIII de la primera parte del Quijote, cuando la noble disfrazada Dorotea encuentra al cura y al barbero y les cuenta su vida y penalidades, Cervantes le hace decir: “me acogía al entretenimiento de leer algún libro devoto, o a tocar una arpa, porque la experiencia me mostraba que la música compone los ánimos descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu”. Quién puede negarse, incluso desde el desconocimiento más absoluto de las más elementales técnicas musicales, al influjo irremediable de las músicas en nuestra conciencia, en nuestro ánimo, en nuestros actos.

    Como actividad central de las celebraciones del centenario de la Panama-California Exposition, que en 1915 abrió la ciudad de San Diego al mundo, el San Diego Museum of Art expone desde octubre su mayor muestra en muchos años: “The Art of Music”. Una gran exposición que llena cinco galerías del museo, con más de doscientas piezas entre pinturas, esculturas, instrumentos e incluso manuscritos musicales.

         La exposición hace un recorrido general por la interacción entre música y arte a lo largo de todos los tiempos y todas las culturas. Formalmente se divide en tres grandes secciones: “The Musician as a Motif”, “Social Intersections of Art and Music” y “Formal Connections of Art and Music”, aunque no es fácil distinguir una línea argumental ni en la muestra completa ni en cada una de las partes. Sin embargo, el carácter deslavazado de la muestra no le resta interés, y los continuos saltos temporales y geográficos no hacen sino afianzar la idea de la universalidad de la música, la necesidad humana de músicas en todo tiempo, las fuentes inagotables de expresión musical y su continuo reflejo en las demás artes.

         Junto a ánforas griegas policromadas en que se representa a Apolo tocando la lira, hay una lira africana, llegada en el siglo XIX de las lejanías de Uganda o Kenia, cuyo cuerpo está hecho con calabaza y piel de antílope, y sostenida por dos brazos que son los cuernos del mismo animal. Tras la vitrina de la primitiva lira africana hay un lienzo de Fernando Botero venido del MOMA: Baile en Colombia, en el que una orquesta ambulante de corpulentos músicos de traje y sombrero tocan para una pareja de baile. Tras las ánforas, tras las figuras de terracota griegas, una de esas pinturas coloniales españolas que documentaban las posibilidades del mestizaje humano, muestra a un joven mulato ataviado de señor tocando una vihuela para su esposa mestiza.

         Uno pasa sin transición del barroquismo funcional de un clavicémbalo europeo del siglo XIX a la atemporal silueta de un guqin, una especie de arpa china cuyo sonido suave y envolvente puede escucharse casi por arte de magia con sólo arrimarse al instrumento. En las paredes de alrededor cuelgan estampas y grabados en madera de famosos músicos chinos de hace mil años, y muy cerca acuarelas indias rebosantes de color con Shiva o Saraswati tocando la cítara.

         Hay espacio para la pintura europea de todas las épocas. Un San Jerónimo de Francisco de Zurbarán, con el vestido cardenalicio, la Biblia en una mano y la otra señalando una trompeta celestial, comparte pared con carteles modernistas franceses, como el Moulin Rouge-La Goulue de Toulouse-Lautrec, o una Bailarina atándose el cordón de sus mallas, de Edgar Degas. Hay un cuadro cubista de Picasso, Ma Jolie, de 1914, en el que se confunden las formas geométricas de una guitarra, partituras, vasos, botellas y cigarrillos. También hay un raro cuadro de Salvador Dalí, Projet de décor pour le ballet Roméo et Juliette, con figuras alucinadas de un Cristo en la cruz, un caballero de un solo ojo con lanza en ristre y una multitud de personajes del Greco llenando un templo.

         Entre cuadros de Giorgio de Chirico, escenas de celebraciones holandesas de Jan Steen y de Brueghel el Viejo y montajes fotográficos, está la partitura original de la 9ᵃ Sinfonía de Beethoven. Está la colección completa de dibujos y collages de colores vivos, Jazz, con que Henri Matisse plasmó sus ideas sobre la música. Hay una curiosa sección de carteles psicodélicos para conciertos de rock de los años 60 en la bahía de San Francisco, donde los colores se superponen y las letras con los nombres de los grupos parecen navegar en sus formas blandas como dentro de una botella.

         Uno alcanza la revolución hippy y siente por un momento que todo lo anterior es quizá demasiado, y que era una evolución lógica que toda la carga cultural y artística de milenios reventara en esas creaciones alucinadas de seres casi libres y alucinados por el brillo estupefaciente de las drogas. Ya Platón criticaba a los músicos modernos de su época por no seguir a rajatabla las cadencias matemáticas impuestas por la estética pitagórica.

         Pero aquí hemos llegado, y para acabar de confundir al ignorante de las técnicas musicales, la muestra permite interactuar con un Microtonal Wall, creado por Tristan Perich, un gran panel con cientos de pequeños altavoces que emiten frecuencias microtonales y que, al alejarse el espectador, son percibidas como un solo sonido. Hay tantas músicas, tantas emociones individuales o colectivas ligadas a músicas concretas, que ningún ámbito del arte puede ser ajeno a las impresiones que la música nos despierta. “Traspasa el aire todo / hasta llegar a la más alta esfera, / y oye allí otro modo / de no perecedera / música, que es de todas la primera”. Fray Luis de León, que supo contemplar el mundo con sana templanza y curiosidad, lo veía claro.

"The Art of Music", San Diego Museum of Art, Balboa Park, San Diego, California. Hasta el 7 de febrero de 2016. sdmart.org/art/exhibit/art-music

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